POR ALBERTO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ.
He reñido a un hostelero: ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Porque donde cuando como sirven mal, me desespero».
El que riñe en su conocido epigrama es el fabulista Tomás de Iriarte.
Para que hoy nadie se desespere por comer mal, en nuestros días abundan las buenas hosterías y los buenos hosteleros, y proliferan las guías gastronómicas. Como la reciente de Fernando Valbuena, o la sección ‘EnSalsa’ que este periódico dedica el sábado a los fogones. Hoy la desesperación llega no por el mal servicio, sino por lo contrario: por el exceso de ringorrangos y pamemas de ciertos mesones y mesoneros con el servicio, la comida, y no digamos las bebidas.
Antes, cuando se iba a un restaurante solo a comer, y no a hacer gala de progresía y saberes gastronómicos o vinateros de manual, las cosas eran más sencillas. Se sentaba uno en una mesa con mantel de tela o hule a cuadritos; encontraba una gran servilleta cuyo despliegue sobre el pecho no era mal visto; platos redondos de loza blanca; cubiertos manejables, no de diseño; un cesto de apetitoso pan, pan, y unas machaítas para abrir boca. Todo casero, tradicional. Y cuando pedía un filete, le traían un buen filete, no una ‘obra de arte’ minimalista de ‘alta cocina’. Y el camarero, ni le contaba su vida al comensal ni lo conminaba a jurar que la performance que le había servido sobre una lancha de pizarra que se vierte por todos lados, y por el que le va a cobrar los dos ojos de la cara, está exquisito.
En el Badajoz pasado existían dos tipos de lugares para comer. Unos más selectos, que tras las fondas de siempre empezaron a llamarse desde principios del siglo XX restaurantes o restoranes. Solían ser los de los hoteles: Magestic, Garrido, Dos Naciones, Palax, París; o los cafés: Unión, Sótano, Gambrinus, Mercantil; Mundial, Águila…, a los que siguieron otros como Jamaco o Novelty. El del Casino, regentado por Pedro Alfaro Otero y luego Juan Polanco, era el más afamado.
En el apartado popular, a las posadas de siempre se añadían las modestas casas de comida familiar, en las que se servía lo que hoy sería menú del día a base de potajes y platos contundentes y económicos. Entre las más frecuentadas resaltaban las de Eusebia Delgado (calle Santa Lucía), Mandanga (Vicente Barrantes), Antonio García, Bar 101 (Santo Domingo), Casa Ignacio y Manuel Morlensín (esquina del Rastro), Antonio Leal (Amparo), Florencio Vázquez y Eugenio Lobo (Plaza Alta), o la famosa Dolores Cambero, La Manca, en Zapatería.
Si en cualquiera de ellas se hubiera servido una tortilla de patatas deconstruida o unas albóndigas líquidas en un catavinos, se hubiera organizado la mundial. No es que alguien hubiera reñido al hostelero, es que habrían arrasado directamente el local.