POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Amante que es uno de los espías románticos, aquellos que escarbaban con la delicadeza de un viaje de descubrimiento y terminaban plasmando sus experiencias confesables en concienzudas descripciones antropológicas y geográficas, base de nuestra investigación actual, he pasado un tiempo persiguiendo a uno de ellos, vecino que fuera de este Real Sitio durante los levantiscos días del verano de 1836, después de cazar la noticia de su avecinamiento en las memorias de Manuel de Pando y Fernández de Pinedo, Marques de Miraflores. Siguiendo su pista a través de los archivos nacionales, donde encontré su nombramiento como Caballero de la Real Orden de Isabel la Católica, cuya gran cruz recibió en 1839, terminé por alcanzarlo en un significativo volumen sobre el País Vasco y Navarra conservado en la Biblioteca Nacional de Francia y presente de igual modo en la Biblioteca de la Universidad de Deusto.
El agente en cuestión, Charles Joseph Edmond Sain, Barón de Bois-Le-Comte, había sido comisionado por el gobierno francés recién revolucionado de Luis Felipe I para observar los asuntos ultra pirenaicos españoles, metida como estaba esta nación en las guerras carlistas, sufriendo la minoría de una reina gobernada por su madre y dando los primeros pasos de un liberalismo que nunca llegó a estabilizarse ni con un siglo de golpes de estado, rebeliones, insurrecciones y motines. Así que, actuando como espía francés en la corte isabelina, Charles Joseph Edmond acabó por recalar en este Paraíso, siguiendo las actividades de la corte española, refugiada en San Ildefonso de algaradas pro y antiliberales. Alojado seguramente en la casa de la calle de la Reina, junto con el doliente y moribundo Conde de Raynevall, embajador y cónsul francés, y acompañado del embajador británico, George Williers, conde de Claredon, quien es probable que ocupara parte de la casona del Duque de Ahumanda en la calle del Horno, asistió a los sucesos acaecidos entre el 12 y el 14 de agosto de 1836 no tan atónito como muchos han tratado de mostrar en sus análisis de aquella rebelión militar orquestada para consumar un proceso reformista encubierto.
Conocida como el motín de los sargentos o «Sargentada de La Granja», esta algarada militar encabezada por los suboficiales granaderos del primer regimiento de provinciales de la guardia y financiada con cerca de quince mil duros, lo que venía a ser unos trescientos mil reales, tenía como objetivo esencial la derogación del Estatuto Real aprobado en 1834, colofón de la reforma iniciada por los Franciscos (Cea Bermúdez y Martínez de la Rosa) que repartía la soberanía nacional entre el pueblo y el monarca y la vuelta a un marco completamente liberal como el establecido por la constitución de Cádiz. Revolucionadas las tropas hacia las ocho de la tarde del día 12 de agosto, se encaminaron hacia el Palacio con la intención de secuestrar la jefatura del Estado y así lograr sus objetivos esenciales, cosa que, a la larga, conseguirían con no pocas dimisiones en el gobierno y algún que otro asesinato miserable, como los sufridos por el coronel Carvet y Víctor Genaro de Quesada, Marqués de Moncayo y capitán general del Ejército del Norte, abatido por la turba en su escondite de Hortaleza.
Como ya estarán pensando, mi espía francés andaba por estos lares alertado, sin duda, por el ruido que la conspiración inherente a la asonada de los sargentos había despertado en las redes de espionaje e inteligencia europeas. De hecho, parece probado que la propia reina gobernadora había requerido el consejo de estos agentes ante la inminencia de un movimiento liberal contra la restrictiva legislación aprobada por los moderados, siempre echando el freno a cualquiera que fuera, que sea, el proceso renovador que amenace sus privilegios. Los franceses, por su parte, andaban más que preocupados por el enquistamiento del carlismo irredento en las cercanías de la frontera, capaz de soliviantar las regiones adyacentes, y los británicos, como siempre, se mantenían expectantes ante las posibles oportunidades que el abandono de los mercados españoles podía ofrecer a su imperio comercial.
Con todo, a este humilde Cronista, de todos aquellos sucesos que vivió mi espía francés, le ha quedado en la retina el vociferante transitar de los casi setecientos rebeldes hacia la puerta del palacio, bramando vivas a la Constitución, a la Libertad, a Mina y Espoz e, incluso, a Inglaterra; mueras a San Román y Quesada y abajo la reina gobernadora, replicados desde los cuarteles de la Guardia de Corps y de Retenes con vivas a Isabel II y a María Cristina. Y uno, que es taimado en esto de analizar los hechos históricos desde otra perspectiva que no nazca en el sentido común del momento, no deja de pensar en ese incomprensible vocerío dominador de la política que habría de gobernar, que gobierna, este Santo País. Que aquí siempre se acaba a gritos, confirmando que es justo en ese momento cuando la razón del bien común desaparece y el partidismo cainita, la sinrazón de la defensa de ideales incomprendidos y el odio hacia el contrario devienen el espacio público en corral de gallos castrados por el embrutecimiento insano, asesino de la convivencia pacífica y dialogante en que debe ser sustentada cualquier sociedad que pretenda llegar algún día a disfrutar de la democracia.
Aprendiendo del pasado, queridos lectores, dejemos de clamar las consignas vacías del concurso de gritos y empecemos a escuchar razones que nos permitan compartir un futuro común.