POR JOSÉ ANTONIO RAMOS RUBIO, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)
El lavadero de Trujillo se sitúa en las coordenadas: 39º 27′ 18” N, 43″ 5º 51′ 31” O.
Corresponde al último tercio del siglo XIX y se caracteriza por su singularidad arquitectónica a base de ladrillo y piedra, mediante el juego de arcos de medio punto de ladrillo sobre pilares y pretiles de cantería. El lavadero, de titularidad pública, era utilizado antiguamente por los vecinos de Trujillo y de las pedanías de Huertas de Ánimas y Belén. Tiene una superficie de más de 700 metros cuadrados. En el año 2007 el Consistorio llevó a cabo obras de recuperación del mismo.
Las lavanderas eran las profesionales especializadas en el lavado de la ropa, siendo uno de los oficios más duros, dentro de los que se prestaban a los hoteles y veraneantes, por personas del exterior tal era el caso del Hotel “El Cubano” de Trujillo, lugar en el que tuvieron fama las lavanderas y que en ocasiones se simultaneaban con labores de planchado. A finales del siglo XIX y hasta mediados del XX, adquirió importancia el Lavadero de Trujillo. La limpieza de las ropas se llevaba a cabo en los márgenes de cantería del citado Lavadero. Las lavanderas, de bruces sobre las lanchas de piedras, realizaban el trabajo siempre penoso. Un avance importante supuso la construcción de especies de cobertizos o bancos sobre las corrientes de agua, en cuyo interior se colocaron una especie de bancos o cajones, donde las mujeres podían acomodarse, preservándose de la humedad, disponiendo de una piedra, que en su parte inferior entraba en el agua y sobre la que podían jabonar, restregar y golpear la ropa. En este lavadero de Trujillo se alineaban un número variable de puestos de trabajo individuales, constituidos básicamente, por una piedra inclinada, sobre la que las mujeres llevaban a cabo su tarea. Las tareas básicas del lavado consistían en «enjabonar la ropa con pastillas de Chimbo o Lagarto», poner a remojo, dejar reposar, quitar manchas restregando si las hubiera y aclarar con agua a mano o golpeando sobre la piedra. La siguiente operación, tras preparar en un barreño una mezcla de agua y lejía, era la inmersión en la misma de la ropa, «dejándola un buen rato», si bien, en el caso de las sábanas de hilo, no podía utilizarse lejía, aunque sí el jabón. Tras un nuevo aclarado, se volvía a meter la ropa en una mezcla de agua y añil, para acabar retorciéndola hasta quitarle toda el agua posible.
Aunque, para el secado, lo habitual era extenderla al sol sobre la hierba o las zarzas. Tras el estirado y su doblado, se colocaba en una cesta de mimbre o castaño, procediéndose de nuevo a su recuento y entrega.
El lavadero de Trujillo adquiere aún más importancia por estar ubicado en un complejo yacimiento arqueológico en la zona: un altar rupestre, también llamados peñas sacras, lagareto, un molino del siglo XVIII y una torre defensiva musulmana.
El altar rupestre de ‘La Molineta’ se ubica en una elevación similar en altura a la que ocupa el solar de la vieja Turgalium, al otro lado del pequeño valle por donde discurre el camino natural sobre el que se construyó la vía romana Ab Emeritam Caesaragustam. Son dos montes gemelos que han flanqueado esta importante vía de comunicación, testigos del lento transitar de pueblos que a lo largo de la Historia han hollado su senda. La peña se localiza en la ladera, a pocos metros de la cima, como una especie de balconada que preside las impresionantes vistas que desde esta atalaya muestra la ciudad. Es un paraje de gran belleza que se yergue majestuoso sobre la meseta trujillano-cacereña, salpicada aquí y allá de grandes bolos de granito que mezclados con el encinar dibuja el típico paisaje de la zona.
