POR FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTA OFICIAL DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Un dulce y sutil aroma a margaritas, claveles, rosas, lirios y crisantemos, saludan estos días desde la puerta del Cementerio a los visitantes, que plenos de entrañables recuerdos y amor acuden a él en el Día de Todos los Santos, para acompañar y estar un rato junto a sus seres queridos que allí descansan.
Estos días, acuden al Cementerio muchas personas en solitario, parejas de mayores y matrimonios con sus hijos, formando una mescolanza emocional en este remanso de paz estremecido, que los embarga a todos en un mismo recuerdo por los que ya no están en este agitado mundo, y cargados de flores y útiles avanzan en fila por los estrechos pasillos del suelo y por los caminos y calles del recinto, hasta pararse en los lechos de sus familiares y de los amigos que reposan en este escenario común.
El día 1º de noviembre pasado, como es en mí habitual, y pienso seguir haciendo todos los años mientras Dios me de salud y pueda, acudí al Cementerio de nuestro pueblo para visitar el enterramiento de mis abuelos, padres, tíos y demás familia, y también de los amigos que allí se encuentran.
Esta fecha, el día primero de noviembre, está marcado en el calendario litúrgico como el Día de Todos los Santos, y desde tiempo inmemorial es un día entrañable para todas las familias del universo que nos trae al recuerdo el tiempo efímero que gozamos de este mundo.
Ese día, los Cementerios se convierten en centros multitudinarios de la humanidad, en “lugares de encuentro”, y en los espacios que más vida y bullicio tienen en todos sitios, a pesar de ser la residencia de los muertos.
No hay tumba, nicho, bovedilla, sarcófago o capilla, que no haya sido visitado con antelación para ser limpiado o pintado, y este día, los cementerios aparecen adornados con flores naturales o artificiales – que importa la materia, eso depende de la voluntad o de la cartera -, ese día lo que prevalece son los sentimientos en el corazón de las personas que desde cerca o lejos nos acercamos al lugar donde descansan familiares y amigos que nos dejaron, para renovarles nuestro recuerdo, la empatía que nos unió en vida, algún pasaje agradable de convivencia y orar por ellos.
El Cementerio se ofrece ese día como un precioso cuadro de la naturaleza en primavera. Los crisantemos, las rosas y los claveles depositados en paredes y bovedillas parece que están en movimiento, luciendo como mantos bordados el combinado de sus colores. Las tumbas, mal acomodadas en las estrechas veredas, colmadas de plantas olorosas se convierten en imaginarias decoraciones y las formas cuadradas de los módulos en modernos escaparates de floristería.
Y en este laberinto recibiendo dentro del horario crepuscular las sombras de los esbeltos cipreses, habitáculos perennes de aves cantoras, se encuentra el panteón que para mí tiene más recuerdos: el de mis abuelos, padres y tíos.
El panteón familiar que visito con más frecuencia, el que ilumina la fotografía de este artículo, fue mandado construir, al marmolista cordobés R. López, por mi abuela paterna María Josefa Sánchez Pérez, a la muerte de su esposo Antonio Pinilla Mengíbar, en el año 1924. En la licencia de obras dice que está instalado en el patio de Santa Inés en la calle San Eduardo, y marcado con el número 11 de la fila derecha. Tiene forma de cuna sobre dos planos, y mira a occidente, todo él de mármol blanco, rematada la cabecera con una cruz, y adornada la base con dos filas de tres columnas chiquitas a cada lado unidas por una labrada cadena metálica. Recientemente, al frente en su parte baja, se le ha adosado un nuevo escalón y un macetero de granito.
Antonio Pinilla Mengíbar, mi abuelo paterno, natural de Lopera, tuvo por sus padres a Antonio Pinilla Gutiérrez, natural de Montoro y a María Concepción Mengíbar Alcalá, natural de Lopera, y por sus abuelos a Antonio Pinilla Herrera oriundo de Calatayud, que ejerció de portero en el Juzgado de Porcuna, y a María del Carmen Gutiérrez, natural de Castro del Río.
Antonio Pinilla Mengíbar fue el primer forastero apellidado Pinilla que aterriza en Villa del Río; aquí se enamora de María Josefa Sánchez Pérez una bella nativa, y en el año 1890 se casa con ella y se instala en el pueblo, iniciando en esta Villa con sus hermanos e hijos la estirpe del apellido Pinilla.
Fueron sus hermanos Serafina, Juan Miguel, Teodoro José, y Miguel, que a su vez se multiplicarían, siendo por tanto todos los apellidados Pinilla de Villa del Río, procedentes del mismo tronco.
María Josefa Sánchez Pérez, mi abuela paterna, era hija de Antonio Sánchez Chamorro y de María Estrella Pérez Sigler, ambos oriundos de este entrañable lugar y con primitivas raíces aldeanas.
Ese año 2015 como cualquier otro pasado, para los que residimos fuera de Villa del Río, nos produjo un gran placer encontrarnos a personas conocidas, con las que confraternizamos y recordamos anécdotas de tiempos que, algunas veces, se remontan hasta la infancia con nuestros maestros/as y condiscípulos de protagonistas. ¡Qué alegría da, ver y saludar a tanta familia y amistades! Y haber disfrutado un año más de ellas en encuentros ocasionados con motivo del Día de Todos los Santos y con la visita al Cementerio, un lugar tan limpio y cuidado que te permite disfrutar de paz, serenidad y de la belleza que adquiere el recinto en esas fechas cada año.
Al salir nos vamos con la tranquilidad de saber que en este camposanto, en todo momento hemos gozado de la protección de nuestra Madre y Patrona la Virgen de la Estrella, representada en una bella estampa en azulejos, obra del imaginero paisano Miguel Pérez, la que situada sobre un esmerado plantel de flores y mirando al Norte, cubre con su manto y ampara con su dulce mirada a todos los que allí llegan y la buscan, y a los que descansan en Paz.
Gracias, excelsa Madre y Patrona, por tu sagrada bendición.