POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Hace algunos años, casi diez me atrevería a decir, tuve la suerte de pasear el Museo de Tapices del Palacio Real de San Ildefonso con mi Compadre, el Sr. Bellette, acompañado por mi querido amigo, Nilo Fernández Ortiz. Temeroso que era y es un servidor del desmantelamiento de tamaña colección en aras de completar un incierto Museo madrileño de Colecciones Reales, quise disfrutar, aunque fuera una sola vez, del amor que Nilo profesa por aquellas telas tejidas en Flandes hace ya medio milenio. Humilde como todo el que rebosa conocimiento hacia el objeto amado, Nilo no dejaba de recordar que su entendimiento procedía de Concha Herrero, la gran especialista patria en la historia del arte del tapiz, aunque de su explicación fluyera un torrente de información aderezada con citas a la historia del palacio, de los reyes, de la política.
Y es que no me dirán, queridos lectores, que no tiene delito no conocer una colección de tapices como la custodiada en el Paraíso. Especialmente interesado que estaba uno en aquella conocida como Los Honores y creada por Pieter Van Aelst a mediados del siglo XVI, Nilo me hizo ver la joya atesorada entre las paredes del Palacio. Colección comprada por Carlos V y donada a su hijo Felipe, cumplía con el principio básico de formar al príncipe renacentista que estableciera Nicolás Maquiavelo en su afamada obra. También conocida como La Fortuna, en las explicaciones de mi amigo se convertía en ejemplarizante arte destinado a formar al más grande de los reyes patrios, hasta el punto de sentirnos entre el príncipe Felipe y su amigo Alejandro Farnesio, absortos de tanto ejemplo colgante de las paredes del Alcázar de Madrid.
Y, mientras Nilo proseguía con su viaje a través de las virtudes y enseñanzas que las joyas del pasado nos reservan en su silencioso olvido, empecé a reflexionar acerca de la suerte que tenemos en este Santo País de disfrutar de tamaño patrimonio. En lo que se refiere al regio, al acumulado por los reyes y reinas del pasado, hay que decir que no fue hasta el año 1865 que hubo una ley que protegiera el inventario de cuanto albergaban las posesiones reales. Que en este Paraíso hemos tenido de todo: desde prudentes reyes como Felipe II o Carlos III y, aunque parezca extraño, Fernando VII, hasta gentuza como José I Bonaparte, enajenador y ladrón del patrimonio real, entregado a placer a sus amigos y favoritas. Que muchos de estos llegaron a confundir lo que les pertenecía con lo que era de la corona; lo que es público de lo privado y personal, diferencia que, hoy en día, siguen padeciendo algunos políticos asiduos visitantes de los juzgados, también públicos.
Desde el año citado, por tanto, el patrimonio de la corona fue inventariado y metido dentro de un saco para su protección o, mejor dicho, para evitar su expolio. Durante el Sexenio Democrático, ya fuera el reinado del pobre Amadeo o la fugaz Primera República, el Patrimonio de la Corona pasó a ser del Estado, administrado por el Ministerio de Hacienda. Ya con la Restauración Borbónica, apareció de nuevo la figura del Patrimonio de la Corona, pero con el ligero matiz de estar para el uso y disfrute del Monarca, pero no a su capricho y arbitrio. De hecho, desde el reinado de Alfonso XIII, algunos de los inmuebles con todo su contenido comenzaron a estar a disposición de los ciudadanos mientras no estuviera la familia real en las inmediaciones, como ocurría, por ejemplo, en el Palacio Real de San Ildefonso. A veces, a pesar de estar los reyes en La Granja, se expedían pases para disfrutar del Laberinto o la Partida de la Reina, del Potosí o del Colmenar, con la salvedad de que el rey pudiera aparecer por ahí. En ese caso, pies para que os quiero. Cosa que, dada la afición del joven rey a la pesca en la ría, camino de la fuente de la Selva, solía ser común.
La irrupción de la Segunda República en 1931 transformó la institución en Patrimonio de la República con las mismas características o similares que durante los días de Alfonso XIII. Eso sí, el Palacio cambió al rey Borbón por el Presidente Alcalá Zamora, frecuente vecino de los veraneos en el Paraíso. Tras la fratricida Guerra Civil, el General Franco transformó en Nacional el Patrimonio que una vez fuera de la Corona o la República, colocando a la cabeza de cada sede a un administrador general tanto de los edificios como de las personas empleadas y las rentas, así como del uso que el dictador decidiera hacer de los tesoros acumulados durante siglos de monarquía.
Fue en ese punto que volví la mirada hacia Nilo, Delegado de Patrimonio Nacional, ya no Administrador, y sentí la felicidad de que mi amigo lleve en el puesto ya tantos años que se ha convertido en uno más de los vecinos de este Paraíso. De trato fácil, amable, voraz lector y amante de las buenas charlas ante un café o una copita de buen vino, siento que forma parte de lo que el Real Sitio es en la actualidad. Atrás quedaron otros Delegados y Administradores, algunos pata negra del Real Sitio como Ángel Fernández Cocero o José Antonio Martínez, otros amantes del arte y la belleza como Juan Ramón Aparicio y algunos terribles y funestos, de infausto recuerdo, como Dimitri Grigoroff Ivanoff, el único ruso nacido en Bulgaria al que tendré que dedicar algo más que un artículo para que la memoria de amigos como Felipe Romero quede tranquila allá donde se encuentren.
En cualquier caso, pasajero que es todo en esta vida, en este mundo, en este Paraíso, sólo espero que el tiempo de Nilo Fernández Ortiz se perpetúe un poco más, que sus debates sobre patrimonio e historia mantengan la llama de su pasión y que un servidor pueda encontrarse una vez más en ese maravilloso bucle de arte y política, amistad y patrimonio, vino y Real Sitio, hasta que el tiempo nos devuelva a la realidad o se detenga un instante para siempre.
Fuente: https://www.eladelantado.com/