POR ANTONIO BOTIAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA. PERIODISTA
Noviembre, mire usted por dónde, daba a los huertanos cierto respiro en sus trabajos. Aunque solo fuera en los bancales, pues las bestias comían cada día del año. Por un lado, concluía la recolección de rábanos y remolachas y la sementera de los trigos. Comenzaba, entretanto, el barbecho de los bancales y se enterraba el estiércol para abonarlos. Las heladas, que ya comenzaban a campear, se combatían cubriendo las vides.
Una legión de refranes advertía de lo innecesario de la siembra. Entre ellos, aquellos que rezaban: «Quien cava en noviembre el tiempo pierde». O «si no has sembrado en noviembre ya no siembres». Las castañeras retornaban a las calles. Olía a nostalgia la ciudad. Las mujeres deshollinaban las tumbas familiares.
Muchos historiadores han referido los antiguos cementerios murcianos. Algunos, ubicados junto a las mezquitas y oratorios árabes. Otros, los destinados a los antiguos reyes, en el paraje de Voz Negra, cerca de Alcantarilla y que hasta contó con ayuntamiento propio con el devenir de los siglos.
Con el paso de las generaciones y la acumulación de cuerpos siempre fue necesario abordar una monda de los camposantos, sobre todo aquellos ubicados en iglesias. El erudito Díaz Cassou refiere que estas limpiezas eran tan frecuentes que incluso se acometieron sin que los cadáveres se hubieran descompuesto del todo.
Estaba en lo cierto. En 1788, por ejemplo, la monda de los cementerios parroquiales provocó tal hedor que media ciudad casi emigró de sus hogares. Y en 1795, según algún cronista, se volvieron a remover unos cinco mil cadáveres. Casi nada.
Tal situación pronto obligó a las autoridades civiles a ordenar la construcción de cementerios a las afueras de la urbe. Decisión que no siempre acataron los poderes eclesiásticos. Hasta ahí podían llegar sus eminencias. Eso ocurrió tras emitirse el 3 de abril de 1787 una Real Orden que obligaba al Consistorio a abrir fosas para responder a la demanda.
El Ayuntamiento propuso dos instalaciones en la zona de la Condomina y cerca del santuario de la Fuensanta. Pero el obispo advirtió de que ya tenía previsto un cementerio en la antigua Puerta de Orihuela.
Los crisantemos, olvidados
Díaz Cassou también describía en las páginas del diario ‘El Liberal’, allá por el año 1888, que en Murcia se observaba la costumbre de consumir gachas y arrope por el día de Tosantos. Aunque señalaba que en otras latitudes del mundo existía similar tradición, como los huesos de santo en Madrid o el ‘pa de morts’ en Cataluña. Como similares eran las cofradías de ánimas a las remotas y romanas asociaciones al cuidado de los difuntos.
Huesos de santo también hubo en Murcia. Muy afamados eran los que preparaba el maestro Francisco Amorós, de la confitería La Milagrosa. Y solo los elaboraba en este tiempo por lo complicado del proceso. Así, empleaba unos veinte días en preparar tan sabroso dulce, compuesto de una pasta de almendra y azúcar y crema de huevo.
Por aquellos mismos años, al comienzo de la década de los setenta, ya advertía Fernando Ríos en ‘Línea’, el de la floristería del mismo nombre, de que los crisantemos estaban pasando de moda. «Ocupan mucho lugar y es muy basto y poco decorativo», comentaba Fernando. Rosas, claveles, nardos y gladiolos ganaban terreno en los adornos de las tumbas. No hay nada nuevo bajo el sol… pero muchas cosas las desconocemos.
Por suerte, se mantenía aún el amaranto, esa espléndida flor que en Murcia siempre se llamó, por su similitud, moco de pavo. Luego las modas lo arrinconarían y hoy resulta casi inaudito encontrar alguno en los cementerios murcianos. Así somos por estas tierras. De igual forma, el tiempo arrasó la costumbre de caminar hacia los camposantos dando cuenta de alguna corona de girasol.
Quizá la más olvidada tradición sea aquella denominada la orillica del quijal o la hebrica del quijal. Se celebraba el mismo día de Halloween y estaba protagonizada por los niños que, de puerta en puerta, pedían ser agasajados por los vecinos. De hecho, como con el extendido truco o trato, también una frase se entonaba en esa noche: «La orilla del quijal, si no me la das te rompo el portal».
Los huertanos respondían a tan divertida comitiva de zagales entregándoles frutos de la tierra y del tiempo, como coronas de pipas o alguna panocha, con la que preparar los inevitables tostones. Era, según la tradición, aquello que crecía en las esquinas de los quijeros, lo que no se esperaba cosechar y como gratis se recibía así se regalaba.
Son las palomitas de maíz, tan a menudo regadas con anís y aplastadas en fuentes antes de servirse, la única costumbre que aún perdura en estas tierras. Pero vamos, le quedan cuatro días. Como al mercadillo de la plaza de San Pedro, donde todavía se ofrece arrope y calabazate sin que muchos jóvenes ya sepan siquiera de qué se trata.
La hebrica del quijal
Aquella hebrica no era una mera petición de la chiquillería. Los adultos también agasajaban por estas fechas a sus vecinos con similares regalos, sobre todo a aquellos que más falta les hacía. Y algunos gamberros, también en la noche de los muertos, disfrutaban tapiando puertas y ventanas o robando macetas por la huerta, suscitando no pocas escandaleras entre el personal.
Resulta curioso advertir que la tradición de la orilla del quijal apenas tuvo resonancia en la prensa murciana del pasado siglo. Si acaso alguna referencia, como la publicada en 1935 en el periódico ‘Levante Agrario’. Su autor, Julio Ramírez, apuntaba en el texto que la proximidad de noviembre animaba a los murcianos a extender «sus manos oferentes en pro del desvalido».
Y no pocos, señala el redactor, «llaman a las puertas cumpliendo un rito». De hecho, trasladó la habitual conversación: «Buenas nos dé Dios. Venimos a por la hebrica del quijal. Y pronto ven repletas sus cestas de limones, granadas, membrillos, mazorcas morunas…».
Por aquellos años, la década de los treinta del siglo pasado, según ‘Levante Agrario’, la costumbre era «antañosa», pero «afortunadamente no ha sido olvidada en estos tiempos de indiferencias y egoísmos, tan prosaicos y calculistas». Ni que estuviera describiendo los actuales, oiga.