POR FRANCISCO JAVIER GARCÍA CARRERO, CRONISTA OFICIAL DE ARROYO DE LA LUZ (CÁCERES).
El retorno a la moral tradicional, que supuestamente se había perdido durante los cinco años que la República española pervivió en paz, fue uno de los objetivos de las nuevas autoridades que surgieron después de la victoria en la guerra civil desde abril de 1939. No obstante, en esos valores tradicionales no entró la erradicación de la prostitución, más bien todo lo contrario.
El meretricio fue abolido en España en 1935, quizás el único intento serio por acabar con esta lacra de siglos. Durante los años de guerra civil fue de facto aceptada como “desahogo” de los combatientes en ambas zonas (genial como retrató este asunto García Berlanga en su película “La vaquilla”. Imagino que todos los lectores la habrán visto más de una vez). Terminado el conflicto, en el año 1941 y en un alarde de cinismo e hipocresía como pocas veces se han visto, dada la moralidad “nacional-católica” que siempre defendió el Régimen a lo largo de sus cuarenta años de existencia, la prostitución fue de nuevo reglamentada de manera oficial en todo el territorio nacional.
El objetivo teórico de las nuevas autoridades fue el de rehabilitar a las mujeres prostitutas, aunque lo que realmente escondía el “oficio” era el de una España de miseria y hambre, ya que las muertes en combate y los asesinatos durante la guerra provocó un sinfín de mujeres viudas y niñas huérfanas que llevó a contabilizar un número de prostitutas tan elevado como nunca había ocurrido, al menos en los últimos años de historia de nuestro país. De la misma forma, este aumento de la prostitución, se relacionó con un incremento sin parangón entre la población, tanto masculina como femenina, de las enfermedades de trasmisión sexual. Enfermedades venéreas que necesitaron de numerosas campañas oficiales con numerosa cartelería propagandística, ya desde la misma guerra. Acciones gubernamentales que trataron de minimizar el impacto de estos padecimientos en una sociedad que disponía de escasos remedios curativos para su completa erradicación.
Sobre esta última modalidad, en mayo de 1938 informaba el alcalde del pueblo al gobernador civil de la provincia que por la localidad de Arroyo se encontraba una niña de solo 14 años, “refugiada del pueblo de Alía” que observaba una “conducta relajada y que eran insuficientes las recomendaciones que al fin de evitarlo se le han hecho”, diría el máximo mandatario. Por lo que para evitar males mayores que podrían relacionarse con las enfermedades venéreas que comenzaron a proliferar por la villa, lo adecuado era el “ingreso de la menor en algún centro de corrección de la capital”. No tardó en hacerse efectivo el requerimiento del alcalde local, González Toril, ya que el 6 de junio de ese mismo año un oficio de Gobernación indicaba que la menor sería recluida en el asilo de las Hermanitas Trinitarias que “con dicho fin estaba funcionando en la capital de Cáceres”.Existieron tres modalidades de prostitución, y de las tres tenemos constancia en nuestra localidad durante los años de dura posguerra. La primera era la prostitución pública y conocida por las autoridades, que era ejercida a través de terceros, los hoy conocidos como proxenetas. En la documentación oficial estas personas eran catalogadas entonces como “amas”, y ejercían su función en establecimientos reglamentados y perfectamente conocidos por el consistorio y que, por otro lado, constituyeron el principal foco de interés y de control de los mandatarios del Ayuntamiento. La segunda modalidad era la ejercida “libremente”, privada en casas particulares, aunque también sujeta a inspecciones sanitarias y policiales y, por último, también existió una prostitución clandestina que era la única ejercida al margen de la ley y la única que estaba perseguida por el Régimen.
De cualquier forma, y al margen de situaciones puntuales como la de la joven de Alía, las autoridades locales pusieron el foco especialmente en las dos primeras modalidades, una prostitución sobre las que existió un control exhaustivo, aunque en absoluto, y tal y como hemos señalado en el principio de este artículo, relacionado con la moralidad tan pregonada por las nuevas autoridades franquistas, sino más bien en relación con lo puramente sanitario. Estos establecimientos eran, siguiendo la terminología de la documentación encontrada, las conocidas como “casas toleradas”. Y es que el hambre y el número tan elevado de viudas y huérfanas hizo partícipe de la “infamia” incluso a familias honestas que alquilaban habitaciones o prestaban sus casas, como era lo que sucedía en nuestra localidad, y todo ello a cambio de una pequeña participación en el lucrativo “negocio”.
