POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Mi amigo Ángel Luís Domínguez ama las palabras. No una palabra concreta con su repiqueteo escrito, capaz de llenar una página gracias a la rimbombancia de un grupo de sílabas perfectamente concebidas. Una de esas que, una vez caligrafiada, no se sabe muy bien que escribir a continuación. Repletas de sentido y completas en su redacción, consumen todo el espacio utilizable en aras de la comprensión del uno, el ínclito y superior significado de un vocablo perfecto. Tampoco está enamorado de las familias semánticas, esos grupos de palabras metidos en la misma raíz una vez escrita por vayan-ustedes-a-saber-qué romano pariente de un etrusco casado con un griego de Corinto. Todas esas hermanas paridas del mismo lexema que una vez fue núcleo patrimonial de un ideograma aislado. Sentadas en la misma página del diccionario, esas familias esperan a un lector avezado en las diferencias mínimas, en sufijos y prefijos, desinencias y morfemas aliterados por algún poeta que una vez soñó con romper la disciplina vertebral de un grupo que no permite la mínima desviación, la más pequeña distracción del corazón semántico; ese que da sentido a la vida de un grupo y lo esclaviza por más que algún idealista quiera liberar aquel pobre e insignificante adjetivo de la presión inherente a formar parte de algo más grande que vacía de significado la sencillez del individuo.
No, mi amigo Ángel Luis ama todas las palabras. Las que están integradas en grupos draconianos sin libertad y las que explotan su individualidad sacando de la página el resto, por muy bien que las haya traído la mente de quien las escribió. Incluso le gustan las palabras homófonas, aquellas que, sonando igual, sienten diferente. Ya se sabe que una aprende aprehendiendo cada una de las experiencias que la vida nos ofrece para, así, no quejarse del desecho que ha deshecho la vida de muchos paisanos, paisanas… De todos sin distinción. Sonando igual, rimando en consonante con la asonancia que corresponda, Ángel Luis te cuenta, atendiendo a esa letra H sorda que una vez fue aspirada por un morisco expatriado mientras tomaba las de Tetuán en el puerto de Valencia, allá por 1615, cuando la homofonía y la sinonimia eran perseguidas por los lacerantes sectarios pervertidos de la ortodoxia más miserable.
Uno empieza libremente a escribir pausadamente y termina por apelotonar las palabras que normalmente habrían fluido apasionadamente hacia un lamentable horizonte de adjetivación desmedida.
En alguna ocasión le he visto dudar ante esos vocablos travestidos que, engañando al personal, se atreven a cambiar la capa sin que un solo corrector detecte su hábil transformación. Mi amigo Ángel Luis, comprensivo con quien fue escrito sustantivo y, tras una vida de sinsabores en páginas de escaso salero, comprendieron que la primera sílaba que las constituyó, si bien se conformaba con ser adjetivo, comprendió que en su seno albergaba un sustantivo poderoso, amante de sus complementos y concordado con todo lo que en aquel sintagma se paraba para ser leído.
Ángel Luis, que de esto entiende como el que más, receta una tilde a estas inconformistas y las pasa al grupo ansiado desde antes de haber sido concebidas en el tintero que fuera. Aquellas, agradecidas, brillan entre adjetivos señalando ese trazo caído desde el cielo que las empujó a liderar una composición acompañada del ejército de pronombres, bien conocedores de la importancia que tiene en un bosque de términos saber a ciencia cierta qué es una y qué la define.
Sin embargo, no todo son alegrías para mi amigo. Me dice que, de un tiempo a esta parte, algunas palabras han confundido su dirección. ¿O es el sentido? Creo que no entendí bien. Parece ser que, contaminadas con páginas adyacentes o, peor aún, por la ruptura de asientos en el diccionario, por la pérdida de entradas, algunas, descarriadas, han acabado asumiendo un sentido que no les corresponde. Y no es que Ángel Luis tenga problema para integrar un sentido dentro de una definición, que no es el caso. Se trata de algunas pobres manipuladas por algún desalmado a quien poco le importa la concordancia de género o, aún peor, la ocupación del espacio indebido. Resulta que algunas palabras han aceptado no diferenciar el género dada lo singular de su contenido frente a la pluralidad que, por naturaleza, estableció el sentido común. Ángel Luis, solícito a la voluntad de los grafemas, las mete en el grupo de los epicenos, aquellos términos que asumen todos los géneros y, al mismo tiempo, ninguno. Mas en alguna ocasión, bellísimas palabras de sonoridad pulcra y cristalina deben ser asumidas como joyas pinceladas por poetisas enamoradas de alguna hazaña cometida por la heroína que corresponda para que ninguna reina transformada en emperatriz pueda certificar la impostura pergeñada por actriz alguna. Ya se sabe que, llegando la política a las decisiones más complicadas, no hay normalización que pueda con la sensatez.
Sea como fuere, Ángel Luis no desiste en su empeño y, batallando con números y letras, no hay escrito que resista su conteo purificador. Coge tu libro y lo analiza desde la coma hasta el punto sin dejar apóstrofo alguno sin numerar. Ya sean palabras o apócopes, voces patrimoniales o xenismos, dichos mal pronunciados o particularismos gráficos locales, mi amigo contabiliza hasta el último de los trazos escritos por quien se atreve a plasmar pensamiento alguno sobre el papel que corresponda.
Ángel Luis, en su sencillez, es un pilar de la sociedad.
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