POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
En el «Diccionario de Autoridades» del siglo XVIII encontramos la diferenciación que existe entre las mayúsculas y las minúsculas, de manera que las primeras las define como letra grande para escribir los nombres propios, ya sean de persona, ríos, lugares o montes, e incluso para comenzar los capítulos, párrafos o un periodo nuevo. Por el contrario, a la hora de definir las segundas, simplemente nos dice que se aplica a la letra pequeña y regular, para diferenciarla de la grande.
De esta forma, espero que comprendan porqué en el título he preferido tratar al dichoso virus con minúscula, y sin los dígitos que lo apellidan, debido a que considero que no se merece él, ni aquellos presuntos humanos que lo hayan podido parir en laboratorio, unas letras mayúsculas. Máxime teniendo en cuenta que, aunque sirvan para iniciar «un periodo nuevo», éste no creo que sea tal para nuestros recuerdos.
Así, dicho lo anterior, tengo la certeza que lo minúsculo no podrá vencer lo grandísimo y enorme de los recuerdos que atesoramos de pasadas vivencias, que nos fueron forjando en nuestra forma de ser y de pensar. Y, hablando de recuerdos, desempolvemos algunos de la niñez y de la recién nacida adolescencia sobre la forma de vivir y sentir la Semana Santa de nuestra tierra, de la que en este año nos hemos quedado huérfanos físicamente y no de corazón ni espiritualmente.
Corrían los años cincuenta y llegábamos a 1960, en el que cursaba cuarto de Bachillerato con trece años, y hacía mis primeras incursiones en lo literario, y emulando aquel «Romance de la Semana Santa» de Buenaventura Cumella Orozco iniciaba mis ripios así: «La Semana Santa se acerca,/ y con ella mi ilusión,/ el vestir túnica larga/ y también un capuchón».
Y, tal vez, vivía una Semana Santa avanzada cuando en la iglesia de la Merced se celebraba el día de San José la fiesta anual de mi Cofradía de siempre, la del Ecce-Homo. Al concluir la misa que presidía el hermano mayor D. Modesto Díaz Zudaire, en la sacristía se ofrecía un sencillo aperitivo que según recuerdo lo preparaban mis padres y les ayudaba a llevarlo desde mi casa hasta allí.
Una vez llegadas las vacaciones, la cita la tenía en el Círculo Católico junto con otros niños, donde ayudábamos a Fernando Verdú a arreglar los cirios de la Cofradía, que eran anunciados como «de estilo renacimiento español». También acudía a la iglesia de San Gregorio, sede de la Cofradía del Perdón considerada por la del Ecce-Homo como hermana en el Martes Santo, enriqueciendo ambas la Semana Santa de Orihuela bajo el nombre de «los de la plata».
Allí, más de una vez auxilié dentro de mis posibilidades a D. Antonio García-Molina Martínez a trasladar las imágenes desde el camarín del altar mayor donde se encontraban todo el año, hasta situarlas sobre el rico trono que se elaboró en 1929. Recuerdo a Julita Gilí vistiendo a María Santísima del Perdón y haber portado entre mis manos a las de la imagen de Quintín de Torres. El Lunes y Martes Santo por la mañana la ocupaba en la iglesia de la Merced limpiando y sacando brillo a la plata del trono del Ecce-Homo trabajado por el orfebre valenciano Orrico.
Así, despertándonos en horas avanzadas de la noche de la Semana de Pasión, al escuchar a los Cantores que dirigía Pepe Rodríguez, llegábamos a la Semana Santa, con el Domingo de Ramos, cuando se hacía efectivo el dicho «el que no estrena no tiene manos», y de año en año, con unos calcetines, una camisa y algún traje nuevo, acudía a la bendición de las palmas de hosanna y a su procesión con largas filas de seminaristas, sacerdotes, beneficiados y canónigos, presidiéndola el afable y comunicativo Don José García Goldáraz, hasta su promoción al Arzobispado de Valladolid.
