POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es un placer poder caminar entre el verdor que brota y crece con aquellos que lo aman. Ya sea con mi compadre, el Sr. Bellette, o con Guillermo Cuadrado, reconozco mi suerte de poder observar en silencio todo lo verde que a mi alrededor existe acunado por las sabias palabras de mis amigos jardineros. Ya sea a través del bosque impoluto y salvaje o entre las prístinas florecillas acostadas sobre una platabanda sensorial, no veo el momento de dejar que el tiempo se congele entre las gotas que un rocío primaveral inesperado aloja sobre la tupida y coriácea hojarasca apretada del Jardín del Rey. A veces sentado sobre un viejo tocón que aún sueña con brotar; otras recostado sobre algún tapial podrido por el abandono que la madreselva ha terminado por colonizar, éste que suscribe termina por callar la inmensa belleza muda de una floresta donde trata de enmarcar esa vida que no deja de pasar.
Ambos amantes de ese jardín que no cesa, estoy seguro de que mirarán con recelo el redimensionado al que ha sido sometida la partida que yace junto a la fuente de la Fama, aquella que ordenara levantar el primer Borbón conmemorando su victoria sobre los otomanos del Bey de Orán y Mazalquivir en 1732. Extendido como una alfombra frente a la fachada del Patio de Honores recién terminado por aquel entonces, el pequeño y recoleto jardín ha sobrevivido casi tres siglos a todo tipo de intervenciones, siempre con la ornamentación barroca como faro en la niebla. Estructurado con setos bajos de boj, arrayán y tejo, el jardín se ha expresado con platabandas de florecillas casi silvestres, algún que otro rosal y ese césped que tanto molesta a Guillermo cuando de conformar un jardín mediterráneo o andalusí se trata. Conocedor como es mi amigo del uso del escaso agua en las construcciones vegetales españolas, nada le enciende más que malgastar la riqueza para tupir de verde lo que debiera ser dorado o rojizo por arenales bien trillados que ensalzaran la crudeza de un mito esculpido e inasumible en el presente que vivimos.
Pasados tres siglos, los viejos setos arrugados por heladas extemporáneas, copiosas lluvias primaverales y algún que otro nido escondido en la bola que cierra los cubos imposibles, la administración jardinera del ínclito Patrimonio Nacional ha decidido pelarlos en sus decrépitas ramas secas de brotes y en buena parte tatuadas por hollín de liquen barbudo. Con buena parte de su viejo cascarón trepanado, los setos enseñan más de lo que quisieran en una pose nunca deseada de vejez expuesta, raíz retorcida y verde tornado en marrón crepuscular.
Y, asomado a esos huecos intestinos de ajadas ramas, viene siempre a mi memoria el viejo proceder del siempre renacido jardín francés, ese que brilla todavía en Vaux le Vicomte, Fontainebleau y Versalles. Ese edén permanentemente renovado que una vez vivió en Marly-le-Roi no deja de susurrar por la revolución que siempre está tentando al buen jardinero. Agostado el viejo seto y crecido más allá de donde una vez fuera imaginado, todo ello debería quedar desarraigado en revuelta sin nada que recordar, dejando espacio para un jardín siempre nuevo, siempre viejo, listo para embaucar a quien, como un servidor, siente poco apego por la nostalgia. Fácil resulta pasear por los parterres versallescos sin memoria que traer al presente, más allá de lo que una vez allí ocurriera, a pesar de que la tramoya haya cambiado cien veces desde entonces.
Puede que nuestros vecinos, parientes y maestros franceses posean ese poco cuajo que les permite arrancar hasta la última raíz de un jardín decrépito para, con la renovación, saludar al mañana con una joven y estulte felicidad. Puede que, resabiados por la necesaria y periódica revolución, hayan dejado esas perlas en todo lo que van haciendo, de modo que nadie en ese país se confunda y deje que cualquiera que sea la estructura acabe por anquilosarse en putrefacta memoria de un pasado muerto. Después de todo, eso de redimensionar el pasado poco ha tenido que ver con Francia en los últimos tres siglos, hartos de revoluciones y cambios que pergeñen una sociedad siempre joven, siempre sabia.
Por el contrario, en esta España inveterada tendemos a dar una oportunidad constante al pasado, como si un futuro viejo fuera una apuesta real y no una condena nacida de un presente cobarde. Incapaces de revolucionar nada, hemos venido redimensionando o, mejor aún, reformando el presente, como si aquellas viejas raíces podridas e infectas, enfermas de un ayer sin solución, fueran a brotar el verde brillante del mirto que con tanto cuidado arrulla el Sr. Bellette ante la atenta mirada de la Antonia Tapias.
Esclavos de esas raigambres que no dejan de esclavizarnos, los españoles nos hemos convertido en expertos en redimensionar el presente marchito, afeado por la corrupción, la vieja memoria y el mañana infecto de un anteayer sin remedio. Qué de revoluciones y desarraigos saben bien los españoles perdidos en el más allá y nada los jóvenes anestesiados por una cantinela que poco o nada habrá de traer cuando vuelva a salir el sol.
Quisiera este humilde Cronista que aquel hermoso plantel de la fuente de la Fama perdiera toda su vieja y revirada raigambre, dando paso a un nuevo jardín joven y renovado, donde una plétora interminable de jardineros apasionados, amantes de un nimio brote que acariciar, pudieran explayar su pasión por la renovación y la revuelta, tal y como hizo aquel ejército de italianos y franceses tres siglos atrás.
Puede que la memoria de ese ayer incólume prevalezca en cada una de la ramas retorcidas del jardín decrépito; puede que lleguemos a ver una juventud revolucionada saneando ramones y cambroños, raigones infectos y olvidados recuerdos de un pasado nunca más comprometido con el futuro más allá del aviso encerrado en la sombra de cada arbusto pasado, de cada rama muerta, de cada brizna del yerbajo secado por un estío aleccionador.