POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Aún muchos años después habría de santiguarse la venerable gitana María cuando recordaba siquiera aquella terrible mañana en que encontró, en pleno corazón de Murcia, la cabeza de un hombre metida en una caja. Y no había tilas en el mundo, ni jaculatorias faraónicas ni rituales contra el mal de ojo que lograran despertar en ella la más leve sonrisa. Eso ocurrió, precisamente, hace justo medio siglo. Y la ciudad se estremeció al conocer la noticia.
La mujer, María Moreno, acompañada por su hija de corta edad, andaba a la búsqueda de papel y leña en un solar próximo a los Pasos de Santiago, donde se levanta el templo del mismo nombre, cuando descubrió una caja de insecticida, de cartón, cilíndrica y de unos cuarenta centímetros de altura. Serían las doce de la mañana.
El descubrimiento de la caja, que parecía nueva, alegró a la mujer, quien acaso creyó que encontraría en su interior alguna bagatela que vender. Pero lo que halló fue, aparte de un susto descomunal que casi le detiene el pulso, una cabeza humana. Con su pelo y todo.
María regresó a su casa, como alma que lleva el diablo, en las viviendas sociales que se levantaban junto a la antigua lonja de San Basilio, aquellos edificios por donde no era raro ver asomar a un burro por las ventanas de los pisos más altos.
Después de contar lo sucedido, sus vecinos le aconsejaron que regresara al lugar, recuperara la caja y diera parte a la Guardia Civil. Unas horas después, los agentes se hacían cargo del macabro descubrimiento y comprobaron que se trataba de un cráneo «con algunas adherencias de tejido humano, en el que se adivinaba una barba cana», por lo que se supuso que pertenecía al cadáver de algún anciano. Y comenzaron las pesquisas con la misma celeridad que el hallazgo inquietó a la población, animó las pláticas en los bares e hizo santiguarse a las más beatas a la puerta de las parroquias.
Por aquellos días, además, la sociedad murciana andaba estremecida por al muerte de cuatro hermanos y la detención de sus padres, el matrimonio Martínez del Águila. Los pequeños, en realidad, habían sido asesinados por su hermana. Aunque eso se supo más tarde. Solo faltaba entonces que algún maniaco anduviese cortando cabezas por la ciudad.
La inquietud, pese a todo, duró tres días. La investigación impulsada por el comisario José Castillo Fenoll permitió detener a dos jóvenes, de apenas veinte años de edad y que relataron el increíble periplo que siguió la calavera hasta su llegada a Murcia. Porque venía, ni más ni menos, que del cementerio de Catral.
Daniel Diego Miller, natural de Almoradí y empleado de banca, junto a un amigo, Alfonso Cortés, quedaron como otras veces para tomar unas copas el día de Reyes. El diario ‘La Verdad’, dando cuenta de los hechos, publicó que «ya se saben cómo son los pueblos. Al casino, a la barra del bar, al baile, al cine…». Y de allí al cementerio.
Los jóvenes, quienes reconocieron que llevaban un tiempo dándole vueltas a la idea, se desplazaron en bicicleta hasta el antiguo camposanto de Catral, saltaron la tapia y eligieron una sepultura. «Arrastraron un cadáver al exterior y, mientras Daniel lo sujetaba por los hombros, Alfonso desprendió la cabeza de su sitio», relató ‘La Verdad’. Ambos regresaron al pueblo con «su cráneo debajo del brazo». Tan tranquilos.
Un hedor insoportable
El objetivo de la gamberrada no era otro que intentar pulir la calavera. Pero Alfonso tuvo que regresar a Murcia, donde estudiaba, y decidió traer hasta la pensión de la ciudad su macabro trofeo. Una vez allí, no se le ocurrió otra cosa que introducir la cabeza en un cubo de agua hirviendo. Pero, aunque la carne se reblandeció, permanecía pegada al hueso.
No sucedió así con el hedor que emanaba de aquella terrible cocción, un pestazo que inundó toda la pensión y provocó las protestas del resto de inquilinos. Ni imaginaban entonces, para su tranquilidad, de dónde provenía tan insoportable olor.
Alfonso, ya experto en hacer una tontería tras otra, decidió entonces sacar la calavera de la pensión y depositarla en un solar próximo a la casa de los Nueve Pisos, donde la gitana María vino a encontrarla por casualidad y por desgracia para ella. Pensaba Alfonso recuperar el cráneo «cuando se le fuera la peste». Aunque no le dio tiempo. La Policía lo detuvo junto a su amigo Daniel y ambos fueron ingresados en la Prisión Provincial.
El descubrimiento de los autores del delito fue casi inmediato porque la caja que atesoraba la cabeza llevaba unas señas escritas: las del representante del insecticida, José Fabregat, quien proporcionó a los agentes una listado con todos sus clientes, entre ellos Daniel, a quien visitaron en su casa.
El joven se derrumbó ante la Policía y confesó tan curiosa historia, lo que permitió el arresto de Alfonso. La única incógnita por resolver era esclarecer los motivos que habían impulsado a los jóvenes a profanar una tumba.
‘La Verdad’ se limitó a explicar que no se conocían las razones por las que decidieron «poseer tan macabro objeto, por lo que se supone que se trataba de una broma o un capricho». Broma que pudo costarles un disgusto. Con el Código Penal en la mano, Daniel y Alfonso se enfrentaban a una acusación por tres delitos.
El primero de ellos era la profanación de cadáveres. Una de las modalidades de este tipo penal describía el hecho de mutilar un cadáver, separando la cabeza del tronco. La pena aplicable era la de arresto mayor, de un mes y un día a seis meses y multa de 5.000 a 25.000 pesetas. Además, eran autores de un delito de exhumación ilegal y, por último, de un atentado contra la salud pública, tras reconocer que habían trasladado (al menos, Alfonso) la cabeza a Murcia, abandonándola a su suerte en un descampado.
El titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Murcia José Guelbenzu Romano emitió también un curioso comunicado oficial que encabezó con estas líneas: «A los directores de Prensa y Radio tengo que hacer unas declaraciones -para su inserción y publicación si lo estiman conveniente- de gran interés». En su nota, Guelbenzu felicitaba a la Policía y a la Guardia Civil por el éxito de sus pesquisas y ensalzaba «el espíritu cívico de la mujer que descubrió el resto humano». Era María Moreno, a quien se le quitaron para siempre las ganas de rebuscar en cajas misteriosas.
Fuente: http://www.laverdad.es/