POR MANUEL PELÁEZ DEL ROSAL, CRONISTA OFICIAL DE PRIEGO DE CÓRDOBA.
Quizá sea Córdoba una de las ciudades de España en donde mayor predicamento tiene y ha tenido el cargo de Cronista Oficial o Cronista Municipal. Jaén no le va a la zaga. En el siglo pasado, cuando los aires liberales atizaban el fuego local, lejos ya los cronistas reales, tomó entidad la figura, personalizándola próceres tan significativos como Maraver y Alfaro (que dicho sea de paso, como Ortega y Gasset, sólo era una persona). Sin embargo, la génesis de tan importante ente en el panorama edilicio, no estuvo ayuna entonces de dificultades y más o menos complejas controversias, motivo para enemistades irredentas. La cuestión era, como es lógico suponer o presuponer, estrictamente pecuniaria. Se pretendía dotar al cargo –la función pesaría más que el honor- con ciertos emolumentos, y ello, claro está, generó las apetencias de tirios y troyanos. La cuestión, como casi siempre, se politizó, y el asunto acabó aburriendo al vecindario. Córdoba se quedó sin cronista, porque el que lo era se tuvo que marchar a Madrid para huir de la cólera de sus adversarios.
Hoy, paradójicamente, la cosa no ha cambiado mucho. En los últimos tiempos -me refiero a los democráticos- y pese al intento o resultado de regularizar la figura con un marco legal apropiado, el manido Reglamento de Honores y Distinciones, la cuestión sigue teniendo unos perfiles poco definidos, cuando no confusos. Tal vez se deba al ansia furibunda demostrada por algunos conspicuos colegas de aumentar la prole sin control alguno. Cada pueblo: un cronista o varios. ¡Qué más da! Y a la experiencia me remito.
Existen villas y ciudades que demuestran por ello una clara tendencia a una proliferación desorbitada. En poco tiempo, algunos ayuntamientos sin ningún escrúpulo han hecho crecer el número de los cronistas locales -como ahora se dice pedantemente- en muchos dígitos. En poblaciones con poca entidad demográfica han sido nombrados hasta tres. No cito sus nombres para no herir susceptibilidades. El presupuesto no lo va a sufrir, puesto que, salvo excepciones honrosas, en él no se incluye partida alguna que lo debilite. En casos como el de la villa de Madrid faltan dedos de la mano para su contabilización. Claro, que Madrid es “urbi et orbi”, y, como Roma, abierta a la ciudad y al mundo, aunque siga siendo villa. Lo que ya no se entiende tanto es que villas o ciudades de escasa población, repito, e incluso pedanías o entidades locales menores hayan nombrado hasta tres -uno de derechas, otro de izquierdas y otro de centro- y así la crónica, que fue o podrá ser el producto natural del quehacer del cronista -entienden erróneamente- saldrá promediada y compensada por mayoría o por goleada. Politización muy suprema, en las antípodas del ser y del hacer del cronista, que es esencialmente un honor conferido por la labor hecha con anterioridad.
De seguir así las cosas, extendida la costumbre a otros segmentos sociales, pronto veríamos jugar en campo propio o en campo ajeno a tres obispos, tres rectores y tres alcaldes o decenas de concejales ilimitados. El organigrama lo permite todo. En el fondo y a la postre la carga, que no el cargo, lo pagarán los ciudadanos, léase sufridos contribuyentes. La cosa tendría guasa. ¿A quién habría que obedecer? ¿Al que tuviera, es obvio, mayor autoridad moral, mayor influencia, o más votos? Dejamos aquí la pregunta para que la responda cada uno según su leal saber y entender, es decir, según sus entendederas históricas o literarias.
Por todo ello es hora ya de levantar la voz, aunque sin molestar al vecino, para repensar sobre el “estrépito” del presunto cargo, sin ninguna carga. Paradoja pura.
Resulta lógico que cuando un cronista se aleja de su ciudad o villa, o del lugar, y pasa mucho tiempo fuera, se entere de lo que allí ocurra solo por los periódicos, si es que los lee, o por las redes sociales que le aturden si se engancha a ellas, y no resulta enganchado. En tales casos, si lo intentara, y emitiera su voz por ellas, o dejara caer su pluma, haría una telecrónica, con más o menos efectos globales, incluso virales. Si el cronista se convierte en no ejerciente, para alcanzar su título ya hizo lo que tenía que hacer, su nombramiento por lo hecho se consumó y desde que fuera elevado a los altares del reconocimiento social y oficial, ya y entonces la cosa no debió dar para más. El cronista oficial se habría alejado del pretendido acceso a funcionario, archivero-cronista, por ejemplo, casos hubo varios, lejos del referente moral, la voz del pueblo, o del respetable. Alguien en quien creer por su conocimiento de las gentes de su ámbito territorial y por su opinión en materia de pasado, costumbres y tradiciones. Vox populi, que decían los antiguos.
Resulta lógico pensar que en tales supuestos el cargo o la nominación sea y deba ser sólo y solo un referente honorífico, sin enrocarse en un pretendido posicionamiento de cronista decano, ni otras zarandajas sinónimas, sin mayor trascendencia, ni litigio. El número no tiene importancia. Tiene, por tanto, fundamento, que el ayuntamiento o el ente administrativo o gubernativo proceda con tales motivos a elegir a otro cronista o más de uno que reemplace al alejado o desconectado del ámbito de su crónica y de su conocimiento. Porque en el fondo, lo que conviene a su naturaleza o a su identidad , no es el número, sino la función, o mejor lo que produjo el merecimiento.
Volviendo por ello a nuestro discurso en voz alta, o seria, si se quiere, fue un gran teórico del Derecho Público francés, Maurice Hauriou, defensor a ultranza de la vida civil y de la libertad, quien formuló una sugestiva y sencilla teoría, que no pierde en su simplicidad la esencial actualidad. Según su doctrina, el cronista no es la figura que está al socaire de las pasiones subjetivas de los hombres, o del poder, sino la urdimbre del tejido que representa el elemento del orden, materializada en lo objetivo, lo inmutable, ante los acontecimientos, que son la obra subjetiva de los hombres. La voz de la conciencia púbica, no individual. Se puede, por tanto, perfilar al cronista como una figura, cuya duración, una vez nacido al mundo real, no depende de individuos determinados, ni de las veleidades políticas, que se pudieron residenciar en el origen del nombramiento.
En este sentido, y no sólo en éste, debe entenderse que el cronista es una institución. Una institución con personalidad jurídica y en mayor medida moral, y no lo digo yo, lo han dicho los tribunales, con una gran capacidad de acción y con una alta responsabilidad. Uno de los elementos más destacados de su patrimonio moral. La que si es impuesta (labor para hacer) pueda ser aceptada, -la independencia por encima de todo-, y la que si no le es impuesta, cada cual se la regule y administre -la libertad, por compañera-, según el libre albedrío de cada uno.
¡Hora es ya de que al cronista se le dé el tratamiento que le corresponde, y sin paliativos se le reconozca el honor que se merece! Las raíces del cronista están en su propia personalidad y en su acervo cultural, como humilde aspirante a entrar en el continente de la sabiduría.
*Artículo publicado en el Diario CÓRDOBA el 23 de septiembre de 1999 (ahora retocado levemente para incluir en el libro en preparación “Régimen jurídico del cronista oficial de municipios, provincias y comunidades autónomas”).
FUENTE : EL CRONISTA