DE SU VIDA SE HA OCUPADO EN DIVERSAS OCASIONES EL CRONISTA OFICIAL DE IZNÁJAR, EL HISTORIADOR ANTONIO CRUZ CASADO
Su nombre era Julio Burell y Cuéllar (1859-1919) y su aspecto de madurez el que se aprecia en la fotografía de la derecha, del archivo histórico de «ABC»: barba poblada, cabeza egregia, elegante chistera y largo y confortable abrigo. Una imagen muy ministerial y «british» de comienzos del siglo XX y que oculta al letraherido y bohemio que también se escondía tras la biografía de este hombre nacido en Iznájar en febrero de 1859.
Cien años se acaban de cumplir de su muerte, causada por una cruda pulmonía y que dio paso a un entierro muy concurrido, al que asistieron, entre otros, José Ortega y Gasset y Julio Romero de Torres.
Por allí se vieron coronas enviadas por la Asociación de la Prensa o por la novelista Emilia Pardo Bazán. No es rara tal repercusión si se entiende que, aunque su nombre se haya desdibujado bajo las marejadas del tiempo, Burell fue considerado en su madurez un maestro de periodistas y un ministro estimable —de Gobernación y de Instrucción Pública y Bellas Artes— en años de gobiernos cambiantes y en los que la monarquía de Alfonso XIII caminaba con premura hacia su colapso. Tampoco si se rastrea en la obra de sus coetáneos de la Generación del 98, pues tanto en el «Diario de un enfermo» de Azorín como en «Luces de bohemia» de Valle-Inclán dejó su impronta.
De su vida se ha ocupado en diversas ocasiones el cronista oficial de Iznájar, el historiador Antonio Cruz Casado, que hace unas semanas pronunció una conferencia en la Real Academia de Córdoba dando cuenta de cómo siguió la prensa madrileña los últimos días de Burell. Crónicas en las que se informaba de leves mejorías, que al final eran espejismos. Incluso se señalaba que en los pasillos parlamentarios la salud del exministro ocupaba los corrillos, en los que también se hablaba esos días del atentado sufrido por el político francés Georges Benjamin Clemenceau. Las notas informativas, según ha documentado con rigor Cruz Casado, explican que al domicilio madrileño del periodista se desplazaban políticos como Eduardo Dato para conocer el estado de salud del enfermo y para hacerle compañía en su postración.
Eran los últimos compases de una vida intensa que comenzó en el Iznájar de mitad del XIX, pues allí en la Subbética cordobesa nació Burell y allí aprendió las primeras letras, de tal modo que siempre ejerció como iznajeño y cordobés. Ya de adolescente se trasladó a Córdoba capital, donde estudio en el colegio de la Asunción, que así se llamaba entonces el actual instituto Luis de Góngora, en Las Tendillas.
De ahí se trasladaría sin cumplir aún los 20 a Madrid para estudiar Derecho y Filosofía con resultados desiguales. Frecuentó las tertulias de la época —fue de hecho fundador de la famosa y gamberra «Cacharrería»— del Ateneo- y contrajo algo que él mismo entendía como un virus: el periodismo.
Comenzó Burell a foguearse en los periódicos de la época, que vivían un momento de especial dinamismo. Primero en el diario republicano «El Progreso» y más tarde en otras cabeceras como «El Heraldo de Madrid», «La Opinión», «El Gráfico», «El Nuevo Heraldo» o «El imparcial», en algunos de los cuales ocupó cargos de responsabilidad. Por ellos fue dejando su prosa y destacando en la crónica parlamentaria en los tiempos de Cánovas y Silvela. Justo un año antes del Desastre de 1898 escribió su artículo más celebrado: «Jesucristo en Fornos». Era un relato que describía una fiesta desmadrada de hombres y mujeres con champán y ostras y en la que aparecía un misterioso personaje que encarnaba la pureza de Jesús. El texto daba cuenta de la decrepitud moral del momento.
Julio Burell, a pesar de esa pasión periodística, comenzó a alternar pronto la escritura con la política, algo frecuente en la época. Con sólo 27 años fue elegido por vez primera diputado por Córdoba, según él mismo contó en una entrevista con el montillano José María Carretero, muy conocido en su tiempo bajo el pseudónimo de «El Caballero Audaz». Revalidaría el escaño por otros lugares muy distintos a su tierra de origen, como Jaén y La Coruña, y acabaría ostentando cargos como el de gobernador civil en Toledo y Jaén.
Serían esos los pasos previos a su llegada al Gobierno, que tuvo lugar en 1910 y bajo presidencia de Canalejas. También más tarde, en 1915 y 1918, con Romanones y García Prieto como responsables del ejecutivo alfonsino. Aunque sus estancias ministeriales se pueden considerar fugaces, se recuerda por ejemplo que fue el ministro que le concedió una cátedra a Emilia Pardo Bazán, a la que por entonces se le negaba el acceso a la Real Academia, y el que firmó el decreto que permitía el acceso a las mujeres a la universidad y a todos los cargos del propio Ministerio. Se alababa en la época que sus decretos ministeriales tenían el encanto de un escritor de verdad y no la prosa fría y leguleya del ministro corriente.
Don Paco
La presencia de Burell como personaje literario alcanzaría su cota más alta gracias a don Ramón del Valle-Inclán, que un año después de la muerte del político dio a conocer su obra magna, «Luces de bohemia». Ahí aparece el personaje de un ministro de Gobernación llamado Don Paco, bohemio en su juventud y que ayuda al desgraciado Max Estrella —trasunto del escritor sevillano Alejandro Sawa— en esa noche terrible que relata el magistral esperpento valleinclanesco.
El filólogo Alonso Zamora Vicente fue el que muchos años después, en los años 60, fijó la idea de que este personaje del prócer sensible con el literato caído en desgracia no podía ser otro que Burell, algo que parece razonable si se toman en cuenta el amor que siempre sintió el ministro por la literatura y por los escritores. También cabe recordar que Burell nombró en sus años de ministro profesor de Bellas Artes a Valle-Inclán, por lo que la relación entre ambos debía de ser estrecha.
Fuente: https://sevilla.abc.es/ – Félix Ruiz Cardador