EL JUMILLANO QUE CONQUISTÓ LA CONCHINCHINA
Jun 23 2019

POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA

El emperador de la Conchinina y su séquito, en un grabado antiguo .

Pues sí. La Conchinchina existió. Y estaba tan lejos de Murcia como refiere el popular dicho. O al revés, porque la Región está donde debe estar. Sobre el mapa actual así se conoció desde antiguo el territorio que hoy ocupan Vietnam, Laos y Camboya. Vamos, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la distancia no fue un problema para un murciano de excepción que la historia patria no recuerda, como es costumbre.

Su nombre era Diego de San Benito de Palermo y nació en Jumilla. Igual que otros muchos frailes que llevarían el nombre de aquella hermosa ciudad a medio mundo. La obra ‘Catálogo de Religiosos Franciscanos’, editada en Manila por la imprenta del Real Colegio de Santo Tomás en 1880, evidencia el nutrido número de jumillanos y yeclanos que no solo porfiaban por aclarar quién hacía el mejor vino. Además, evangelizaron tierras tan lejanas como peligrosas y sus historias, cosa al uso en estos lares, permanecen olvidadas por los siglos.

Cuenta el ‘Catálogo’ que Diego de San Benito nació un 6 de septiembre de 1733 y se convirtió en religioso en 1750, con apenas diecisiete años. Su destino, aunque a algunos les sonara entonces a broma, era la Conchinchina. Después de superar el terrible viaje, que eso en sí ya fue un prodigio, el jumillano alcanzó Manila. Pronto cundirían, incluso por encima de su fama de predicador, las dotes que atesoraba para la medicina. A aquellas gentes sus curaciones les parecían auténticos milagros. La consecuencia inmediata fue que el emperador lo nombró su primer médico.

«Con el frecuente trato -continúa el ‘Catálogo’- conoció el emperador los quilates de la virtud, prudencia y amabilidad» que adornaban al fraile y hasta le confió la educación de sus hijos. Tal nombramiento suponía otorgarle el título de ‘campsay’ y el trato frecuente con la familia real que a menudo visitaba al español para disfrutar de su compañía y conversación. Es posible que Diego comprendiera cuánta fortuna había tenido, pues no era extraño que los misioneros padecieran toda suerte de calamidades en aquellas tierras, cuando no el martirio. Pero no imaginó que la desgracia rondaba el imperio.

En 1773 se declararon en rebelión contra el trono los hermanos Tay-Son. El emperador apenas tuvo tiempo de huir con su familia y de refugiarse en la casa del fraile murciano, quien los mantuvo ocultos en su dormitorio mientras arengaba a la multitud que buscaba por toda la ciudad a los fugitivos.

Un merecido ascenso

Cuando la situación se calmó, Diego trasladó a la familia imperial a la isla de Hou-Fu-Quoc, evitándoles una muerte segura. Aquella decisión cambió el curso de la historia: el emperador, agradecido por la fidelidad del fraile, lo nombró primer mandarín del Imperio.

No era moco de pavo el nombramiento. Ese cargo lo situaba por encima de todos los súbditos y al frente del ejército. Así que Diego tuvo que compaginar su fe con la recién estrenada vocación de estratega. Sobre la autenticidad del título no caben dudas. El archivo franciscano lo conservó durante años. Y es posible que aún exista.

El emperador debía de ser un hombre astuto. Al menos, eso evidencian las grandes dotes militares que pronto mostró el fraile. Hasta el extremo de que supo reorganizar las fuerzas leales a la corona, conquistar los territorios sublevados y entrar de forma triunfal en 1778 en la capital de la que había huido apenas cuatro años antes.

Fray Diego pudo entonces pedirle a su señor cuanto se le antojara. Pero prefirió regresar a sus labores apostólicas. El ‘Catálogo’ recuerda que «si brusca fue la mudanza de predicador de paz en jefe en guerra cuando se trató de servir a su amigo y protector, pronto volvió a sus hábitos de pobreza».

Ya nunca temería por la vida de los nuevos cristianos que poblaban el reino. Fue nombrado comisario provincial de los franciscanos y, eso sí, continuó como consejero del emperador, quien el resto de su vida siguió consultando con el murciano hasta los mínimos detalles de su gobierno.

Entierro con toda pompa

Existe alguna otra referencia a un religioso conocido como Diego de Jumilla. Por ejemplo, una carta enviada desde Kankao el 7 de enero de 1764 para solicitar al menos dos frailes legos. «Todo sobra, todo a favor y gloria de la santa iglesia y solo falta lo que la Santa Provincia sabe: misioneros, misioneros, misioneros», escribió el religioso.

¿Era este Diego de Jumilla el mismo Diego de San Benito? Resulta probable. Diego de Jumilla estuvo al frente de la misión de Kankao hasta el año 1773, como explica María Elisa Robles en una obra dedicada a otro fraile navarro. Pero fueron tantas las amenazas que se cernían sobre el territorio que es complicado establecer la veracidad de que gobernara el ejército de un imperio.

De Diego de Jumilla se conserva una carta donde explicaba a su superior en 1771 que se había ganado la confianza de «un gran mandarín, gobernador de cinco provincias y sobrino del rey». Quizá por aquí se resuelva el dilema. Fray Diego de San Benito, por otra parte, murió un 5 de noviembre de 1781. Tenía 48 años de edad.

Las crónicas recuerdan que su cadáver fue expuesto durante seis días «sin que exhalara mal olor». Tras el entierro, al que asistió la familia real, fue enterrado en la iglesia de Cho-quam. Aunque hay fuentes que aseguran que fue martirizado en 1782, «después de varios trabajos de cárceles, azotes…», como refiere una carta «escrita de Manila y a este Convento de San Diego», en México.

Sea como fuere, lo sorprendente es que muchos murcianos protagonizaron auténticas gestas en lugares tan remotos como casi fantásticos. Y uno de ellos, el avispado fraile Diego, prosperó en la mismísima Conchinchina. Eso sí. Allí, que se sepa, ni olían el espléndido vino de nuestra tierra. Claro que todo no se puede tener.

Fuente: https://www.laverdad.es/

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