La tarde de ese día, el blanco de las palmas se tornaba de luto con las Mantillas en su procesión y al concluir ésta hasta la salida de la iglesia del Carmen de la Cofradía de los Azotes, me acuerdo del desfile de tropa de Caballería haciendo sonar cornetines por las calles de Orihuela. Y la llegada del paso de la Coronación de Espinas del que se esperaba su bendición y estreno en un año y tuvo que posponerse hasta el siguiente. Y momentos antes de la procesión, en la confluencia de las calles Alfonso XIII y Arzobispo Loazes, tres o cuatro trompetas de los «Armaos» interpretando «arroz con col», y entre ellos Paco «el Turro» que vivía en la calle de Arriba y era novio de mi chacha María, que era vecina del Rabaloche, en una casa casi pegada a la sierra.
Como siempre, la bocina tocada por «el Perejilero» y la Convocatoria encabezaba la procesión, vestidos de blanco y negro hasta que cambiaron la indumentaria por los colores que hoy portan, con la novedad de llevar medias capas los tambores que fueron cosidas por mis tíos Luis y Jesús Pérez. Así, con el reiterado «a Jesús lo van a matar», con el abrazo de los palillos, con «el Saturnino Calleja mató a su mujer» o «te tengo, te tengo, te tengo que dar»; seguían los días grandes.
El Lunes Santo; el blanco y amarillo de la Cofradía de la Samaritana, el carmín y gris plata del Prendimiento y el verde y blanco de la Oración en el Huerto, a los que les siguió, en 1958, la Negación de San Pedro de Coullaut-Valera que aquel primer año fue acompañada por sólo seis u u ocho nazarenos de blanco y fajín rojo. La curiosidad y la expectación fue grande por saber quiénes habían sufragado las imágenes, ya que sus nombres se podían leer en los bordes de las ropas de las imágenes, y en el gallo, el de Luis Boné Rogel que era emperador de la Centuria Romana del Prendimiento.
Tras el paso de la procesión del Lunes Santo por la puerta del Casino, acudíamos a la iglesia de la Merced varias familias de la Cofradía Ecce-Homo para trasladar el paso y la Cruz hasta la iglesia de San Gregorio, donde permanecían hasta la noche del día siguiente. Las mujeres llevaban las tulipas, los hombres empujábamos el paso o portábamos la Cruz.
El Martes, ya con los bajos de la vesta y la capa sacados, con los caramelos preparados, esperábamos el pasacalle del Caballero Portaguión del Perdón y la visita a Palacio para hacerle entrega al obispo de los primeros caramelos, después de que los clarines cuyo toque es original de Emilio Bregante Palazón, sonaran en el zaguán avisando al prelado que se iba a visitarlo y pedirle permiso para sacar la procesión a las calles.
Y llegamos a la nuestra, esperando junto a la Glorieta que la escuadra de Caballos del Perdón comenzaran el despeje, y tras ellos la Convocatoria, después el Ecce-Homo, la Verónica, la Caída custodiada por los «Armaos» y cerrando el cortejo María Santísima del Perdón. Con el Ecce-Homo salíamos tres o cuatro niños, entre ellos Raúl Rodríguez, Luis Miguel Ros y el hijo de Manuel Escamilla que era fabricante de maletas.
Y llegaba el Miércoles Santo, y a primeras horas de la tarde la bocina de la V.O.T. avisaba por las calles a los mayordomos de Nuestro Padre Jesús para la procesión que desde San Francisco llegaba como hoy hasta el Santuario de Nuestra Señora de Monserrate. En la que «El Abuelo» permanecía hasta la procesión general del Viernes Santo, en compañía de la Patrona de Orihuela y de las también Patronas, Santas Justa y Rufina, entronizadas en el altar mayor.
Por la noche, desde capuchinos la Cofradía de la Cena, cuyo paso algunos años llevaba un altavoz con las palabras de Jesús en el cenáculo. En su trayecto, a la bajada del Puente de Poniente se incorporaba la Cofradía del Lavatorio, con el incienso de los pebeteros de los pajes, con «Tosca» y con San Pedro el Arrepentido. Y al acceder al Santuario de Monserrate, la interpretación del «Oriamendi», que para las gentes jóvenes es el «Himno Carlista» que empieza «Por Dios, la Patria y el Rey».