La peña sacra es un gran bolo de granito cuyas dimensiones son las siguientes: El eje mayor tiene una longitud de 4,60 m y 2,50 metros en menor. El diámetro de resalto circular es de 0,80 m y soltura de unos 0,04 m. La altura mayor de la roca es de 4,10 m, la profundidad media de la concavidad es de 0,20 m., con formas redondeadas que en su lado oriental suaviza su pendiente y sobre el que se han practicado una serie de oquedades a modo de peldaños de escalera que dan acceso a la cima. Por el lado sur se aprecia una suave rampa que bordea la roca, donde se han practicado una serie de rebajes que parecen servir como apoyo de una estructura –posiblemente de madera– que lleva al inicio de la escalera ya mencionada. Desgraciadamente la base en que se apoyaban el inicio de la escala se ha desprendido y la rotura interrumpe la continuidad de la rampa. De cualquier manera el acceso a lo más alto no se realiza sin dificultad.
Las escaleras daban acceso la parte superior, que tiene forma amesetada y presenta un suave desnivel hacia el norte. Arriba se aprecian dos concavidades comunicadas entre sí, una de ellas prácticamente desaparecida por la disolución del granito provocada por el agua de lluvia, que ha excavado canalillos que vierten al pie del altar. La erosión ha hecho su trabajo, arrasando la superficie del altar y dificultando enormemente la identificación de sus elementos.
A pocos metros de nuestra peña, y en un plano superior en el paisaje, se yergue otro gran bolo de granito, de caprichosa forma, que parece imitar una esfinge. Se aprecia perfectamente un rostro desdibujado, pero que aún conserva sus rasgos más distintivos. La escorrentía de la parte superior del gran bolo ha marcado un surco en mitad de la cara que rompe su simetría. La boca es una fisura de forma sinuosa en la parte inferior que remata el óvalo de la barbilla. La nariz forma una protuberancia con una incisión a modo de fosas nasales, de las que sólo conserva la izquierda; y los ojos, consisten en dos grandes concavidades a modo de cuencas, la izquierda más definida, con un círculo central a modo de iris y un resalte imitando el arco supracilial.
No hay que olvidar que la comarca de Trujillo es uno de los focos de poblamiento más significativos de toda la Cuenca Media del Tajo.
La citada elevación, por su posición estratégica en una importante ruta de comunicación, ha sido ocupada desde los tiempos más remotos. Los restos apuntan a una presencia humana al menos desde la Edad de los Metales, momento en que pudieron ser aprovechados algunos de los abrigos existentes en esta zona del berrocal, si es que no lo fueron ya durante el Neolítico. En el Calcolítico la introducción de nuevas tecnologías y la extensión de los contactos comerciales provocaron un incremento notable de la población. El hábitat sale de las cuevas y abrigos naturales, que todavía seguirán utilizándose, para emplazarse en las principales alturas que controlan los caminos naturales. No es de extrañar que aquí se asentara un poblado de esta época, pues reúne las condiciones topográficas para ello. La ausencia de restos quizás pueda deberse a la continuidad del hábitat en etapas sucesivas que ha terminado arrasando las antiguas estructuras reaprovechadas en la construcción de las nuevas.
No hay que olvidar que la comarca de Trujillo es uno de los focos de poblamiento más significativos de toda la Cuenca Media del Tajo entre el IV y el III milenio por su riqueza minera que fue explotada desde épocas muy remotas.
Quizás date ya de esta época la primera utilización de nuestra peña como lugar sagrado por los habitantes del lugar. Desconocemos prácticamente todo lo relacionado con los rituales y ceremonias de las gentes del Calcolítico y la Edad del Bronce, pero parece claro que la utilización de estas peñas como lugares sacros se remonta a épocas muy antiguas, frecuentemente asociadas a fenómenos megalíticos.
El poblamiento de la Edad del Bronce sigue los mismos parámetros de emplazamientos, constructivos y habitacionales de la etapa anterior, pero las comunidades se hacen más complejas y estructuradas como consecuencia de las corrientes metalúrgicas atlánticas y mediterránea que dejarán su impronta en todas las facetas de la vida de estas comunidades. Y la religión y sus rituales no van a permanecer al margen de las nuevas modas que empiezan a transformar las vidas de los lugareños.
Efectivamente la corriente atlántica que pone en contacto las tierras ribereñas europeas penetraran, aunque ya de forma atenuada, hasta Extremadura, dejando sentir su influencia, no sólo en la cultura material, sino también en las manifestaciones del espíritu. Claro ejemplo de ello es la aparición de espadas en los ríos, como la hallada en el vado de Alconétar, siguiendo un ritual con probable significado religioso, que se repite por toda la fachada atlántica y que va a perdurar hasta época romana. Estos altares rupestres o peñas sacras no son manifestaciones de unas creencias de carácter local, sino que están ampliamente documentadas por todo el occidente peninsular desde Andalucía hasta Galicia, siendo especialmente abundantes en todo el cuadrante noroccidental, pero extendiéndose también hacia el centro y zona nororiental hasta Cataluña. El fenómeno rebasa la Península y se extiende por las costas francesas hasta Bretaña y salta a las islas Británicas.
