POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Apenas seis días después de que el Congreso estableciera la República Federal en España, la ciudad de Murcia, por vez primera desde la Reconquista, se separaba del poder central. Y todo por el empuje de un murciano de dinamita que, si hubiera nacido americano, contaría con no pocas biografías, películas y series.
Se llamaba Antonio Gálvez Arce, ‘Antonete’ (1819-1898) y sus ideas eran bien conocidas: impulsar un movimiento descentralizador y laico que, además de abolir las injustas quintas, propugnara reformas sociales. Casi todas hoy indiscutibles, desde la reducción de la jornada laboral a la educación universal.
Pero Antonete no se hizo revolucionario por aquellos años. Al margen de otras conspiraciones, su figura ya era conocida en 1868 tras encabezar una partida de cientos de jóvenes para impulsar la revolución que acabaría con el exilio de Isabel II y la llegada de Amadeo I.
No sé qué fue peor. Porque pronto se echó al monte Miravete, en su pedanía natal de Torreagüera, para exigir la supresión de las quintas y los impuestos injustos, que lo eran todos. Unos 800 hombres lo secundaron. Allí se acantonaron hasta que gastaron la munición y tuvieron que huir. Gálvez lo hizo a África para esquivar la pena de muerte que le impusieron por sublevarse.
Al año siguiente regresó a Murcia gracias a una amnistía. Y miles de murcianos lo recibieron entre vítores. Sus ideas no habían cambiado. De hecho, en 1872 volvió al Miravete para protestar contra el servicio militar obligatorio que demandaban las guerras coloniales.
En esta ocasión, envalentonados por el apoyo del pueblo, se dirigieron a la ciudad y levantaron varias barricadas. El caos cundió por la urbe, que además se quedó a oscuras porque reventaron las tuberías del gas.
El relato de los hechos fue escrito, entre otros, por un testigo que lo remitió al diario nacional ‘La Correspondencia’, que lo publicó días más tarde. Sucedió el 26 de noviembre, a las diez y media de la mañana. Al parecer, Antonete decidió tomar la ciudad tras conocer que una columna de la Guardia Civil se dirigía al monte para apresarlo. Dando un rodeo por Monteagudo, sorprendió a las escasas fuerzas presentes en Murcia. «Otros han penetrado por las demás puertas y están levantando barricadas en San Pedro, la parroquia más central», escribía el lector.
Las campanas de algunas iglesias repican en apoyo de los sublevados. Algunos pelotones gritan por las calles vivas a la República. Frente a ellos, unos pocos centenares de carabineros, números de la Guardia Civil y tropas de línea. La lucha se extiende hasta entrada la tarde. La falta de luz eléctrica la detiene. A la mañana siguiente sigue ondeando la bandera nacional en la torre de la Catedral. Los militares la defienden ferozmente. Muy cerca, en el Palacio Episcopal, unas cuantas decenas de republicanos resisten. El resto ha huido.
Mucha mano izquierda
El número de bajas es bajo, pese a tan grande enfrentamiento. Contaba ‘La Correspondencia’ que eso se debía al «genio y serenidad un huertano llamado Antonete Gálvez». Durante la incursión en la ciudad, «recorría ayer muy tranquilo las calle de la ciudad diciendo que no iba nada con nadie, sino con el Gobierno», apuntaba el rotativo. «Nosotros vamos a la república y contra las quintas», advertía a todos mientras rogaba a los comerciantes que no cerraran sus tiendas, pues eran hombres de bien.
De nuevo, Antonete se escondió en la sierra. La I República le devolvió la libertad, esta vez nombrado diputado en Cortes tras la elecciones. Poco le importó el cargo a aquel huertano de ideas inquebrantables, quien continuó exigiendo las reformas que no terminaban de adoptarse.
En eso andaba cuando una nueva sublevación terminó por consagrarlo como un héroe al que apodarían el León de Torreagüera. El 12 de julio de 1873 prendía la mecha cantonalista en Cartagena. Antonete fue nombrado general de las Fuerzas de Mar y Tierra.
Al día siguiente, sin apenas resistencia, el capitán de los voluntarios Saturnino Tortosa tomó el Ayuntamiento de Murcia. Jerónimo Poveda quedó al mando de la nueva Junta. Lo primero que hicieron fue colocar la bandera roja federal en el balcón consistorial.
Los guardias municipales, casi en su totalidad, renunciaron a sus destinos y su jefe comunicó al gobernador civil que reconocía la autoridad de la Junta revolucionaria. El gobernador, a su vez, se lo comunicó al presidente de la flamante República Española, Francisco Pi y Margall, quien le instó a que depusieran las armas. Pero el gobernador no lo consiguió. Así que decidió escapar camino de Madrid. Aunque lo detuvieron en la estación del ferrocarril de Alguazas.
Protegido por el pueblo
La actitud de Gálvez siguió forjando su leyenda. No permitió desmán alguno, «olvidó los agravios de sus adversarios en las luchas políticas y habiendo sido el árbitro de la revolución cantonal, emigró después de terminar ésta, sin cinco pesetas», escribió más tarde el periodista Ramón Blanco en su ‘Murcia en la mano’.
La ciudad se mantuvo en calma. Tan tranquila, que sus habitantes hasta dejaron de pagar los impuestos al Consistorio, lo que causó la desesperación de la Junta. Los diarios madrileños ridiculizaban la algarada publicando que por las calles de la ciudad «se ven en calzoncillos» a los republicanos. Nadie les explicó qué vestían zaragüelles.
La capital permaneció constituida en Cantón hasta el 12 de agosto. Dos días antes, los insurrectos fueron vencidos en Chinchilla. La noticia de la llegada del general Martínez Campos con 900 hombres animó a la Junta a disolverse y sus miembros se trasladaron a Cartagena, plaza más fácil de defender.
A los cantonales los acusaron de piratería por sus incursiones en otras plazas. El cerco en torno a Cartagena se hizo asfixiante. La situación se tornó tan rocambolesca que los cantonales llegaron a pedir su adhesión a Estados Unidos.
Todo acabó el 13 de enero de 1874 con una nueva fuga de Gálvez a Orán. Alfonso XII le concedería otra vez el perdón. Pero nada. El León volvió a alzarse en armas y, con la tercera condena a muerte sobre sus espaldas, escapó a África.
Aunque condenado a muerte, logró trasladarse a Murcia en 1887 tras conocer que su esposa estaba agonizando. Incluso participó en su entierro pese a que la Guardia Civil planeaba detenerlo. Fue en vano. Los murcianos impidieron que fuera apresado, facilitándole la huida.
El último indulto que recibió en 1891 le permitió regresar a su amada Torreagüera, donde ahora se desmorona el huerto de San Blas, su hogar, y convertirse en concejal por el Ayuntamiento de Murcia.
Antonete falleció el 28 de diciembre de 1898. Tuvo que pasar medio siglo hasta que la Iglesia permitió que lo enterraran en suelo sagrado. La Dictadura terminaría por sepultar su memoria casi en el olvido. Casi. Cien años después de su muerte fue nombrado Hijo Predilecto de Murcia por parte de su Ayuntamiento. En realidad, ya lo era desde antiguo.
Fuente: https://www.laverdad.es/