EL DIA DE TODOS LOS SANTOS. HACE CIEN, DOSCIENTOS Y CINCUENTA AÑOS.

POR AGUSTIN DE LAS HERAS, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIÉLAGOS (MADRID)
«Homo sum, humani nihil a me alienum puto» (Hombre soy, nada humano me es ajeno) » Publio Terencio.
Relativizar la vida es algo ajeno para quien piensa que lo malo sólo les ocurre a los demás. Quizás sea mejor vivir en la ignorancia, no digo que no, pero al menos vivir los instantes.
Pero hay otra forma de relativizar la vida y es relativizar la muerte.
Hace unos días, en Sigüenza, en el XLVIII congreso de la Real Asociación Española de Cronistas Oficiales, presentando brevemente mi trabajo extenso que será publicado sobre, Valdepiélagos, de aldea a villa, les decía a cronistas de ciudades históricas y monumentales que, Valdepiélagos, no tenía catedral, ni tumbas de personajes ilustres. Pero tenía tumbas insignes, egregias para nosotros, de vecinos que habían vivido en nuestra pueblo. Y que sólo por eso, no merecían ser olvidados. Y esa era parte de mi labor de cronista.
Y como nada humano nos debe ser ajeno, nada nos impide pensar en quienes habitaban Valdepiélagos y hace cien o doscientos años, nos dejaron. Porque al fin y al cabo muchos de sus descendientes paseamos por un pueblo en el que ellos vivieron y murieron. Y sin ellos no seríamos nada.
Pues bien, en el próximo día de Todos los Santos recordamos a quienes nos dejaron hace cien años, enterrados ya en el camposanto actual:
Catalina Calleja Toro que falleció el 4 de mayo de 1923, a las cinco de la tarde, a consecuencia de una asistolia. Tenía 70 años.
Leona López de la Fuente, que falleció el 15 de agosto de 1923, a las tres de la tarde, de senectud, a la edad de 76 años. La ancianidad estaba, en otros términos.
Genaro Rubio González, fallecido el 18 de octubre de 1923, a las cinco de la mañana. Este vecino había nacido en Valdenuño Fernández y murió de tuberculosis.
Y a aquellos que marcharon hace doscientos y fueron enterrados en el interior de la iglesia:
Esteban Martín, marido de Jacoba Contecha, que murió el 2 de marzo de 1823, a la edad de 32 años, poco más o menos (escribe el señor cura).
Demetria Ignacia Puentes Frutos, hija de Antonio y de Balvina, que falleció el 25 del mes de marzo de 1823, párvula (es decir, sin que llegara a pisar el colegio).
Eudulia Frutos, viuda de Casto López (de El Casar), que murió el 28 de abril de 1823.
María Vicente, hija de Manuel y de Juliana, que murió el 2 de octubre de 1823, a la edad de 30 años.
Balbina Moreno, mujer de Víctor Estaca, abuela del ilustre pintor Alejo Vera Estaca, máximo exponente de la pintura histórica dentro del romanticismo, autor del cuadro “Numancia o el último día de Numancia” expuesto en la Diputación Provincial de Soria. Balbina, murió el 6 de noviembre de 1823, nueve años antes que se casará su hija Norberta con Alejo Vera, quienes se fueron a Viñuelas, por motivos de trabajo del padre, naciendo allí el pintor. Y qué curioso, la abuela Balbina murió en Valdepiélagos en 1823 y el insigne pintor, su nieto, murió en Madrid, cien años después, el 4 de febrero de 1923.
Inocencia Eugenia Montero, que murió el 25 de noviembre de 1823, tenía como, de nueve a diez años, hija de Francisco Montero, menor, y de Juliana Vicente.
Vicente Pascual, soltero de 19 años, hijo de Alejandro y de Francisca, ambos difuntos, falleció el 6 de diciembre de 1823.
Y por último, párvula hija de Salustiano García y de Librada López, nacida y fallecida el 17 de diciembre de 1823. Bautizada con agua de socorro por su tía María.
Vidas y muertes olvidadas que, como cronista, no quiero que sean olvidadas.
Y tratado ya lo que aconteció hace cien y doscientos años voy a contar lo que cuento año tras año en primera persona. Hace 50 años, cuando acompañaba a mi madre al Cementerio de La Almudena, en Madrid, veía cómo según cruzabas el umbral de las puertas de hierro y zonas delimitadas que constituían osarios olvidados, la vida había pasado. Más que en los nombres me fijaba en las fechas. Y pensaba que el intervalo entre el nacimiento y el óbito fue una vida cualquiera. Una vida de alguien que no pensaba morir, que fue hijo o madre, que fue amado o no, pero que sin duda amó. Que tuvo sus pensamientos y sus deseos y que sin duda soñó. Y todo aquello ocurrió entre dos fechas. Y si en algún momento a alguien importó, su único recuerdo ahora es la suerte de tener una lápida por un tiempo hasta que sea olvido de generaciones que también morirán.
Me fijaba en decesos acaecidos antes de los años treinta del siglo pasado, que no conocieron la guerra, como así la llamaba mi abuelo. Y avanzando por filas y más filas, intuías gente que murió durante la guerra, otros que murieron en las enfermedades y hambres de los cuarenta. Luego los que no llegaron a ver cómo el hombre pisaba la luna y según avanzabas, avanzaba la historia.
Un cementerio te muestra la poca huella que dejamos. Y la relatividad de quien somos más cerca de la nada que de un algo.
Los cementerios de las ciudades son fríos y anónimos porque quienes reposan al lado es muy posible que nunca se conocieran, es más, que nunca caminaran por los mismos lugares. Pero ya en el nombre va algún cambio.
Valdepielagos tiene su cementerio a la entrada o a la salida, según vayamos o vengamos. Pero para la mayoría de los mayores no es cementerio, sino camposanto.
En una ladera que cae hacia la carretera, las tumbas se colocan en hileras. Pero aquí los apellidos se repiten y se mezclan. En las primeras filas está enterrada mi abuela Antonia Frutos Gil, que murió en 1932, al poco de nacer mi padre. Estos apellidos se irán repitiendo más arriba. Porque aquí la historia va ladera arriba. Por encima están mis bisabuelos Agustín y Ceferina. Y más alto, por los 70, está la tumba de mi abuelo Emigdio de las Heras Pascual, y los apellidos se vuelven a repetir muy cerca. Y no lejos la de su hermano Casimiro. Y en las lápidas se van acercando a los 80 y 90. Aquí tengo uno de esos recuerdos como las imágenes en una niebla. Una conversación extraña entre mi madre y un hermano de mi tío Emilio, que le llamaban Nanete.
Entre cañas y bromas le decía que tenían que hacer más tumbas e ir ladera arriba. Y entre risas le dijo que si quería una para ella. Recuerdo esa conversación como si la estuviera viendo. Y los «no me seas» o «que mala leche» se cruzaron. Pues muy cerca de aquello Nanete murió de repente y poco después mi madre. Y sus apellidos también se grabaron en mármol, Martínez Aroca ella, y González Gil, él.
Por eso cuando voy al pueblo me fijo en esa ladera. Que aun fría por el destino no es tan fría como en las ciudades. Allí, amigos y familiares están eternamente juntos, rodeados del olor a membrillos y mirando enfrente la casi eternidad de algún olivo.
FUENTE:
@agustindelasheras
@cronistadevaldepielagos
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