EL HIJO PRÓDIGO ATACA DE NUEVO
Sep 18 2013

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

hijo_prodigo

Contaba a ustedes en otra columna que he pasado unos días lejos del mundanal ruido, en una cala tranquila de Torrevieja. Tan lejos estuve que durante ese tiempo no puse la tele ni escuche la radio. Me marche asqueada y angustiada de tanta basura política. La terapia funcionó. Pero en casa del pobre la alegría dura poco. A la vuelta me entero que el Ministro de Hacienda ha decidido que el déficit autonómico se cumplirá al revés. O sea. Se premiará a las comunidades derrochadoras y se castigará a las que se apretaron el cinturón¡ Toma del frasco carrasco, don Cristóbal¡

A mi me recuerdan estos jefes de las autonomías gastosas e irresponsables a la parábola del hijo prodigo, pasaje evangélico que nunca me gustó. Ya sé que es un lenguaje metafórico, pero el fondo del asunto es poco didáctico. Porque aquel padre del Evangelio que echaba la casa por la ventaba cuando volvía la oveja negra de la familia, mientras pasaba por alto la fidelidad permanente del hijo que nunca hizo golferías, es poco ejemplar. Por desgracia algo similar pasa en las mejores familias. Porque si ustedes hacen memoria, verán que es rara la casa en la que no hay un golfo suelto que es, además, el ojo derecho de mamá. Estos vivales de la vida son unos zánganos. Unos parásitos sociales. Unos listillos que descubrieron pronto el modo de vivir del cuento a costa de los demás. Estos garbanzos negros, alegando motivos peregrinos, como que son el chico, el mayor o el mediano de la familia, siempre consiguen que se les disculpan sus calaveradas. En ciertos casos hasta se atribuyen sus excentricidades a supuestos traumas de infancia: que si el parto fue malo, que si tenía envidia de otro hermano, que si fue hijo único, que si era el gordo o flaco de la clase, que si un profesor le tomó manía, etc. Algunos de estos parásitos llegan a la vejez instalados en una infancia eterna. Porque para crecer como ser humano hay que asumir el pasado con valentía y plantar cara al presente con energía. Pero eso es duro, y a estos garbanzos negros les funciona mejor instalarse en el victimismo permanente. Porque tontos, lo que se dice tontos, no son.

Lo más triste es que estos parásitos no nacen por generación espontánea: se portan así porque se les consiente. Estoy convencida de que la cosa cambiaria para los hijos pródigos si cuando vuelven a casa por navidad, con los bolsillos vacíos y la mano abierta para pedir, el padre les leyera la cartilla y les pusiera firmes. Aprenderían la lección de que no se puede vivir eternamente del cuento. Pero a la mayoría nadie les para los pies. Y así se van creciendo, y cada vez piden más, más, y Mas, y dan menos, menos… Porque en este país falta valentía para enfrentarse a los chantajistas.

Yo creo que la política fiscal de Cristóbal Montoro hacia las autonomías incumplidoras es un mal ejemplo. Con ellas pasa igual que con los hijos pródigos. Que se les disculpa todo y se les premian sus desmanes. Sí, lo que se esta haciendo con las autonomías derrochonas es un injusticia, porque se les regala la herencia de los demás para que sigan a lo suyo: abrir embajadas, invertir en traductores de sus lenguas propias, montar teles autonómicas para mayor gloria de sus jefecillos tribales, o gastar en olimpiadas mientras al pueblo se le recorta en escuelas y sanidad. Así sigue la rueda, año a año. Encima, cuando llega la hora de rendir cuentas al papá estado, éste acoge con entusiasmo a los hijos pródigos, les ríe sus gamberradas, les da palmaditas en la espalda, y pelillos a la mar. Por si faltaba algo para cabrear al personal, se echa una regañina a los hijos buenos exigiendo de ellos que contribuyan con su sacrificio a mantener los vicios de los otros, y se les exige que callen la boca. El gobierno de España cree que así estos vivales descarriados se volverán buenos y entraran felices al cielo de una nación unida. Pero tal milagro nunca sucederá. Mi papelera y yo lo sabemos. Ustedes también, y los hijos pródigos más todavía. Por eso nos miran por encima del hombro y se ríen. Piensan que somos tontos. ¿Lo somos?

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