POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA.
Vivía el respetado canónigo don Telesforo, hombre ya entrado en años y cuya plática denotaba muchas lecturas, en la calle Ceballos, esquina con Escopeteros. En los bajos del edificio abría sus puertas una tienda de ultramarinos que los parroquianos llamaban la del Tío Jesús, lugar muy transitado a todas horas. Y en el balcón de hierros retorcidos que proclamaban los blasones de su dueño un loro pasaba los días frescos, que en Murcia casi lo son todos.
Era la ciudad un agradable oasis de provincias. Aguantaba, experta inmemorial en estas lides, a una sequía tan pertinaz como el desempleo, que empobrecía aún más a una población esquilmada por pesares e impuestos. El Consistorio, como siempre ausente de la realidad, intentó reformarlos, aunque la primera sesión del Pleno municipal tuvo que suspenderse porque faltaron muchos concejales.
La Gran Droguería Catalana ofrecía en la plaza de San Julián desde cola para carpinteros a «garbanzos de Castilla la Vieja» y esencias finas para las señoras. Aunque más selectos eran los productos de El Diamante, en la calle Trapería, con su extenso surtido de abanicos de Viena, de Japón y del país.
Igual de frecuentada era la tienda del Tío Jesús, bajo el balcón del canónigo. Emplazamiento idóneo disfrutaba el loro para escuchar cientos de conversaciones que, sin duda, templaron su torpe garganta hasta que cierto día arrancó a hablar. Y grande sería su inteligencia pajarera cuando pronto se hizo popular en la ciudad por atrevido y lenguaraz.
Contaba García Mulero en el diario ‘Línea’ que si se alargaba alguna de las muchas visitas que recibía el canónigo, el loro, con expresión taimada desde su jaula, aguantaba un tiempo la insoportable cháchara hasta exclamar a voz en pico: «¡Bla, bla, bla!». Ni las recriminaciones del sacerdote lo detenían, ni la sorpresa de los inoportunos visitantes lograban calmarlo hasta que se marchaban. «¡Bla, bla, bla!».
En otras ocasiones, en cambio, su facilidad para articular sonidos era de gran utilidad y nadie precisaba llamar al timbre para saber si el canónigo andaba en su hogar. Bastaba con preguntarle al loro: «¿Dónde está don Telesforo?».
Casas de «mala nota»
El animal, estirando orgulloso su bello plumaje azul y verde, respondía al punto: «¡Está en el coro, está en el coro!». En el coro de la Catedral, donde el cura tenía plaza de penitenciario. Pero si estaba en casa, la respuesta era diferente: «¡Telesforo, Telesforo!», se desgañitaba el animalico hasta que su dueño abría la puerta.
Otras muchas palabras pronunciaba el ave para orgullo del canónigo y regocijo del personal. Aunque, como era de esperar, no todas causaban tantas risas, al menos entre las gentes más beatas. Porque en la misma calle y no muy lejos del balcón se mantenían algunos prostíbulos improvisados en aquellas casas denominadas de «mala nota».
Así que era frecuente que las prostitutas arengaran al animal a la espera de alguna respuesta ingeniosa. Cuando no fueran ellas mismas, como otros vecinos acostumbraban al pasar bajo el balcón, las que instruyeran al lorito en insultos y desplantes.
Por ejemplo, contaba García Mulero que los tartaneros le gritaban el término rasera, cuando no ramera, y el loro enloquecido les respondía hasta verlos perderse por la otra esquina: «!A la perrera, a la perrera!». Perrera: sinónimo de cárcel en la época. Mes a mes, el ave adquirió gran fama en la ciudad y su dueño presumía de la inteligencia de su mascota. Aunque eso le costaría un tremendo disgusto. ¿Pero existió el loro y don Telesforo o es otra leyenda de las que atesora nuestra Murcia? Existieron. El loro llegó a conocerlo García Mulero -o su padre- quien recuperó la historia en 1980 cuando contaba más de noventa años de edad.
Don Telesforo también. El sacerdote nació en Totana en 1836 y se ordenó en 1860. Acompañó al arzobispo Barrio en Valencia, donde fue profesor del seminario y bibliotecario, además de doctorarse en dos ocasiones. De retorno a la Región pasó por Lorca y Cartagena hasta conseguir la Penitenciaría de la Catedral de Murcia en 1889.
Ser penitenciario era un cargo de gran trascendencia. De hecho, solo él tenía la facultad de perdonar pecados graves que acarreaban la excomunión, como la apostasía o el aborto. Y otros que en la época lo fueron: pegarle a un obispo. Algunos, eso sí, escapaban a su competencia. Es el caso, por ejemplo, de la violación del secreto de confesión.
Telesforo, técnicamente, era párroco de la Catedral. Porque como parroquia funcionaba el templo hasta que el obispo Vicente Alonso Salgado decidió trasladar el clero a San Bartolomé, añadiéndole el sobrenombre actual de Santa María por ese motivo. Pero Telesforo, tozudo como su loro, se enfrentó al señor obispo: «Yo gané mi plaza en la Catedral y de aquí no me muevo». Y se quedó, como párroco sin parroquia hasta su jubilación. El sacerdote moriría después en Totana, su pueblo, un dos de marzo de 1911.
La lata de las hermanitas
Pero antes sucedió una espléndida anécdota. Tanto presumía Telesforo de su loro ante las monjas de cierto convento de clausura que le rogaron que les prestara unos días al animalico: querían disfrutar también de su legendario pico de oro. El canónigo se negó al principio, ya imaginará el avisado lector la razón. Pero accedió.
Así que el loro llegó al convento. Las monjas lo avasallaron durante horas intentando arrancarle alguna chanza. Que si di hola, lorito guapo, que si di Señor, que si di Niño Jesús, que si di esto y lo otro… Pero el ave las observaba en silencio. Y tanta lata le dieron las hermanitas al animal que, cuando menos lo esperaban y acaso recordando el loro a las vecinas de mala vida que lo increpaban en el balcón, abrió su pico y les espetó varias veces: «¡Putas, putas, putas!»
Pies le faltaron a don Telesforo para acudir al convento y, entre mil disculpas y lamentos, recoger a su deslenguada mascota, que regresó a su confortable balcón. Eso sí, ya convertida en otro personaje murciano para la historia.
Publicado hoy en La Verdad.