POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO SÁNCHEZ Y PINILLA, CRONISTA OFICIAL DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
El lunes amaneció un día espléndido. El sol iluminaba la cogulla del limonero donde los pájaros revoloteaban y cantaban adelantándose al calendario primaveral. Me despertaron sus trinos con buen humor y después de desayunar, pleno de optimismo, salí a caminar. Estando en la calle, una idea inesperada irrumpió en mi ánimo y, decidí visitar a mi amigo Carmelo Cantero, que se halla incinerado en la planicie de los cerros del Morrión. Así que, me dirigí hacia el Humilladero. En la caminata iban apareciendo en mi memoria muchos recuerdos que me acompañaban y luego desaparecían, pero apareció una figura que me hizo especial mella “los Belmontes” que Carmelo elaboraba a diario siendo adolescente.
Los “Belmontes” eran unas tortas buenísimas, conocidas con aquel nombre seguramente, por la similitud de forma que se le daba a la torta y, el que tomaba el capote del famoso torero cuando seguido de un pase al toro se le pegaba al cuerpo. El patrón de las tortas lo hacía alisando la masa con un rodillo de madera y después lo doblaba hacia la mitad montando una parte sobre la otra, y así, les daba un brochazo de rica miel y una rociada de azúcar blanca, y las metía colocadas en bandejas metálicas, en el horno de leña con una temperatura ideal para su cochura; tras unos minutos en la bóveda caliente las sacaba infladas, tostaditas y pareciendo nevadas.
Los “belmontes” los preparaba durante la noche y al despuntar el día los llevaba para vender al mercado de abastos San Pedro, que estaba en el Castillo, en una gran cesta plana, muy ordenados en filas y cubiertos con una blanca cortina. Por el camino Antonia la de “Pinilla” Estrella la de “Cabrero” y Agustina la del “Bollo”, que todas tenían comercio en las esquinas de la calle San Roque y madrugaban para organizar el negocio, eran las primeras en oler y comprar estos manjares, para cuando despertaran sus hijos ponérselos en el desayuno. Al morder la torta aparecían en el paladar un contraste de sabores y enseguida notabas lo agregado a la suave masa de harina: pigmentos de cáscara de limón, polvo de canela, anís y el batido de huevos con leche, pues despedían un perfume, y ofrecían un sabor tan agradable a los sentidos de la vista, olfato, y paladar, que en ese trance disfrutabas de esencias sobrenaturales.
Disfrutaba del paseo distraído y maravillado, viendo entre olivos los jaramagos formando esteras de exquisito color amarillo y grupos salpicados de margaritas blancas, cuando otras vivencias de la panadería, donde día a día fabricaba las tortas me aparecieron. Lindaba ésta con mi casa y tenía dividido el fondo en dos estancias; en una estaba el horno circular con su bóveda y la antesala del horno, donde trabajaban y se preparaban los amasijos con los elementos propios de la industria; sacos con variadas clases de harinas, con azúcar, sal, levaduras, limones, leche, aceites, palas, borriquetes, tablas, mesas, sillas, canastas, cestos, barreños, cubos, lebrillos, estanterías con tarros de especias y cajas con carteritas de azafrán de la marca el Aeroplano, etc., y en la otra estancia se apilaban los troncos de leña y el ramón de los olivos que traían los arrieros Caracuel, el Finito, el Soguero y otros, cargado en mulos y burros, que serviría de combustible.
Recuerdo que siendo niños, al Capitán, al Cipri, Maleta, el Loperano, y algunos más, nos dejaban entrar en la leñera a jugar, y allí intentando subir a lo alto de los montones del ramón sufríamos escurrizones y arañazos, y a pesar de todo repetíamos.
Al anochecer los hermanos Antonio, Juan y Francisco Córdoba acompañados de su padre, llenaban el horno de leña y le prendían fuego para caldearlo, y cuando ésta se consumía procedían al vaciado de la ceniza. En el invierno, acudían muchas vecinas de la calle por los restos del carbón para los braseros. Estos panaderos ejercían un esmerado trabajo durante la noche elaborando pan en diversas formas y tamaños; los hacían de un kilo y de medio kilo de peso, redondos rayados en tres cantos y piezas más pequeñas en forma de vienas alargadas y molletes etc. que colocaban en largas tablas y los cubrían con húmedos paños blancos hasta ser introducidos en el horno, donde permanecerían un tiempo de cochura, y después con gran maestría los sacaban al exterior con una pala de largo mango vaciándolos en altas canastas de varetas, forradas de arpillera, fabricadas por gitanos artesanos.
Cuando habían sacado todo el pan, sus hermanas Dolores, Mariana y Estrella ya tenían preparada la masa de las magdalenas, roscos, tortas y dulces, y Carmelo la de los “belmontes”, y entraban a su faena para aprovechar el calor del horno, creándose un trasiego con la palas portadoras para introducir las bandejas cargadas con las diversas piezas de bollería y confitería; y cuando las confituras estaban tostaditas las iban sacando y llevando al mostrador para exponerlas a la venta, a donde acudían muy temprano las mujeres, siempre con prisas, para llevarse las tortas recién salidas del horno y disfrutar también del rico olor del pan calentito.
Al final de estas operaciones, el calor del horno seguía aprovechándose en el asado de pimientos rojos, a lo que solían acudir las vecinas amigas de Estrella Rosauro, la panadera: Juana Luisa Navarro, Estrella la de “Cabrero”, Antonia Castro la de “Pinilla”, María Solano, Joaquina Fernández, Anita Baeza, Gertrudis Calvillo, y muchas más, pues la panadería era por los años cincuenta un lugar de constante encuentros de mujeres, donde los comentarios sobre experiencias culinarias, sabores caseros, noviazgos y fiestas estaban al día.
Carmelo vivió en esta casa; era un muchacho de pelo negro ondulado, ojos verdes oscuros, muy agradable con la clientela, a la que atendía con diligencia; y muy querido por los amigos y conocidos. De mayor, se trasladó a Madrid donde ejerció su vida profesional de empleado de banca. Allí aprovechaba el tiempo libre visitando museos de pintura y arte, y asistía a teatros y conciertos, lo que le permitió adquirir una singular cultura y refinamiento capitalino. Después de jubilado se volvió al pueblo en busca de sus raíces y participó activamente cantando en La Coral Polifónica Nuestra Señora de la Estrella y, por Navidad, hacía “Belmontes” y nos obsequiaba con ellos, para que le recordáramos por los sabrosos desayunos de la juventud, y para que la amistad no se diluyera ni desapareciera como el azúcar en el agua.
Las tortas caseras de Carmelo debieron llevar etiquetas que las auto designasen, algo así como Hola: “soy Belmonte, tu blanca torta de harina candeal para el desayuno”