La “casa tolerada” más reconocida en Arroyo, al margen de otra muy pequeña y familiar y ubicada en las proximidades de la Plaza de José Antonio Primo de Rivera, estaba situada en las cercanías de lo que entonces era la ermita de San Antón, lugar donde ejercían el “oficio” varias mujeres. El Ayuntamiento dirigido por Eufrasio Tato Sanguino, y concretamente el inspector municipal de la policía local, elaboró varios documentos por el que se tenían que regir estas casas que algunos conocían como del “pecado”. Especificaba el inspector a sus subordinados, los conocidos como “serenos”, que estas “amas” tenían que informar del número exacto de “pupilas” y meretrices que tenían alojadas en su domicilio, señalando tanto sus nombres y apellidos como su lugar de nacimiento. De la misma forma, y de manera taxativa se les exigía que bajo ningún concepto las chicas podían ausentarse de Arroyo sin el permiso expreso del inspector municipal que en los años del Primer Franquismo era Alonso de Liébana.
Con esta medida, que limitaba sus movimientos por diversos pueblos de la provincia, se pretendía evitar que alguna de las pupilas que padeciera alguna enfermedad infecto-contagiosa saliese de la localidad y pudiera seguir propagando sin control alguno lo que se consideró durante toda la década de los cuarenta como una verdadera “epidemia”. En no pocas ocasiones alguna enfermedad venérea saltó a madres de familia que en absoluto tuvieron nada que ver con la “profesión”, aunque resultaba obvio que habían sido contagiadas por sus “cristianos” esposos.
Teniendo en cuenta estos problemas, el oficio municipal de la inspección señalaba que era obligatorio que todos los sábados de cada uno de los meses del año, las “pupilas” tenían que ser reconocidas por uno de los médicos de la población. El facultativo tenía que certificar el estado puntual de salud en el que se encontraba la chica, un documento que debía entregarse al inspector municipal de la policía y que debía señalar nombre, estado sanitario y la fecha en que fue reconocida. Obviamente, si se encontraban contagiadas, debían permanecer al margen de cualquier encuentro de tipo sexual durante el periodo que el médico determinaba en el documento oficial.
De cualquier infracción sobre estas medidas fueron responsables las “amas” y no las chicas que ejercían la prostitución. Se les advertía, por otra parte, de las responsabilidades que pudiera acarrearles a algunas de esas amas en caso de contravenir algún punto de estas estrictas normas. Una advertencia que teniendo en cuenta el año en el que está fechado el documento, en el año 1945, este “aviso a navegantes” no era en absoluto baladí para el que la recibía.
Para finalizar, señalaremos que a pesar de la cotidianidad con la que se desarrolló la prostitución por toda la geografía nacional durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, no era fácil que esta temática fuese abordada públicamente ni, por supuesto, recogida por los escritores de la época. Era un asunto poco agradable para los dirigentes del régimen que trataron siempre de esconderlo y minimizarlo, como si no existiese. Por eso no tuvieron ningún reparo en censurar cualquier novela que reflejara lo que era la cotidianidad más absoluta de aquella España en blanco y negro. Uno de los casos más significativos y conocidos fue lo que sucedió con Camilo José Cela, amigo por entonces del poeta arroyano Juan Ramos Aparicio, que se vio obligado a publicar en Buenos Aires su magnífica novela “La colmena”, un trabajo que no obtuvo la aprobación de la censura franquista por sus constantes alusiones a esa prostitución cotidiana en el Madrid de posguerra. Por último, aprovecho el artículo para recomendar el visionado de la magnífica película dirigida por el recientemente fallecido Mario Camus o, mucho mejor, leer la novela original de nuestro Nobel, probablemente su mejor trabajo.