POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Íñigo iba a servir a otro poderoso deudo, Antonio Manrique de Lara, el II Duque de Nájera y Virrey de Navarra, quien además de su ejercito señorial, mandaba una parte de las tropas reales, y tenía ante los monarcas prestigio y consideración. Podríamos decir que ningún sitio mejor para emprender la carrera militar.
Al servicio del Duque de Nájera, su vida militar
Pero, sin embargo, al llegar a Navarra, no fueron las campañas militares sus primeras experiencias. Como dirá Pedro de Leturia en el libro de Ignacio de Loyola en Castilla, su primera vivencia en este nuevo destino habría de ser su presencia en el séquito del Duque, cuando se dirigió a Valladolid a recibir al rey Carlos I, en septiembre de 1517, y también su presencia en las Cortes de Valladolid de 1518. En todos esos fastos tomó parte el Duque de Nájera con toda su casa, como dice el Padre Fita, «tomando parte con su mesnada en torneos celebrados con ese motivo. Las lizas fueron espléndidas: torneó en persona con el joven Rey, y el arnés blanco de justa con que se presentó al palenque es el más notable que ha venido de la armería real…».
Allí estuvo Íñigo con la gente del Duque, donde se encontró con su hermano Martín, ejerciendo como cabeza de linaje de la casa-torre de Loyola, agenciando y obteniendo la confirmación, por el nuevo rey, de los honores y rentas de su linaje.
En Valladolid también encontró a aquella dama de sus sueños, la bellísima Infanta Catalina que el rey Carlos presentó esos días en sociedad y por primera vez vivió el ambiente de la corte. Cuando el rey Carlos llevó a la infanta Catalina a Valladolid, la reina Juana, ante su ausencia entró en crisis y la infanta volvió con su madre, y de nuevo se encerró con ella «sin llorar ni mostrar enojo», hasta su marcha a Lisboa en 1524, para convertirse en reina de Portugal como ya hemos visto.
Durante las Comunidades, nos dice Polanco que Íñigo mostró gran generosidad en Nájera y mucha prudencia política en Guipúzcoa, su tierra. Y mostró con creces su arrojo, valor y valentía, incluso con algo de imprudencia, en la defensa de Pamplona. Durante el sitio de los franceses, fue donde el 20 de mayo de 1521, a las órdenes del Capitán General de la Artillería, Miguel de Herrera, «defendiendo lo indefendible», dicen algunos, recibiría un impacto de aquellos proyectiles de piedra que se usaban en la artillería de aquel momento, contundente y no explosivo, que le produjo graves heridas en las piernas.
Tan graves fueron que también lo apartaron de la vida militar, porque hubo de marchar a Azpeitia y fue durante los meses de su convalecencia en la casa-torre de Loyola cuando comenzó a madurar la idea tras este nuevo fracaso en la vida, y forjaría el inicio hacia la vida religiosa, solo quería ya servir a un Señor, «un amor que nunca falla y un trabajo que nunca se acaba».
El jesuita José García de Castro nos dice que «la conversión es un proceso abierto y dinámico, y como el mismo Ignacio desde su salida de Arévalo (1517) hasta su tiempo en Roma…».
Esta época de la vida de nuestro protagonista parece que pasó rápida, y sería otro fracaso. Acaso todos los pasos dados por nuestro joven eran pasos del destino para llevarle al camino de la conversión, que es lo que hemos celebrado. Fue en su casa-torre de Loyola donde durante su convalecencia, entre lecturas y meditaciones maduró una nueva visión de su futuro, y decidió peregrinar a Tierra Santa. Pero antes pasaría por Manresa, otra meta en ese camino nuevo emprendido por nuestro Íñigo. Luego vendría la universidad, Alcalá de Henares, Salamanca y finalmente París, su segunda formación, ya eclesiástica… y la fundación de la Compañía de Jesús.
Algunos autores dicen que juró el celibato de castidad ante la Virgen de Aránzazu, otros dicen que fue ante la Virgen de Monserrat.
Pero esto es ya la historia general de nuestro personaje, que se desarrollaría lejos de esta villa castellana que le acogió en su juventud.
