POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es curioso cómo evoluciona el idioma. Sujeto a múltiples factores de cambio, la expresión impone un camino insensato que ha de llevar nuestro entendimiento hacia lugares de difícil comprensión. Presa de modismos, extranjerismos, préstamos léxicos, novismos y demás zarandajas que contaminan la pureza inexistente de un ser vivo antojadizo, falaz, bravucón y encerrado en meandros imposibles, la lengua no deja de sorprender a cuántos veneramos la más libre de las expresiones humanas. Tan libre, desahogada e irreverente que, capaz de sublimar el más sutil de los sentimientos, tiende a tornarse chabacana, vulgar y sensible a todo recurso expresivo por muy lamentable que sea, por mucho que enfurezca a los académicos de turno. Estos, incapaces de comprender las más de las veces que es en la ingobernabilidad del camino perseguido por el idioma, en la inexistencia de un destino final que determine su trasegar por este ancho mundo de la idea abstraída entre fonemas y lexemas, donde raya su labor de asunción, acaban por obcecarse en poner una bella y rimbombante puerta al inverosímil campo gramático y semántico. Nada hay más difícil de regular que lo ingobernable, como bien sabía Juan de Valdés hace ya casi cinco siglos.
Prendado, pues, de la imposibilidad de someter el avance de la lengua, caprichoso y mendaz, me topé hace unos días con un sorprendente expediente en el Archivo General de Palacio donde se describía la acción judicial contra Santiago Amatey, vecino que fuera de este Real Sitio hacia 1743. De apellido sonoro y extraño, como tantos otros en este Paraíso poblado por un aluvión constante de paisanos provenientes de cualquier paisaje, este humilde Cronista no dejó de recordar a Abraham Matey, relojero suizo al servicio de los monarcas patrios en el siglo XVIII, quien bien podría haber sido el aportador de la raíz léxica de tan extemporáneo apellido. No me cabe duda de que aquel Josef Amatey, diputado del primero de los consistorios del Real Sitio, constituido en 1810 durante el reinado del olvidado José I al amparo del estatuto de Bayona de 1808; ese Amatey, digo, asumo que fue descendiente del encausado sesenta y cinco años atrás.
El caso fue que el antepasado del diputado, panadero de profesión, quizás el primero de cuantos ha habido y en cuya estirpe profesional anda el pasado de mi familia, anduvo el año referido a la gresca con Juan Pablo Galiano, Marqués e intendente del Real Sitio en los años finales del reinado de Felipe V. Este, veterano de las campañas en Italia integrando la compañía trasalpina de la guardia de Corps que había recibido el oficio de alférez al servicio del primer Borbón, además de ser premiado con la encomienda de la vara de la Orden de Santiago, significara eso lo que fuera, hubo de enfrentarse a la negativa de aquel primer panadero a rebajar el precio final de sus productos. Y es que, siendo el pan alimento esencial de la humanidad, fuente básica de nutrición durante tantos siglos, milenios, andar jugando con su precio y calidad suele ser combustible para cualquier revolución que se precie. Que se lo pregunten, de no creerme, a los abastecedores de alimentos a finales de aquel siglo en el empobrecido París saqueado por tantos privilegios que ni el precio del pan respetaban, no dejando mendrugo seco y mohoso alguno que llevarse a la boca, como habrían de experimentar millones de rusos a principios del siglo XX.
Muchos años antes de tamañas revueltas, mientras se constituía este Real Sitio, el Marqués de Galiano comprendió que nadie debe jugar con el pan o, mejor dicho, con su precio, por lo que obligó a Santiago Amatey a rebajar el coste final de su delicioso manjar de un quinto a un cuarto de real. El panadero, rebrincado por que un político metiera las manos en su masa, optó por acatar la orden de devaluación del pan, pero no sin antes disminuir ostensiblemente la calidad de sus horneadas hogazas, mezclando toda clase de harinas. Alertado el Marqués defensor del pan barato, tomó la disminución de harinas de trigos candeales como una afrenta al mandato de la superioridad, a la decencia y, finalmente, al paladar embotado por esos triguillos de tercera, salvados rancios y secos que ni las bestias admitían. Encausado como criminal, el pobre panadero embaucador de sus pobres vecinos hubo de soportar la multa y el escarnio publico de ser sometido a una causa criminal que habría de ensuciar su prestigio social, pues no hay nadie más santo y reverenciado que un panadero en el momento en que sus panes rezuman ese olor mañanero ocultador de cualquiera que sea el crimen.
Y un servidor, que anda siempre admirado por la libertad del idioma, por su maravillosa transparencia irredenta, viendo aquel ajado expediente de papel amarillento y tintas rosadas de perdido lustre, no dejaba de pensar en el uso que hemos ido dando al concepto de crimen y al sambenito de criminal. De definir la estafa de un panadero obcecado en no rebajar sus miserables beneficios a conculcar cualquiera que sea la norma para terminar en la abominación más execrable que uno pueda imaginar. A nadie se le ocurriría tildar de criminal en esta sociedad que sufrimos a un tendero que trastea con los precios ínfimos de sus mercancías. Que de crímenes hemos llenado las galerías monstruosas de la desviación social, olvidando que todo aquello que es grave, que conlleva un gran mal social, ha de ser considerado como crimen gobernado por criminales abyectos. Si bien arrebatar la vida o robar el futuro de nuestros hijos son bárbaros crímenes, despojar a una familia del pan diario o reducir su dieta alimenticia, la calidad de ésta, suponen una maldad insensible e infravalorada provocada por la ignorancia más dañina imaginable.
Por todo ello, queridos lectores, este que suscribe no deja de recomendar la vigilancia del idioma, sus recortes y atajos y la simplificación lamentable que conduce al desconocimiento y a la desconexión de la realidad más cotidiana, la única que existe y que debe ser defendida. Si no somos capaces de entender que negar el pan al menesteroso debe ser considerado el mayor de los crímenes, el idioma, por desgracia, habrá muerto sin remisión. Nada más importante que el pan, nada más necesario que entender lo que se expresa, nada más infinito que la profundidad de una palabra.