POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Amantes que somos en este país de los laberintos, pocas veces nos esforzamos en compartir sus secretos, permitiendo que todos puedan beneficiarse del saber de unos pocos. Quizás, por ellos, llevemos una eternidad inmersos en uno propio que nos impide progresar como nación. Quizás, por ello, René Carlier imaginó uno junto a la fuente de las ranas.
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ARTÍCULO
Decía Gerald Brenan en los años cuarenta que España era un laberinto. El viejo hispanista aseguraba que los españoles nos hallábamos atrapados en una encrucijada de ideas donde no existía un centro posible para resguardarse y razonar. Sin camino de salida ni paciencia entre los allí encerrados, nadie comprendía la naturaleza de su situación más allá del grito desaforado, la sordera inducida y la destrucción del compañero de viaje. Hábil en la apreciación, el desaparecido historiador supo ver lo difícil que resulta en este Santo País la reflexión conjunta, la aceptación del individuo y, principalmente, la búsqueda del bien común entendido como el progreso de todos y no la inercia que genera el éxito de uno. Quizás, por ello, seamos tan amantes en esta España irredenta y desmemoriada de los laberintos y la pérdida constante que proponen.
Presentes en todo lo humano concebido desde tiempos inmemoriales, no encontrarán un lugar donde no haya un espacio dedicado a la desorientación de todo aquel que se atreva a explorarlo. Y no me estoy refiriendo a las maravillosas construcciones vegetales salidas de la mente de Antoine Joseph Dezallier d’Argenville, plasmadas en su tratado de jardinería de principios del siglo XVIII y materializadas en el decrépito laberinto del Jardín del Rey que acompaña los paseos por debajo del perdido bosquete de los Bolandrines, que también. Los españoles, en este transcurrir cegados por la luz, no hemos necesitado del sabio consejo de jardineros franceses para convertir nuestro espacio vital en laberinto de emociones, maraña social donde enterrar cualquiera de nuestros anhelos por levantar una sociedad que acomode a tantos como se pueda. Desde los vetustos barrios medievales donde encerrar la diversidad religiosa y étnica para no poder identificarla como realidad social, esencia de esas minorías responsables de la mayoría de nuestros prejuicios originales y que con tanto ahínco hemos ido aprendiendo a olvidar; hasta los ensanches de no pocas urbes industriales, expandidas a golpe de cuadrícula y orden social, ejemplo de liberalismo falaz capaz de hacernos creer que uno sólo puede representar a todos; pasando por los galimatías educativos o identitarios reflejados en laberínticas reformas que empujan al individuo, al paisano, hacia el desierto de la incomprensión; los españoles, digo, nos hemos acostumbrado a la vida perdida entre altos muros y calles cegadas por el desinterés inmemorial.
Es probable que René Carlier, padre de la traza del Jardín del Rey y del Real Parque albergados en este Paraíso, siendo consciente de todo ello, de esa locura en la que se vio inmerso por servir a uno de los reyes más insanos de la historia de España, decidiera dejarnos como recuerdo un par de laberintos donde reflexionar nuestra falta de raciocinio. El primero de ellos languidece cerrado a la espera de una restauración óptima que permita a los visitantes perderse en la diversión que provoca el no comprender lo que se hace. El segundo, fruto de la imaginación del ingeniero francés, fue planificado para completar el bosquete más alejado del palacio, lindante con el muro exterior próximo a la puerta de Valsaín, hoy dedicada a la memoria de Bartolomé Cossío y su preocupación krausista por incluir la naturaleza en la experiencia vital. Cerrando la plazoleta, este laberinto de seto bajo y trazo bordado entre boj y miezdago, arenas relucientes y platabandas florales, habría supuesto la culminación de un discurso social cerrado de fácil comprensión y mejor aprovechamiento. Justo a su vera se acababa de construir la más impactante de las monumentales fuentes, aquella que relataba el acaso de la humana Latona y sus dos divinos hijos, Diana y Apolo. Perseguidos por la maldición de la diosa Juno, esposa del padre de las criaturas, los pobres y miserables aldeanos no fueron capaces de servir agua al trio del infortunio. Por ello, el dios padre de todo los maldijo provocando su conversión en ranas que disfrutaran del agua en eterna y dolorosa transformación, a la vez que maravillosa por gracia del impagable juego de agua que jalea la desdicha de aquellos campesinos, obligados a admitir la munificencia divina y que en el bien de uno se halla la promesa de la paz para todos.
Para desgracia del común y de todos los que amamos las construcciones con parábola añadida, el presupuesto de aquel rey se agostó, quedando el laberinto imaginario de René Carlier en el recuerdo que tan solícitamente plasmó Méndez de Rao en el plano descriptivo del Real Sitio de San Ildefonso de 1723 y que sirve como rector de toda actuación en el jardín del siglo XXI.
Aún así, recordando lo dicho por Brenan, lo imaginado por Carlier, este humilde Cronista no deja de pensar en la penosa estulticia que conlleva tanto laberinto y lo poco que nos esforzamos por salir de ellos. Viviendo siempre entre recovecos que prometen la esperanza de un escape, no somos capaces de encontrar el atajo que nos libere de una vez por todas. Pues, al dar ese paso corto atravesando los tupidos setos, habremos de llegar hasta la fuente de todo, origen y final de una sociedad que conseguirá entender que es mucho mejor ser todos eternamente ranas en el laberinto imaginado por René Carlier que tratar de encontrar la felicidad saciando la sed de falsas deidades impuestas por el misticismo más deleznable.