Oficios de Jueves Santo en el Colegio Santo Domingo, visita a los Monumentos, olor a aceite quemado de los buñuelos por las calles, luces apagadas, y Silencio, mucho silencio, y el Cristo del Consuelo iluminando con su reflejo las paredes de las casas. Y desde un balcón de la calle Alfonso XIII, los Cantores de la Pasión que acompañaban con sus voces roncas a la imagen desde que se la veía aparecer por la esquina de Teléfonos frente a mi casa hasta que giraba por la de Ramoné, enfilando hacia el Puente de Levante.
Aquella noche tras la procesión, recuerdo a Pepito que había trabajado en la sastrería de mi abuela María, que era hijo de Pepa que tenía la panadería en la Corredera, amasando las monas, para dejarlas «dormir». Mi padre, esa noche preparaba las viandas que se les entregaban a los «empujaores» de los pasos del Ecce-Homo y del Perdón, cuando la procesión general salía en la madrugada del Viernes Santo. A la llegada de dichos pasos a la calle Alfonso XIII, y en la puerta de mi casa se levantaban las faldillas de los tronos y se les hacía entrega a los sufridos «empujaores» de panes con sardinas y bolsas de caramelos.
Recuerdo aquellas procesiones de madrugada, precedidas del barullo callejero de las gentes que no dormían esperándolas tomando chocolate con mona o con buñuelos. Un año, siendo muy niño me encontraba enfermo y la pude ver desde el mirador de la casa de mi abuela, uno de los lugares más privilegiados para presenciar nuestros desfiles pasionarios. A primeras horas de la mañana, volvíamos a ver la procesión en la Plaza de Santa Justa y tras la llegada a Monserrate, esperábamos la retirada cada cofradía hacia su iglesia. Después, desde el cambio de la Liturgia de Semana Santa, allá por 1956, la procesión general pasó a la tarde del Viernes Santo. Un año, 1957, en dicha procesión cuando la Cruz del Ecce-Homo era llevada por dos nazarenos, en el turno que terminaba en la puerta de la tienda de las «Coeas» en la calle del Ángel, no llegaba el relevo y vi como mi padre la portó él solo algunos metros: la procesión debía de continuar. Otro año, se corrió el rumor de que el obispo Barrachina había prohibido que salieran mujeres vestidas de nazareno, y recuerdo a mi hermana Mary y a otras chicas ir hasta el Santuario de Monserrate con el capuchón puesto para salir en procesión general. Por supuesto que todo el mundo al verlas cubiertas en dirección al templo de la Patrona supondrían que eran del sexo femenino.
La tarde del Viernes Santo, hasta el cambio de Liturgia, era para el Caballero Cubierto y la procesión del Entierro, en la que no se daban caramelos. Viene a mi memoria el deslumbrante uniforme de Caballero de la Orden de Malta de Juan Manuel Pardo-Manuel de Villena; Fernando Suárez de Tangil, Conde de Vallellano y ministro de Obras Públicas; Fernando Pardo Manuel de Villena y Egaña, marqués de Rafal. Y no se me olvidará nunca, 1958, en fue nombrado Caballero Cubierto mi primo hermano (yo le decía tío, por la diferencia de edad) José Antonio García Galiano, director de la Caja de Ahorros de Nuestra Señora de Monserrate, al que acompañé llevando las borlas de la bandera, junto con su hijo José Ángel y su sobrino Angelito García Penalva.
Y llegó la Resurrección, y el Sábado era día de trabajo y la banda de los «Armaos» con aquellos trajes granates, medias a rayas y cascos con penachos de papel recorrían las calles y plazas de Orihuela, mientras que desde algunos balcones como los del domicilio de Rocío y Marianela Caparrós se arrojaban algunos trastos y monedas a la calle.
Ha transcurrido seis décadas y recuerdo el final de aquellos ripios que escribí en 1960: «La Semana Santa ha pasado/ la Semana Santa pasó/ y mi ilusión se fue perdiendo,/ y como el viento se esfumó».
Sin embargo, aquella Semana Santa no se ha perdido, no se esfumó de mi memoria, y ni siquiera el covid podrá sustraerla de mis recuerdos, a la espera que al año próximo nuestras calles y plazas se llenen de imágenes, de nazarenos y de música envueltas en el azahar de nuestra huerta.
Amén