Concebido para 450 alumnos, fue diseñado por el reconocido arquitecto municipal Ángel Pérez «sobre un terreno que el ayuntamiento compró en 1934 a los herederos de Victoriano Hurtado por 8.199 pesetas», detalla el cronista. Tenía un concepto novedoso, «aislado de otros recintos para facilitar la ventilación y la iluminación, duchas, comedor, sala de reconocimiento médico y biblioteca».
Desde el principio, sus clases no tuvieron clases. Allí estudiaban y jugaban sin diferencias los hijos de las familias sencillas (la pobreza hacía estragos tras la guerra) con otros más afortunados. Uno de los primeros alumnos fue José Sansón Rodríguez, nacido en 1945. La familia tuvo un bar en la calle Moros, luego se mudó a la Ronda del Carmen y finalmente al Refugio. Fue allí donde, con 11 o 12 años, dejó de acudir a la Escuela Normal para ir al Madruelo. «Entonces el colegio era diferente. Íbamos cuando podíamos porque muchos niños ayudábamos en casa. Aquello no extrañaba a nadie, la vida era así», relata.
En realidad los profesores no solo hacían lo que podían, hacían mucho más por aquel alumnado. En eso coinciden todos los testimonios. «En mi memoria lo tengo como un sueño, nos trataban muy bien, había maestros muy entregados a la gente humilde». Allí aprendió José las cuatro grandes reglas de la vida, «sumar, restar, multiplicar y dividir», además de un nivel adecuado de lectura y de escritura. Eran todas las armas de aquellos chiquillos frente al mundo.
Corrían tiempos difíciles. El Madruelo repartía en el recreo la leche en polvo norteamericana. José y su hermano la echaban en sendas medidas generosas que conservaban desde que habían tenido una vaca. No se la tomaban. Corrían a casa para llevarla a su familia, a sus hermanos. Cuando regresaban, aquellas profesoras, conocedoras de lo ocurrido, volvían a echarles. «Eran personas muy agradables con unos escolares que carecíamos de muchas cosas».
Volviendo atrás, allá por 1955, tras aquella breve entrevista con doña Paula, el pequeño Juan José Doncel también comenzó a acudir al Madruelo. Era el colegio de su barrio. Hijo de hortelano, había nacido en el número 19 de Villalobos, donde hoy tiene la satisfacción de seguir viviendo. Entró en párvulos. Recuerda que en un ala se situaban las cuatro aulas femeninas y en la otra las cuatro masculinas. En medio existía un gran salón donde se celebraban los actos colectivos del tipo ‘Con flores a María’. Debajo estaba el espléndido comedor.
El Madruelo tenía escolares de todo tipo. «Allí iban los alumnos de la parte antigua y calles colindantes, de San Marquino, de la mina de Valdeflores, de las fincas de la Montaña, de las chabolas de los mercheros en el cerro de la Buitrera, de las casas de los gitanos en Fuente Rocha. «Había una solidaridad tremenda y ninguna rivalidad. Estábamos integrados, jugábamos y si acaso nos peleábamos todos (risas). No vi un conflicto más allá de los líos entre niños», revela.
Si no eras adulto, la vida de los años 50 parecía divertida. «Dedicábamos el recreo a rescate, a la mosca burrera, a los bolindres y al juego más peligroso: comprábamos carburo, lo metíamos en un agujero con agua y lo tapábamos con el bote de la leche del recreo. Aquello empezaba a bullir y explotaba. No sé cómo no nos dejamos las manos».
Aprendieron tanto que Juan José, ya en su carrera de 32 años como periodista de Radio Nacional, bautizó aquella escuela como ‘Universidad del Madruelo’. «Me tocó la lotería en 1994 y junto con Boni Sánchez sacamos 250 camisetas con esa leyenda. Hoy solo me queda una», confiesa.
Antonio tuvo la suerte de poder seguir estudiando en las Damas Apostólicas. Luego se embarcó en la carpintería, como su padre, un trabajo del que ha vivido toda su vida. Cuando nacieron sus hijas no dudó en enviarlas los primeros años al Madruelo, luego pasaron al Paideuterion y a la universidad. «Ellas guardan un recuerdo muy bonito, la mayor tiene bastante pena de no poder hacer una última visita antes de que lo derriben», reconoce.
Y es que el cariño por el Madruelo no entiende de generaciones. La última que se formó entre sus paredes fue la de Andrés Jiménez Gironda, nacido en 1990. «Vivo muy cerca y era el colegio ideal para hacer preescolar, porque íbamos los chavales de la zona de Santiago, del Picadero, de Fuente Concejo, Caleros, Tenerías…». La etapa de Andrés coincidió con la fuerte rehabilitación de casas en el casco histórico, cuando llegaron nueva familias que dieron gran vida al centro.
Muchos alumnos se reencontraron más tarde en el Paideuterion. Por entonces la vieja escuela ya tenía firmado su cierre como colegio (luego vivió una corta y última etapa como centro de FP). Andrés, tras largos años estudiando y trabajando en Madrid, vuelve a frecuentar Cáceres «y he visto otra vez el Madruelo, que siempre evoca la infancia, los primeros recuerdos: el olor a papel, el baby, el pegamento…». Él lo tiene claro: «Cuando creces, tomas conciencia de la suerte que has tenido de haber estudiado en tu propio barrio».