POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Que nada prevalece y todo termina por olvidarse, redunda en una máxima eterna en esta España que con tanta frecuencia maltratamos. Nada nos cuesta destruir nuestra memoria y entregar la explicación del presente a la voraz inventiva de los que nada quieren saber del pasado y solo alumbran fantasías sustentadas en las mentiras más sonrojantes. Baldío acaba por resultar el esfuerzo inane de quienes decidieron durante toda su vida tratar de mantener la conexión entre el engañoso presente y el pasado real que los archivos y bibliotecas patrios custodian, que el patrimonio relata. A la espera de que alguno decida poner un pie en esos templos de la verdad histórica, los viejos Maestros no han dejado de esforzarse durante decenios en propagar en balde el maravilloso veneno que el saber implica. Hoja tras folio, pergamino tras diploma, el ayer nos grita su sordo saber sin que encuentre respuesta en las mentes corroídas por el presentismo más falaz.
Y no piensen, queridos lectores, que es una tarea baladí esta de abrir las mentes a la lectura del pasado para provocar la reflexión sobre el presente. Aún así, de vez en cuando, algunos lo van consiguiendo y, paso a recuerdo, acaso a remembranza, los destellos del pasado acaban por iluminar de modo tenue la imagen de lo que fue y nos precedió, dando sentido a lo poco que de ello tiene nuestro vivir.
En esos pensamientos se encontraba un servidor el otro día cuando uno de esos destellos me asaltó camino de la fresneda que atesora el Soto de Revenga, en la senda de la Puerta de Castellanos que daba paso al predio de los montes del Palacio Real de Riofrío. Justo al coronar el altozano del Robledo asomó una miaja el sol por la cresta de Matabueyes para impactar en el paredón descarnado y fantasmal en que se ha convertido lo que una vez fuera el vestigio más importante de la ermita del Robledo.
Destruida seguramente durante las guerras napoleónicas, a decir del Maestro Pompeyo Martín, constituía uno de los eremitorios y humilladeros originarios del asentamiento primigenio en el valle de Valsaín y la nava de San Ildefonso. Establecidos los peones en los cuarteles asignados a los caballeros segovianos tras el acuerdo privilegiado por Alfonso X de Castilla de 1273, los lugares sagrados fueron remaneciéndose a estos pobres trabajadores del pasto y la madera conformando hasta seis construcciones con finalidad religiosa. De todos estos lugares para el culto, solamente pervive en la actualidad la ermita de San Ildefonso, protegida y restaurada de forma integral por Patrimonio Nacional hace ya tanto tiempo que solo los más sabios recuerdan haber jugado a apedrear el campanil de la raída espadaña a la sombra del Jardín de la Botica.
Del resto, sombras y recuerdos es lo único que pervive: ni un muro de San Bartolomé, en los Llanos; apenas un remedo de planta en Santa Cecilia que ha cedido hasta el nombre del puente que jalonaba su camino; de la ermita de Valsaín, dedicada a la Virgen del Rosario, prevalece parte de la espadaña, convertida al menos en vivienda familiar tras su destrucción durante los combates en mayo de 1937; el muro y las míseras mamposterías despanzurradas de Nuestra Señora de los Remedios bajo el abrigo del Montón de Trigo gritan a la legión de caminantes y ciclistas que transcurren con orejeras por el lecho que la historia les ofrece. Esta, en las cercanías de la Fontefrida de los romances medievales, que fuera cuna del Rinconete cervantino; a la vera del albergue real que ordenara construir Felipe II a mediados del siglo XVI para aliviar el paso de la sierra como ya había hecho Doña Anderaço, esposa de Guitierre Miguel, Portero Mayor que fuera de Alfonso VIII de Castilla a finales del XII; siendo el más antiguo de los templos documentados del Paraíso, sufre del mismo olvido que ha llevado a las instituciones públicas a derribar el recuerdo de la ermita del Robledo. Aquella, que aliviaba el pesar de los peones en el camino mayor de las mestas castellanas desde Segovia hasta los pastos transerranos, pasando por el esquileo de Santillán hacia el batán de Vargas en las cercanías de la Casa del Bosque de Valsaín, ha terminado por sucumbir a la desmemoria en que se ha convertido de un tiempo a esta parte la gestión del patrimonio en este Santo País.
Derrumbadas sus paredes a principios del siglo XIX, bóveda y contorno habían sido reutilizados en levantar casa de guardas y casetón para las caballerías. Ahora bien, la pérdida de uso y el no-conocer y no-querer-saber en que se ha venido educando a generaciones de españoles indiferentes al pasado ha acabado por convertir lo que otrora fuera ermita transmutada en hogar en muro podrido y desvencijada cubierta; lo mismo que ocurrió con la casa de los guardas de Cabeza Gatos; con la Casa de la Pesca, en la orilla del arroyo Minguete; con la Venta de los Mosquitos en el puente de la Cantina; con la Casa del Cebo y su jardincillo; con la Caseta del Carretero en los Corrales del Pasadizo. Con la guardería de Navalpinganillo o el hotel del ingeniero Federico Cantero Villamil en el salto del Olvido. Con la casa de la luz de la Infanta Isabel en la Cascada del Huevo. Con la Máquina Vieja y su industria renovadora. Con el Palacio de Valsaín y su vanguardismo borgoñón.
Todos estos edificios, recursos construidos con los excedentes esquilmados del trabajo de los súbditos, base para rememorar el principio y sentido de todo lo que se originó en este paisaje durante casi un milenio, han acabado por desaparecer justo en el momento en que les correspondió a los parásitos del presupuesto público su protección, preservación y divulgación.
De modo que, cegado por el tenue destello que rebota en el ridículo paredón en que han convertido el recuerdo de la ermita del Robledo, seguí mi caminar con mi Compadre, el Sr. Bellette, convencidos de que no nos queda otra que atesorar cada brizna de recuerdo, cada reflejo de nuestro pasado glorioso en cualquiera que sea el vestigio patrimonial. Todo, absolutamente todo, acabará por perecer o, lo que es peor aún, por perder el sentido que lo originó, transmutándose cada edificio, cada construcción histórica, cada documento, códice y pergamino en fantasma apolillado de una verdad que a nadie parece ya interesar.