POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Uno nunca sabe que tiene el agua perdida en el bosque que lo atrae sin remisión. Siempre quieta y desafiante, rodeada de un misterio ancestral, acaba por amansarse entre viejos árboles sostenidos por la penumbra que incitan, por la oscuridad que destilan. Ya sean lagunillas o charcas, estanques fortuitos o remansos nacidos de un meandro que aspiró a mucho más, las aguas impasibles del pinar me llaman con dulce voz amarga.
Sé que muchos preferirán las prístinas aguas de las lagunas alpinas, brillantes, claras y orgullosas de reflejar la luz que sol rampante lanza hacia su espejo inmortal. Allí arriba, entre el puerto de los neveros y el pico de Peñalara, la laguna de los Pájaros, a la sombra del temible risco de los Claveles de arista afilada, roca congelada y paso traicionero, grita su reflejo cegador a todos los que por allí salvan la escarpadura. Al otro lado del macizo, entre caminos destripados y sendas multitudinarias de escasa protección bien vociferada, la laguna de Peñalara acostumbra a ennegrecer el azogue de tanto en cuanto, no sea que una horda incontrolada acabe por transformar aquella maravilla en gélida infusión de insidias cotidianas. Una legua más abajo, llegando al vado del Oquendo que salva el embroque del arroyo del Cañón con el zigzagueo de eterna juventud que acompaña al Carneros, los pastores de árboles decidieron abrir otra lagunilla diminuta. Desalojando parte del furioso caudal que a borbotones y entre escalones de fría roca sedosa empuja el arroyo serrano, una sencilla charca acoge a todos lo que por allí se dejan caer camino de Peñalara, del Raso del Pino, de la Caseta de Aránguez en la Majada Hambrienta. Pensada como recurso de las camisas amarillas que persiguen la más incipiente llama que por allí pudiera asomar, el espejito del pinar de Oquendo, en la cercanía de donde una vez se levantó la Caseta del Carretero, refugio de gabarreros y pastores en el Corral del Pasadizo, suele reportar una felicidad inmensa al peregrino del pinar que con ella se topa.
Sin embargo, no es en esos espejos alpinos de orgullosa luminosidad, frescor aterciopelado y brillante sordina donde busca reflejo este humilde Cronista. Más apegado a la oscuridad del roble revirado que mira de refilón, al bosque viejo y atormentado por siglos de incomprensión, de hacha roma golpeando la raíz y sierra mellada amputando ramas de verde sabia, el que suscribe no puede evitar la umbría de la arboleda, la negrura encerrada en las ramas bajas del calocedro ralo y despreciado por tanto pino albar. En el lóbrego hálito de cedro desramado y aislado pinsapo, perdido su norte y el fulgor de la luz por el tapiz de ramas secas y rotas de acículas anaranjadas; abrazado por el aliento crudo, áspero y cálido de un sinfín vegetal que una vez fue verde y ahora es negro como el corazón podrido de los tejos que nadie aprecia; allí, digo, es donde suelo encontrar la paz que la frustración de un presente engañoso y mendaz me inspira.
Y de todas las pozas y charcas, lagunas y estanques que uno pueda imaginar, no consigo sacar de mi mente el que absorbe la mirada de cuantos bajan por la calle honda que empuja al paseante desde el Mar de lo Jardines hasta la partida de Andrómeda. A medio camino entre ambos deleites de luz y color, de presuntuosos pinos y abetos, secuoyas y tilos, castaños y arces; carpe y boj; justo en el lugar que reina el cedro de Andrómeda que acaricia mi infancia cada vez que lo percibo; allí mismo enraizó hace una eternidad el estanque del Medio Celemín. Acucharado contra la trinchera de verde vinca amoratada y rodeado de una negrura que no vaticina nada bueno, recoge aguas con la parsimonia del que odia todo lo que pasa, del que sufre la ignorancia ante un millar de ojos que apenas gastan un suspiro, un vistazo indecente en el trasiego de espejo a vergel. Escondido entre la fronda que lo consume, sus negras aguas miran al paseante con ese resquemor que sólo el oscuro alma del bosque resentido puede destilar.
Es entonces que bajo con mi Compadre, el Sr. Bellette, y le regalamos un minuto de nuestro vespertino trasegar entre el Gurugú y el Colmenar. Detenidos ante su pardo reflejo, una y otra vez discutimos lo arcano de su nombre, de ese medio celemín que no acertamos a adjudicar a superficie o capacidad. Más próximo a los doscientos metros cuadrados que a los escasos dos litros y medio, el estanque, sorprendido por la atención, nos regala un destello de la luz que atesora entre la hiedra de un viejo roble apesadumbrado por tres siglos de desdén, consciente del interés que nos despierta. El reflejo nos hace apartar la vista para descubrir a su hermano al que alimenta al otro lado de la calle, ahora transitada por una legión de domingueros despreocupados en la tarde de un martes cualquiera. Siguiendo el fulgor localizamos el conducto y las aguas aún más oscuras del estanque de las Llagas, en la cuesta empinada que empuja toda la presión de la sierra hacia el surtidor que corona la fuente de Andrómeda, aquella que con tanta fruición admirara el rey loco desde el balcón distraído del ala norte del palacio. Este, el estanque de las Llagas, nos reclama con sus aguas más tibias y cálidas que las del hermano mayor, quizás reclamando liberarse de la malla que rodea su integridad para evitar que los desubicados del martes por la tarde acaben zambullidos en una oscuridad que no inspira perdón alguno.
Para su desgracia, retomamos nuestro cotidiano devenir recordando las llagas que tales aguas alimentaban, para volver sobre nuestros pasos y prometer a aquella oscuridad que volveremos al día siguiente, bien en subida, bien en bajada, tratando de disfrutar de su negrura, de su enfado monumental; de esa belleza indescriptible albergada en todo lo que está oculto a la vista de todos, pues, no hay mayor belleza, perfección más plausible, queridos lectores, que aquella escondida en la noche del conocimiento, en el negro azabache capaz de absorber toda la luz que, después de todo, no hace otra cosa que cegar nuestro entendimiento.