POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)
Llegaban las Fiestas del Centenario, don Porfirio cumplía el 15 de septiembre de 1910, ochenta años de edad; si México estaba encarnado en Hidalgo, iniciador de aquella guerra, a don Porfirio se le ocurrió en la impecable lógica de un dictador octogenario a quien hace mucho tiempo nadie ha osado increpar: “yo encarno a Hidalgo”; así se le hizo sentir al pueblo en la parafernalia de las fiestas: los rostros de Hidalgo y Díaz flotaban a la par.
A alguien se le ocurrió invitar al doctor Agustín Rivera como orador para la ceremonia de apoteosis de los caudillos y soldados de la Guerra de Independencia, evento que cerraba las Fiestas del Centenario, en el Patio Central de Palacio Nacional ante un túmulo funerario en el que serían depositados por unos días los restos de sus principales héroes que serían llevados en solemne procesión desde la capilla de San José de la Catedral Metropolitana.
Ya la recién creada Universidad Nacional de México había decidido otorgar a Rivera el doctorado honoris causa “por haber consagrado su vida a la Historia de México”; entre muchos extranjeros, el reconocimiento se dio solamente a dos mexicanos, el otro fue para José Yves Limantour, mismo que debemos ver con la reserva del caso.
En torno a la designación de Rivera como orador, en “El último brindis de don Porfirio” escribió Rafael Tovar y de Teresa: “No es superficial entender por qué fue un religioso, don Agustín Rivera, un gran conocedor de la historia de México, quien participó como orador al final de las fiestas conmemorativas: aunque hablara a título personal, con él estaba la voz de la Iglesia, que tampoco estaba fuera de la apoteosis”. Difiero de lo anterior; la voz de Rivera no era la de la iglesia sino la de un liberal que iba muchos pasos adelante que la iglesia, motivo de sus principales problemas desde siempre.
El personaje llegó a la Ciudad de México el 27 de septiembre, en plena lucidez aunque con 86 años a cuestas. Proveniente de León, Guanajuato, su recepción fue tumultuosa; visitó al presidente Díaz en audiencia privada y diferentes personalidades así como periodistas desfilaron ante él durante varios días. El túmulo funerario encargado a los hermanos Mariscal, cual Estela de Luz, tardaba más de lo previsto, por lo que la ceremonia ya no se efectuó el 30 de septiembre para cerrar las fiestas, sino hasta el seis de octubre.
Don Porfirio se encontraba malhumorado, aunque todo su malestar se le carga a un supuesto dolor de muelas, hay más que eso. Por doquier llegan a palacio informes de probables brotes de violencia que se esperan para el veinte de noviembre a las que ha llamado el tal Madero, y aunque la prensa en general ha aprendido a callar, el hombre mejor informado de México está consciente de esto.
Para colmo de males, se ha adivinado en Rivera, luego de sobrados días de publicaciones periodísticas, al sacerdote nativo de un punto cercano al Bajío, como Hidalgo; es un ilustrado, un liberal, constantemente acosado por los conservadores a ultranza, con fuertes rasgos españoles, que fuma puro, varonil, guasón, a quien poco importan las opiniones de los fanáticos y las beatas… con el perdón del señor Presidente de la República, parece que llena mejor las calzas del padre Hidalgo.
Con ese sabor de boca se lleva a cabo la fastuosa ceremonia con la que cierran las Fiestas del Centenario; la invitación correspondiente habla de que “el Señor Presidente de la República y su Gabinete se dignarán honrar con su presencia la ceremonia”, faltaba más. De los ocho puntos del programa, en el segundo interviene a nombre del gobierno el secretario de Relaciones, Enrique Creel; sin el mayor tino, a alguien se le ha ocurrido en el tercer punto del programa, la interpretación de “El crepúsculo de los dioses”, obra escrita en 1876 -año en que Díaz asaltó el poder- que habla de un anillo maldito hecho con material robado, mismo que causa la muerte de Sigfrido y destrucción de la morada de aquellos que se sentían dioses. Esto seguramente no lo sabía Díaz ni nadie se hubiera atrevido a decírselo, pero queda…
Llega el cuarto punto, la intervención del doctor Rivera; acostumbrado por décadas al uso de las más altas tribunas, no debió haberle turbado el escenario en lo más mínimo, pero al paso de los minutos, algo ha disgustado al presidente; la versión oficial es que tardaba mucho aunque con olfato crítico se detecta una cita que ha referido de Hidalgo, en respuesta al ofrecimiento de indulto por parte de Calleja: “El indulto, Señor Excelentísimo, es para los criminales, no para los defensores de la Patria… «. Desinformado de lo que ocurría en la república, sin la mayor malicia, Rivera insertó la cita aunque, tal cual estaba México, en fermento, listo para una revolución que estallaría a poco más de un mes.
Escribe Federico Gamboa: “detrás de mi asiento -algún ayudante- me habló al oído: El jefe lo llama […] llegué junto a él: vaya usted y dígale al doctor Rivera que abrevie su discurso. No cabía apelación. Torné a ruedo y me acerqué a la tribuna en que el padre, engolfado con su lectura, continuaba impávido […] le hablé por lo bajo, y nada […] se volvió a mirarme: ¿qué se me ofrecía? En planísimo tono le disparé la bomba: El presidente ruega a usted que corte su discurso. Muy contrariado reanudó la lectura […] que suspendió y lo acompañé a su lugar […]”.
Al respecto escribió Mariano Azuela: “Un viejo blanco de canas y surcado de arrugas, doblegado por 86 años, tenía que desilusionar a los efebos de la corte porfiriana que habrían preferido una tanda en “El Principal” o una malabarista del circo “Orrin”, a un desmañado orador de pueblo. Cuenta don Federico Gamboa en el libro de sus Lamentaciones, que como se prolongara el discurso del padre Rivera, el presidente Díaz le ordenó se acercara a la tribuna y le diera aviso de cortarlo. Eso no debe haber sorprendido mucho ni poco al viejo orador.
“No fue nada extraño por tanto que el padre Rivera, alejado medio siglo en su oscuro retiro, se hubiese olvidado que en las repúblicas lo mismo que en las cortes se imponen las fórmulas protocolarias, pero tampoco lo fue que el buen don Federico, creyendo hacer una ironía a costas del viejo sacerdote, se haya exhibido en funciones no muy airosas en la corte porfiriana”. Azuela, Mariano, O.C. pp.501-502
El doctor Rivera regresó a León de los Aldamas en donde el 20 de octubre terminó de escribir la obra que daba como regalo a México por el centenario del inicio de nuestra Guerra de Independencia: “Anales de la vida del padre de la patria, Miguel Hidalgo y Costilla” y al mes, se cumpliría el presagio invocado desde aquella tribuna: toda la nación advertida ya en fermento… iniciaba el derrumbe de la morada de aquellos dioses que habían erigido su imperio con material producto de la malversación; iniciaba la Revolución Mexicana, otra gran historia.