María de Loyola
Entre tanto, tenemos otro aspecto de su vida que no podemos olvidar. Es un tema delicado de tratar, la posibilidad que algunos autores manifiestan de una hija de nuestro joven Íñigo. En realidad, no tendríamos que extrañarnos mucho de ello, dada la vida juvenil de nuestro protagonista, por otra parte, en nada distinta a lo que eran aquellas épocas. Ni sentir falsos pudores por ello, ya que hasta una edad más avanzada en que Íñigo sintió la conversión, era un hombre del mundo, un joven de una posición social más que acomodada y con
algunas aventuras amorosas conocidas.
Aunque el tema estaba latente desde hacía tiempo, fue el jesuita Luis Fernández en Arévalo a quien escuché por primera vez esta posibilidad en nuestra historia. Nos lo contó en la cena posterior a la conferencia que pronunció en 1990 preparando el centenario del nacimiento de San Ignacio. Y decía con claridad y naturalidad que, siendo asunto muy posible, como historiador no lo podía decir ni ratificar en público, por falta de pruebas concluyentes. Confesaba que esta hipótesis no estaba suficientemente madura como para ser presentada al público, pues no había ninguna prueba documental que la respaldara. Pero el tema siempre estuvo ahí latente.
Nos dice Iturrioz que Íñigo «reclamó por carta (al Duque cuando fue a Navarrete) salarios atrasados al tesorero. No andaba sobrado de dinero contante, pero el Duque dijo que “para todo podía faltar, más que para Loyola no faltare”, y aún estaba dispuesto a designarle para una buena tenencia, si quería, en mérito que había ganado en lo pasado. Íñigo no estaba para ser tenente de nada ni de nadie, sino para personalizar protagonísticamente su incierta aventura. Cobró los dineros y parte los mandó repartir en personas a las que se sentía obligado, que no nombra; otra parte lo dedicó a pagar los gastos de restauración y ornato de una imagen de Nuestra Señora». Hay quien ve en esas personas «a las que se sentía obligado» a la madre y esa niña, en Navarrete.
Años después, en el 2006, otro jesuita, José Martínez de Toda en un trabajo concienzudo sobre este tema, concluía que esa pista de María de Loyola, había resultado falsa, y que sin negar la posibilidad, excluía este nombre que venía sonando insistentemente. Este autor la nombra como María Villareal de Loyola, y en su trabajo determina que no hay pruebas concluyentes que aseguren esta hipótesis.
Alonso de Montalvo, su íntimo amigo arevalense
Sobre este personaje varios autores han tratado con cierta amplitud, por su proximidad a Íñigo, su gran amigo arevalense, y porque sus testimonios eran auténticos «como testigo de vista».
Este joven compañero en Arévalo y gran amigo de Íñigo, debió nacer en Arévalo hacia 1499, era por tanto unos años menor que Íñigo. Era miembro de una rama del linaje arevalense de los Montalvo. Y después de su formación junto a Juan Velázquez de Cuéllar, como ya hemos visto en este relato, se nos presenta como el modelo de caballero que después de aquellos años de formación, estará al servicio en la corte como alto funcionario, su carrera es lo que podría haber sido la de Íñigo en otras circunstancias, como veremos.
Y fue una amistad también duradera y constante. Sabemos que, durante la convalecencia de Íñigo en su casa-torre de Loyola, Alonso de Montalvo, iría a visitarle bien avanzado el año 1521, en un viaje que hizo a Guipúzcoa en función de su cargo, «cuando estuvo malo de la pierna y le vio curar de ella», y presenció los tormentos de esas curas durísimas.
García-Villoslada dice que «El testimonio más inmediato es el de Alonso
de Montalvo, natural de Arévalo y amigo de Íñigo, quien declaró al P. Antonio Láriz, sobre algunos detalles de la vida de Íñigo en Arévalo». Él mismo recoge la cita del P. Fita y Colomé en «San Ignacio de Loyola en la Corte de los reyes de Castilla». Recoge también Galíndez de Carvajal un fragmento del «Memorial y suma de algunas cosas que sucedieron después de la muerte del Rey Católico». Sus testimonios fueron fundamentales para reconstruir la vida de Íñigo en Arévalo, aunque algunos autores sospechan que se omitieron los episodios menos «edificantes», aunque también apunta Alonso de Montalvo que los ponía a sus nuevos jesuitas como ejemplos de vida.
