POR FRANCISCO PUCH JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDESIMONTE (SEGOVIA)
Podría yo tener por aquel entonces entre los 10 o 12 años, por lo que, remontándonos en los tiempos, estas historias que ahora vengo a narrar podrían estar ocurriendo en la década de los años cuarenta del pasado siglo XX.
Existía en aquella época, en las proximidades del Huerto del Tío Caín (del que hablábamos ayer) un edificio en el que estaba instalado el matadero municipal de mi pueblo La Granja de San Ildefonso.
No todos los días se sacrificaban animales pero el día que se hacía con los de vacuno, solíamos asistir algunos de los chavales para ver el espectáculo.
En el edificio había una amplia nave rectangular, rodeada por una especia de callejón en el que había instalados dos o tres burladeros a cada lado. En un extremo de la nave, existía un portón por el que se hacía acceder a las reses que encajonadas venían, allí se les pasaba una gruesa maroma por la testuz, que amarrada estaba en su otro extremo a un torno de madera de tracción manual.
Los operarios del torno tensaban la maroma haciendo ir al animal hacia el lugar en el que ellos se hallaban. Los bichos por lo general se resistían al arrastre y lo demostraban con mugidos, cabeceos, cornadas al aire oponiendo su fuerza a la tirantez de la soga.
Cuando la testuz de la res estaba al alcance del puño del matarife o cachetero, éste le asestaba un certero golpe en la cerviz que la hacía caer descabellada. Era la forma en la que en aquella época se sacrificaban las reses de vacuno.
Así contado, no deja de ser una crueldad ese mal trato que se daba a los animales antes de su sacrificio, mas sin embargo es un espectáculo que solemos presenciar con frecuencia en las plazas de toros, sin que nadie repare en esa crueldad que los astados sufren a manos del hombre, al que incluso aplauden por hacerlo.
Hoy sería impensable someter a los animales a esa tortura pues se cuenta con medios más sofisticados para el sacrificio de cualquier animal evitándole el sufrimiento.
A mayor abundamiento, tanto o más cruel eran los sacrificios del cerdo.
El día de la matanza era una auténtica fiesta para quiénes la realizaban y sus parientes y amigos. De niño, también estuve presente en aquellas matanzas del cerdo a la antigua usanza. Entre tres o cuatro hombres fornidos subían al bicho sobre la mesa de destazar, de tosca y fuerte madera, colocándolo de forma que su pescuezo quedara al aire fuera de la misma, y con un agudo cuchillo era degollado, de forma tal que su sangre cayera en un cubo o caldero para una vez cuajada y cocida servirla de aperitivo con el calducho, mientras se iba embutiendo para la fabricación de las sabrosas morcillas. Después venía el destazo, la separación de los jamones y paletillas, del tocino y el magro que se hacía pasar por una picadora de carne, y que una vez aderezada, era embutida en las propias tripas del animal sacrificado para la fabricación de los sabrosos chorizos y longanizas.
En cuanto al sacrificio de otras especies de más pequeño tamaño como los pollos y gallinas, quedaba en manos de cualquier ama de casa que tuviera corral; un profundo corte de cuchillo en la cresta para hacerlo sangrar y que quedara blanco; y no digamos cómo era el sacrificio de los conejos, un golpe con la mano detrás de las orejas y bicho muerto.
Todas estas barbaridades ocurrían hace no muchos años, durante la primera mitad del siglo XX, no mucho antes de que estrenáramos democracia y se comenzaran a dictar leyes adecuadas y menos salvajes para el sacrificio de los animales y preparación de los alimentos.
¿Quién se atrevería hoy a poner en manos de una joven ama de casa un conejo, una gallina o un pichón para que lo sacrificara?.
Algo hemos ganado, al menos hemos dulcificado la vida y la muerte de los animales mientras que la de los humanos sigue siendo tan cruel como hace cien mil años.