
POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Anda siempre mi paisano José Luis Martín Plaza con el Real Sitio en el punto de mira. Ya sea paseando el bosque o metido en la brega de un consistorio ayuntado, José Luis trata de acallar esa duda constante que le atosiga con más sensatez que le regale ese conocimiento veraz capaz de tranquilizar semejante picor. Y un servidor que, además de amigo, se esfuerza en cumplir con las derivadas tangenciales del oficio que me fue encargado por José Luis y sus compañeros munícipes, trata siempre de estar a la altura de las dudas acerca de un pasado cada vez más lejano.
El caso ha sido que ayer, sin ir más lejos, mi querido amigo me sorprendió con una de sus periódicas inquisitorias mientras caminaba con mi Compadre, el Sr. Bellette, la bajada del cerrete que comunica la fuente del Gurugú con el robledal acostado a la sombra del Mar en el Jardín del Rey. Metida la mañana en un sol gélido curador de membrillos, me vi asaltado por una cuestión acerca de la fábrica que los reyes de España decidieron establecer en las ruinas reconstruidas de la que fuera Real Fábrica de Cristales de Carlos Sac. Sumida en el desconcierto que aquel voraz incendio la sumió, la edificación que viera desarrollado aquel pulimento de espejos ideado por Ventura Sit, cayó en desuso por el fuego devastador que todo lo consume y la construcción de una Real Manufactura monumental justo a la salida del Barrio Bajo llevada cabo por nuestro vecino olvidado José Díaz Gamones, ya durante el reinado de Carlos III.
Sometido el espacio a estudio económico, se tomó la decisión de continuar con la fabricación mecanizada durante el reinado de aquel déspota tan afamado. Dado que la introducción de procesos semiautomáticos estaba revolucionándolo todo en esa Europa de guillotinas, telares, trenes y calentamiento social fruto del desconcierto comunitario y la desigualdad, el ministro de Estado, José Moñino y Redondo, más conocido por Conde de Floridablanca, propuso desarrollar una red de fábricas de lienzos que alternara la tradicional producción artesanal con la introducción de máquinas al uso que facilitaran la creación de tejidos, telas, manteles y sábanas, todo ello bajo el resumido sustantivo de lienzos o, más en el siglo, lencería.
He de suponer que encontrar un resto de aquel esfuerzo fabril preindustrial referido en el maravilloso Museo del Traje de Madrid llamó poderosamente la atención de mi amigo José Luis. Después de todo, no descubre uno todos los días que ha sido vecino de una fábrica de lencería sin haber tenido el detalle de inspección tales diseños para la diversión solaz de la desvergonzada vida que gastamos los del Real Sitio cuando estamos en la penumbra. Para mi desgracia y la decepción febril de mi paisano, hube de explicarle aquello de la fábrica de lienzos asociada al mote de calandria que recibían las máquinas allí alojadas por el ruido infernal e indescriptible que regalaban a los que por allí vivían.
Claro que, picado por la curiosidad que define a cualquier Cronista que se precie, me metí entre papeles viejos para poder establecer argumentos sólidos que satisficieran a mi querido y curioso concejal. Parece ser que el conde de Floridablanca, precavido como el que más, propuso la instalación de varias factorías para garantizar el éxito de la propuesta. Esa mentalidad de generar un privilegio de producción que estrechara el mercado se había demostrado poco eficaz, ya que alzaba los precios y hacía insostenible la presión social al respecto, reduciendo lo allí generado a un lujo de poco recorrido. He de suponer que la experiencia con la producción de cristales planos les había tirado definitivamente del guindo. Puede que, por ello, levantaran en León otra Real Fábrica de Lienzos o Lencería, ambas en torno a 1759, si hacemos caso al Santos Martín Sedeño y su maravillosa guía del Real Sitio.
No obstante, ambas fábricas concluyeron en sonoro fracaso: la de León cerró a los diez años y la del Real Sitio, si creemos a Pascual Madoz, a principios del XIX, quizás empujadas por la factoría abierta en Santa María la Real De Nieva con los mismos propósitos. Puede que, cayendo en la desidia que nos define, pensemos en la evidente y facticia incapacidad industrial en la que hemos venido viviendo los últimos dos siglos; que estemos seguros de que aquello no era más que la flor tardía de un formato fabril de un privilegio caduco y sacado de un pretérito perfecto. Mas, profundizando en las fuentes primarias de aquel asentamiento fabril resulta que hubo algo mucho más complejo, al menos en lo referido a la Calandria del Barrio Bajo. Parece ser que, constituyendo un sistema de producción semiautomático, la fábrica de lencería debía contar con trabajadores que alimentaran las histriónicas máquinas, amén del tratamiento dado a lo parido por esas aberraciones que tanto odiaran Ned Ludd y sus desarrapados destructores de maquinaria industrial. En lo referente a este Real Sitio, los trabajadores eran, en realidad, mujeres destinadas a tratar todos los hilos con los que las calandrias pergeñaban cualquier tipo de fábrica. Estas hilanderas colmaban el viejo caserón de dos plantas que una vez albergó la producción de bellos y cortesanos espejos, esforzándose a diario entre telas y sábanas, manteles y tejidos de toda índole y coloración.
Ahora bien, siendo mujeres, solteras en su mayoría y alimentando máquinas, los honorarios de su esfuerzo no debieron suponer más de ocho cuartos o, lo que es lo mismo, dieciséis miserables maravedíes cobrizos de vellón. Dice algún especialista que los padres de aquellas hilanderas acabaron por rechazar el empleo de sus hijas explotadas en aras de una producción que no despegaba. Este que suscribe, más conectado con la realidad vivida que no escrita, entiende que aquellas hilanderas prefirieron quedarse en su casa que continuar con un abuso tan recurrente que mandaron la calandria a freír espárragos, que habría dicho Octavio Augusto.
Perdida la mano de obra resiliente, la Real Fábrica de Lencería de San Ildefonso acabó por clausurar su instalación, pasando a ser vendido el espacio a un empresario lugareño más centrado en la diversión y otro tipo de escándalo sonoro más amable. Por lo que este humilde Cronista respecta, me quedo con las hilanderas rebeldes y descontentas con la desvergüenza contingente en todo empresario español que se precie, por muy coronado que aquel fuera, siempre sociabilizando las pérdidas y privatizando las ganancias: mucho mejor en casa viendo la vida pasar, que ver una vida pasando en beneficio de unos pocos.
En ese caso, queridos lectores, más nos valdrá pasear por la Calle de los Baños con aquellas hilanderas amotinadas camino de la Puerta del Campo y que el tiempo nos juzgue a cada cual.
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