Todo esto y otras muchas cosas de Arévalo, como testigo de vista, contó Alonso al P. Antonio Lariz, como recoge Telesforo Gómez Rodríguez, «antes que se imprimiese y se escribiese la Historia, como en ella se refiere».
Y fue en Arévalo donde se entrevistaron Lariz y Montalvo, cuando éste ya se había retirado para ordenar sus cosas espirituales y funerarias, y Lariz gestionaba la fundación del colegio arevalense.
La misma historia que contó Alonso de Montalvo nos llega por otra vía. «Al Padre Alonso Esteban, que siempre ha sido y es muy devoto nuestro, se lo contó a él Doña Catthalina de Velasco, hija del Contador; a la cual N.P. Ignacio escribía después de ser general y fundador de la Compañía, reconociendo la casa en que había estado…»
Y muchos de estos testimonios fueron recogidos en su Autobiografía. Fue el Padre Gonçalves de Cámara el que sería elegido para copiar el relato que San Ignacio le iba narrando, casi en el lecho de muerte, y así él le iba a «declarar cuanto por su ánima hasta ahora había pasado… empezó a decir toda su vida y las travesuras de mancebo clara y distintamente con todas las circunstancias y después me llamó en el mismo mes tres o cuatro veces, y llegó con la historia hasta estar en Manresa algunos días».
Los servicios a la corona de Alonso de Montalvo
Es muy interesante el punto de vista de Luis Fernández cuando nos hace una biografía de Alonso, situando las escenas de lo que podría haber sido la vida de Íñigo si hubiera continuado cono alto funcionario. Y llama la atención poderosamente por la calidad de los cargos que desempeñó, fruto sin duda de la formación y educación recibidas junto al amigo íntimo Íñigo y algunos hijos del Contador Mayor Velázquez de Cuéllar, ese grupo de Arévalo que estuvieron tan unidos. Una formación que fue la llave que a Alonso de Montalvo le abrió las puertas para escalar diversos cargos importantes, todos relacionados con la actividad en tareas contables y un gran nivel social.
Alonso, apenas a los tres años de la muerta de Juan Velázquez, ya era «contino de la Casa Real», al servicio del emperador Carlos y después con Felipe II, cargo que ostentaría toda su vida y que acompañaba al emperador Carlos cuando éste se encontraba en España. Y así, acompañándole en su viaje a Tordesillas en septiembre de 1538 cuando fue a visitar a su madre la reina Juana. Y en el 24 de ese mismo mes y año, visitó Arévalo con la emperatriz, donde hubo regocijos y toros.
Fue nombrado Contador Mayor de la Artillería del Principado de Cataluña, Rosellón y Cerdeña, entre 1538 y 1543. Nos dice Luis Fernández que «En su calidad de tal… se ocupaba de enviar salitre a Mallorca y municiones, artillería y pólvora a Menorca». Al año siguiente presentó renuncia de este cargo, que no le fue aceptada.
Cargo simultaneado a veces, ya que desempeñó el oficio de Pagador y Mayordomo, siendo de la confianza de muchos nobles y notables personajes que le confiaron la organización de sus haciendas. En 1547, al fallecer Francisco de los Cobos, su viuda María de Mendoza, le eligió como administrador de su gran patrimonio, uno de los más importantes de España y a su servicio permaneció varios años. La Mendoza había conocido a los primeros jesuitas y el administrador Montalvo administró generosidades con ellos.
1573 fue tesorero y depositario general del Arzobispo de Toledo, cargo en el que continuaba en 1577. Gestionó la visita a Arévalo del príncipe Felipe, en 1552, la Justicia y Regimiento de la villa encargó a Montalvo la gestión para «cuando venga a la villa en la semana venidera… ocupándose en aderezar la colación que se dio al Príncipe en la dicha villa».
Incluso por algún asunto estuvo en la cárcel en 1571, como relata su sobrino Diego García de Montalvo. Episodio muy doloroso que le costó mucha hacienda y salud. Y desde 1561 es receptor general del Arzobispado de Toledo.
