EL HAYA DE TERESA
Ago 29 2021

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Romeral de Leandro Silva

Hace algunas semanas, debatiendo con Guillermo Cuadrado acerca de la necesidad perentoria que el ser humano tiene de cultivar vergeles que domeñen su tristeza existencial, aunque sea entre los recios muros de la ciudad más vieja y amargada; recapacitando sobre la historia del jardín y el arte que encierra un retazo verde entre una inmensidad de mediocres colores terrosos; a la sombra del farallón que oculta el romeral de Leandro Silva al albur sacrosanto del acrópolis de San Marcos; mientras el Sr. Bellette recordaba abejas, abejorros, abejones y demás prole esparcidora de belleza eterna; en aquel entorno paradisiaco, digo, me vino a la mente el cementerio de la abadía de Saint Gall, a tiro de piedra del lago Wallen que separa hoy Suiza de Alemania.

Construida a mediados del siglo VII, aquel recinto benedictino, además de constituir una impresionante biblioteca manuscrita de la que, sin duda, bebió Umberto Eco en la búsqueda de aquella rosa, desarrolló muchas de las prácticas monacales que habrían de seguir a modo de norma una plétora de monjes durante los siglos venideros. Entre aquellas costumbres normalizadas, a este humilde Cronista siempre le llamó la atención el convertir el cementerio en un jardín donde los árboles prendieran desde el descanso del monje correspondiente. Así, aquel monje glotón y desvergonzado que todo lo hacía a la carrera habría de alimentar un albérchigo repleto de pecaminosos frutos, mientras que el recto y estirado hermano cumplidor de la regla, fructificaría un manzano de secas reinetas amargas y ácidas como el vivir sin un ápice de improvisación. El silencioso amanuense dedicado a la letra manuscrita, de sistemático trabajar, levantaría un ciruelo repleto de negras y dulces perlas, a la vez que el compañero aplicado pero reticente, entregado a la iluminación de códices, entregaría con sus restos mortales ciruelas claudias o membrillos que prometen mucho de lejos y, de cerca, dejan la lengua como el trapo de limpiar las suelas de las sandalias.

Estoy seguro de que, de haberse extendido tal práctica a lo largo del tiempo eterno, mi querida y añorada Teresa, llevaría ya casi seis años alimentando el haya roja que trata de escapar de su plantón frente a la casa de los Canónigos. Enorme en su arrebol, el haya de Teresa vive en la linde de un caminito que parte el Jardín del Medio punto en delicada curva apaisada, dejando cedros, abedul y ginkgo de un lado, a la vez que las dos enormes secuoyas y la sófora japónica acompañada de setos de boj, acebos y rododendros observan la fachada de la Real Colegiata imaginando cómo saltar ese presuntuoso edificio y perderse en el inmenso edén que lleva casi doscientos años reclamándolos. Encaramada a ese tronco retorcido y plagado de arrugas, quisiera ver la sonrisa póstuma Teresa en esas noches que el haya roja saca sus raíces del terruño y, según soñara Marifé Santiago un lánguido atardecer de junio en este Paraíso, merodea por el jardín decimonónico cavilando el modo de sortear torre e iglesia, arco y puerta, para hundir las raíces en lo más profundo del Potosí, donde los árboles van al cielo.

Y un servidor, que ama los árboles desde la nuez y los trata como paisanos de lento vivir y profundo pensar, no deja de pensar en Teresa cada vez que pasa a saludar al viejo y rojizo haya del Paseo de Bolonia. De haber podido cumplirse la visionaria tradición benedictina de Saint Gall, cada uno de esos paisanos de lento crecer y rápido reaccionar habría comulgado con alguien conocido, de modo que cada paseo dado se hubiera convertido en un maravilloso deambular entre amigos pasados y presentes. Entre la araucaria de mi Señor Padre, el tilo medicinal de Miguel Escudero, el abeto Douglas de Ángel Bellette, el guindo de Paco Tapias o el abedul de Ángel Herrerín, este Paraíso ofrecería un corolario de individuos, hermanos y hermanas, de quedo y casi eterno vivir en verde y fructífera comunión. Cada uno de aquellos árboles dejaría de ser algo para, siendo alguien, enseñarnos una lección de convivencia y superación infinita donde los recursos y el entorno conformarían la explicación del presente al conectar pasado y futuro en continuo dialogo aleccionador.

Para nuestra desgracia, en este mundo de vertiginoso vivir esclavizado por las tendencias efímeras de un mañana que se pierde en el ayer más desconocido de la historia, los árboles y las flores, las plantas y los arbustos, la naturaleza que nos permite estar aquí, que nos sobrevivirá como hizo con todo lo malo que el pasado más remoto pudo engendrar, vive el presente cosificada como objeto de usar y tirar, remodelar, acomodar y, cumplido el objetivo pasajero, eyectar al olvido que todo lo eterno parece sufrir en este mundo ingrato.

Quizás, si fuéramos capaces de mirar hacia el interior de todos esos compadres como hiciera Francisco de Asís hace casi ocho siglos con una cristiandad ensimismada en el refulgente reflejo de un cáliz dorado, entenderíamos que cada uno de ellos, de ellas, cada hoja, rama, flor, corteza o brizna verde que brota del rico suelo, debería estar alimentada con nuestra experiencia, regada con nuestro existir. Sólo así, queridos lectores, seremos capaces de perdurar; solo así, como dijo Manuel Azaña en su postrer discurso, abrigados en la tierra materna alumbraremos un mañana esperanzador.

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