Almagro Gorbea relaciona estas manifestaciones religiosas con un sustrato muy arcaico que define como «protocéltico» y viene a coincidir con otros elementos rituales del llamado Bronce Atlántico como el ya mencionado de arrojar armas a las aguas.
No estamos en condiciones de asegurar que el altar de sacrificio de ‘La Molineta’ siguiera cumpliendo su función en la etapa prerromana, cuando las tierras de la meseta trujillano cacereña estuvieron habitadas por vettones, pero las características topográficas parecen descartar la existencia de un poblado en ésta época. Con la llegada de Roma y la reorganización administrativa de las comunidades indígenas, el poblamiento se concentró en el monte gemelo, donde se edificó la antigua ciudad de Turgalium, que debió amortizar hasta épocas posteriores el uso de ‘La Molineta’.
Para la época romana hay abundante documentación en la epigrafía que nos habla de una serie de divinidades indígenas que debieron recibir culto en santuarios localizados en la zona urbana de la capital de la regio, por lo que este tipo de altares rupestres debieron caer en desuso, al menos los que estaban el zonas intensamente romanizadas. En su lugar surgieron otros espacios sacros al estilo romano, como el documentado en una inscripción hallada en el patio del convento de las Jerónimas en la que se menciona un fanum dedicado posiblemente a la diosa Bellona y donde recientemente han aparecido restos que podrían pertenecer al citado edificio sacro.
La posición estratégica de ‘La Molineta’ no pasó desapercibida para la invasión árabe.
La posición estratégica de ‘La Molineta’ no pasó desapercibida para la invasión árabe. En lo más alto de la elevación se conservan los restos de una atalaya de esta época, citada reiteradamente por las fuentes como un bastión esencial de ocupación islámica desde donde se divisaba la ciudad de Taryala (Trujillo) a unos 2 km al Oeste, y la Sierra de Santa Cruz al Sur, que fue otro enclave importante con restos de ocupación humana desde la Prehistoria hasta el siglo XIII.
La construcción aprovecha una elevación granítica para erigir en su perímetro muros de mampostería en los que destacan los mampuestos a sardinel. Consideramos que dicha atalaya pudo haber sido construida en época emiral, perpetuándose la ocupación hasta el siglo XIII, abandonada tras la reconquista cristiana acaecida el 25 de enero de 1232; abandono que se ha mantenido hasta nuestros días. A grandes rasgos, en función de lo que permiten ver la mucha vegetación y los derrumbes que se aprecian en la falda del cerro, presenta una gran plataforma construida en piedra provista de enormes contrafuertes cuyo grosor supera los dos metros y con alzados superiores a cuatro. El alto del cerro debió estar coronado por una atalaya de importantes dimensiones, aprovechando los muchos afloramientos rocosos existentes, que aun hoy día puede verse a pesar del deterioro avanzado en el que se encuentra.
Encima de los restos de la atalaya, y aprovechando los materiales pétreos de la misma, en el siglo XVIII se construyó el molino para triturar el grano. El molino tiene forma cilíndrica y mide unos siete metros de altura con un diámetro aproximado de más de seis metros. La planta baja, todavía visible, aunque en lamentable estado de conservación, se utilizaba como almacén y la planta superior estaba sostenida por una bóveda de sillar de tosca de ¼ de esfera, tal como se aprecia por los arranques y donde se colocaba toda la maquinaria. En la actualidad el molino está destruido y sólo se mantienen los muros maestros; las aspas y la maquinaria, que se conservaba hasta finales del siglo XIX, han desaparecido.
Entre el Altar y el Molino, nos encontramos con los restos de una prensa olearia. Es una auténtica reliquia del siglo XVII y constituye un fiel reflejo de los antiguos molinos olearios mediterráneos, cuyas principales características se mantuvieron sin cambios durante cerca de dos milenios.