Muchos cargos bien remunerados, pero sintiéndose mayor y alegando cuarenta años de servicios a la corona, solicitó del Rey el traspaso de alguno de sus cargos en su hijo, homónimo, Alonso de Montalvo, que moriría pronto, cosa a la que accedió. Para no alargar más este tema, decir que una amplia información está a consulta la en biografía que Luis Fernández hizo de Alonso de Montalvo, a la que remito.
Una larga nómina de oficios que nos reflejan lo que pudieron haber sido los de Íñigo si no hubiera sentido la llama de la «Conversión».
A su paso por Arévalo de un Montalvo, descendiente me dijo de nuestro Alonso, me entregó copias de numerosos documentos, de su archivo familiar, en los que encontramos abundantes datos sobre los últimos años de Alonso en Arévalo, de los cargos que había desempeñado, y los preparativos para su último viaje. Una documentación valiosa que en estos momentos me permiten ampliar algún detalle de su vida, aunque también he utilizado otras fuentes documentales y bibliográficas.
Testamento y muerte de Alonso
Mayor, apartado ya de sus trabajos y con la fuerte crisis de Toledo, se retiró a su villa de Arévalo hacia 1574 a reconciliarse con su vida religiosa, preparar su vida espiritual y labrarse una tumba digna y dotada para el eterno descanso de su alma.
Él había comprado en mayo de 1576, la Capilla de Nuestra Señora de la Concepción en la iglesia del Real Convento de San Francisco, en la que había numerosos enterramientos de la nobleza arevalense y algún Montalvo más. Y
allí fundó y labró una capilla principal para su sepultura, principal porque estuvo debajo del altar mayor y al lado del Evangelio.
En un libro de defunciones de la parroquia de San Miguel, encontramos las anotaciones: «Dia de Pascua florida de 1577, murió Doña María Gutiérrez, mujer de Alonso de Montalvo…»
«En honce de Agosto de 1578, murió Alonso de Montalvo. Enterróse en su Capilla de San Francisco…»
El último testamento fue del 8 de agosto de 1578, dice que «Doquiera que yo falleciere, mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de San Francisco de la villa de Arévalo en la capilla de Nuestra Señora de la Concepción que Nuestro Señor fue servido que yo hiciese y dotase metiéndole en la bóveda de dicha capilla».
Quizás la manda más duradera y elocuente era la de destinar 300 ducados para hacer un retablo para el altar mayor de la iglesia de San Francisco. En él habrían de lucir tres escudos… con sus armas sobre un campo azul y un águila de plata con el pico y las uñas de oro.
La capilla y panteón en San Francisco de Arévalo
Telesforo Gómez Rodríguez nos dice al respecto: «…fundó la capilla principal de San Francisco en esta villa, que está ahora debajo del altar mayor. Llámala principal, porque debía estar al lado del evangelio; y en efecto la otra capilla, á mano derecha de quien miraba al altar, contuvo los enterramientos de otros Montalvos. El tarjetón ó letrero, propio de esta capilla, existe.
He hallado en el convento de la Encarnación, y en los peldaños de una escalera de piedra… cuatro fragmentos de la gran piedra que sirvió de dintel á la entrada de la capilla. Subrayaré los fragmentos de la inscripción, que no aparecen, ó se han perdido: ESTA PIEDRA ES ENTRADA D LA CAPILLA D ALONSO D MONTALVO.
Las letras miden de alto siete centímetros, y debieron formar la orla de un escudo de familia. Es de advertir que esa piedra fué traída del convento de San Francisco…». Efectivamente, al otro lado de la capilla mayor estaba la capilla funeraria de Montalvo Monjaraz, como se refiere en un documento de su fundación, de mi archivo personal. Por aquellas fechas se estaba restaurando y reformando la iglesia conventual, enterramiento que fue de miembros de la casa real Trastámara, y por tanto iglesia muy deseada por la nobleza local.
Como dijo Luis Fernández, «Los dos amigos de la juventud, en distintos campos, conservaron las esencias de su formación a lo largo de sus tan diversas vidas».
En el próximo y último capítulo veremos la Compañía de Jesús en Arévalo.
FUENTE: RICARDO GUERRA SANCHO