POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (LAS PALMAS)
En una laxitud, ineludible a los días agosteños, en la que todo se mira con cierta distancia, entre el calor sofocante y el resplandor de los fuegos que devoran una hermosísima masa forestal en Tenerife, he recordado unos versos de Miguel Hernández, de su libro ‘El rayo que no cesa’ (1936), que se preguntan «¿No cesará este rayo que me habita/ el corazón de exasperadas fieras/ y de fraguas coléricas y herreras/ donde el metal más fresco se marchita?». Y es que, en Canarias, en esta isleña y «antigua fragua de Vulcano», aunque «sus fraguas están apagadas o inundadas de flores» –definición del profesor Francisco Morales Padrón (1967)-, el fuego, de uno u otro origen, ha sido siempre una constante con la que se ha tenido que convivir, que ha marcado su devenir, y hasta su identidad.
Qué pensaría el mismísimo Cristóbal Colón, tan atento a cualquier detalle náutico, geográfico o natural, que fuera elocuente para sus viajes descubridores, al ver el fuego coronando aquella gran y subyugante isla, mientras la bordeaba en su ruta a La Gomera, aquel jueves 9 de agosto de 1492, como se recoge en la ‘Relación del primer viaje de D. Cristóbal Colón para el descubrimiento de las Indias’ –transcripción de Bartolomé de las Casas- (edición anónima española de 1892), «Vieron salir gran fuego de la sierra de la isla de Tenerife, que es muy alta en gran manera». No lo sabían, pero fueron testigos privilegiados de la erupción de Boca Cangrejo. El Teide y su entorno, donde el fuego reinó y moldeó paisajes y naturaleza, donde creó identidades, esplendores que ya, a finales del siglo XVI, cantaba y elogiaba Bartolomé Cairasco de Figueroa en su poema ‘Las grandezas de Nivaria’, y señalaba como «Y, aunque muestra el remate puntiagudo/ en él, la poca gente que allá sube/ descubre una redonda y ancha plaza/ que exhala en muchas partes fuego y humo/ y de sulfúrea piedra copia grande».
Mucho antes de la conquista de las islas, marinos genoveses (1341) y vizcaínos (1394) fueron testigos de las llamaradas volcánicas en Tenerife, donde siglos después, en 1706 la erupción de ‘Trevejos’, o ‘Garachico’, fue notoria y muy dura para quienes habitaban aquellos lugares, y muy recordada, y ya fotografiada, la erupción y fuegos del volcán Chinyero en 1909. Pero sustantivo y elocuente es que, como se dijo en reiteradas ocasiones, el nacimiento de quién tantas luces trajera a las islas estuviera acompañado por el resplandor de los fuegos del Timanfaya, que, desde el 1 de septiembre anterior moldeaba todo el entorno que hoy conocemos como Tierra del Fuego, que tanto identifica a Lanzarote en particular, como a Canarias en general, de la que Andrés Lorenzo Curbelo legó un pormenorizado relato, en el que no sólo se deja minucioso relato de lo que acontecía, sino que del mismo se desprende un percepción de lo que el fuego representaba para los isleños. Era la noche del 28 de diciembre de 1731, en Los Realejos, Tenerife, cuando nacía José de Viera y Clavijo y el fuego lanzaroteño era tan intenso que se percibía casi en todas las islas.
El fuego no sólo ha sido un elemento destructor, que en su fiereza y voracidad fue incluso divinizado y reverenciado por pueblos que no podían contenerlo, pero que también necesitaban de él, sino que, como ha apuntado, en su ‘Estudio antropológico del impacto del fuego en el ser humano’ (2017), el investigador de la Universidad de Valladolid Rodrigo González Sánchez, «ayudó de forma decisiva a la formación de redes sociales complejas y a la creación de un imaginario propio». El fuego ayudó a la misma evolución del ser humano, como señala el biólogo Faustino Cordón, en su obra ‘Cocinar hizo al hombre’ (1980), al aprender a utilizarlo para transformar y elevar las capacidades nutritivas de los alimentos.
Sí antes del siglo XX los incendios se debían a causas naturales, volcanes, rayos, quizá elevadas temperaturas, o a incidencias sociales, como quema de bosques para ganar terrenos de cultivo, o por reivindicaciones como la acontecida en Puntagorda, La Palma, entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que obliga en noviembre de 1804 al alcalde mayor de la isla y al síndico personero del lugar a abrir un informe sobre el incendio de los montes de su jurisdicción, a lo que ha dedicado un interesante estudio Horacio Concepción García, ‘Incendios y hambre de tierras (Puntagorda, siglo XIX)’ (2016), en el siglo pasado y en el presente las causas son muy diferentes, y se llegan a clasificar en incendios de ‘segunda’ o de ‘tercera’ generación, que se dan cuando el abandono del medio rural es más que notorio, pues, como apunta el ingeniero técnico torestal del Cabildo de Gran Canaria Dídac Díaz Fababú, «tenemos unas acumulaciones desmesuradas de combustible forestal y ahí es cuando nacen lo que conocemos como grandes incendios forestales: aquellos que de una forma continuada están fuera de capacidad de extinción». Aunque, en la situación actual, se habla ya de incendios de ‘sexta generación’, los que «liberan tal nivel de energía que modifican la meteorología de su entorno creando tormentas de fuego». Son megaincendios «causados por la aridez extrema» a «consecuencia del cambio climático», como recoge Greenpeace en su informe ‘Protege el bosque, protege tu casa’ (2023).
El fuego es dolor, pero también es vida; es debilidad de la que se deben, y se pueden extraer fortalezas, como ha demostrado el ser humano en el devenir de su historia. En Canarias el fuego, a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado y en este siglo XXI, ha sido «un rayo que no cesa», un acontecer que marca la misma realidad sociológica y poblacional. Si de algunos grandes incendios su origen sigue sin conocerse, o fueron causados por la misma naturaleza, un porcentaje muy elevado se debió a la acción humana premeditada o accidental, a una ocupación y uso del territorio que es muy propicia a estos fatídicos resultados. Ninguna isla ha sido ajena a estas lamentables y dolorosas situaciones. Pero con enorme capacidad de resiliencia, de voluntad de volver a empezar, como el propio pino canario que renace de sus cenizas, también el fuego ha enseñado a buscar soluciones y nuevos emprendimientos, algo que, como en siglos anteriores, ha marcado la historia, la cultura y la identidad insular.
Hoy, tristemente, es de nuevo la hora de Tenerife, pero toda Canarias la asume como la hora propia, pues con ella todas viven y sufren la tragedia. Todo el Archipiélago espera que estos acontecimientos no se vuelvan a repetir, y se deberán tomar las medidas más potentes de prevención y control del riesgo, como se deberá aprender la lección de una vez por todas y tener los recursos necesarios. Pero esto no será suficiente sino no comprendemos bien tanto cual ha sido y es el papel del fuego, como que significa y requiere en la actualidad el uso y la conservación de los bosques, de los pinares, de los palmerales, de los parajes naturales donde viven endemismos que son identitarios y pueden desaparecer para siempre. El fuego en estas islas es un rayo que nos habita y que no cesa, por los que debemos entenderlo para liberar «el corazón de exasperadas fieras/ y de fraguas coléricas y herreras».
FUENTE: https://www.canarias7.es/opinion/firmas/juan-jose-laforet-fuego-cesa-20230824230541-nt.html