POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Hubo un tiempo en que ir al teatro en Murcia suponía disfrutar de un doble espectáculo. Uno, sobre las históricas tablas. El otro, a este lado. Y eso es lo que recordaba el genial José Echegaray a quien, por cierto, le dolía la boca de proclamarse murciano, aunque eso muchos lo hayan olvidado.
La anécdota la relata el Nobel en su obra ‘Recuerdos’, tres abultados volúmenes donde abundan las referencias a Murcia. Ahí aclara que debía tener unos ocho o diez años cuando asistió, «siempre en el teatro de Murcia, a un espectáculo curiosísimo, que me conviene recordar, porque éste sí que es un documento humano, y aún histórico, sobre las costumbres y forma de gobierno de entonces». Debía referirse al antiguo Teatro del Toro, que fue demolido en 1857. El Romea, con el nombre de Teatro de los Infantes, no sería inaugurado hasta el 25 de octubre de 1862.
El teatro acogía el estreno de una ópera, ‘Clara de Rosemberg’, que incluía en uno de sus actos un duelo entre el caricato, cantante que interpreta los papeles de bufo, y el barítono. Apuntaba Echegaray que el respetable llamaba a aquella parte «el dúo de las pistolas». Y debía ser magnífica la interpretación porque el público, puesto en pie, pidió que se repitiera.
Por aquellos años, como si en los toros se andara, había un presidente en el teatro, quien velaba por mantener el orden y la disciplina encima y delante de las tablas. Y el buen señor no estaba dispuesto, quizá porque no le agradaran las bromas, a que se repitiera el dúo.
El público, muy al contrario, reclamaba a gritos el bisado. «Y el presidente -recordará Echegaray-, impasible, inmóvil en su palco presidencial, como el Padre Eterno entre las nubes», no daba la orden que todos reclamaban. El teatro se convirtió en un infierno de gritos y amenazas. Hasta que pronto brotó entre la muchedumbre una idea, que corrió como chispa eléctrica por butacas, palcos y galerías: «¡Vámonos todos a la calle!». Para qué quiere usted más. La masa humana empezó a desalojar las localidades, digna y tranquila, satisfecha de su venganza. Pero no contaban con que el presidente, que ya andaría endemoniado en su palco principal, consideró aquella acción como una falta de respeto a su persona y autoridad. Así que ordenó que se cerraran las puertas del teatro, conteniendo al público, pistola en mano.
Los recuerdos de Echegaray se detienen en esta escena porque el autor salió con su padre, «que me llevaba de la mano, por debajo de un pistolón enorme y por el resquicio de una puerta, no bien cerrada todavía», entre las interjecciones de los hombres y los gritos de espanto de las señoras al encontrarse en aquella inesperada repetición del dúo de las pistolas. Y concluye Echegaray: «El presidente debió pensar: ‘¿Pistolitas queréis?, pues allá van pistolas’».
Un hecho real
Cabe preguntarse ahora cuánto de verdad atesora este recuerdo del Nobel. Antonio Crespo, en su discurso de ingreso en la Real Academia Alfonso X el Sabio, situaba los hechos «hacia 1842». Pero el gran investigador murciano erraba la fecha. Aquello sucedió el día 15 de mayo de 1840, tal y como publicó el diario barcelonés ‘El Constitucional’ en su edición del día 2 de junio de aquel año.
Este diario, además, nos aporta el apellido del político que gobernaba el teatro con mano y pistolas de hierro: «Anoche en la ópera Clara de Rosemberg hizo el señor Foronda otra de las suyas». Martín de Foronda y Viedma fue un madrileño que en 1840 andaba de jefe político de Murcia. Además, era caballero de la Orden de Carlos III y de la de Isabel la Católica y había sido condecorado con varias cruces por acciones de guerra. Pertenecía a las Sociedades Económicas de Jaén y Toledo, era miembro de número de las de Murcia y Zaragoza y honorario de las Academias de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza y San Carlos de Valencia.
Según el rotativo, aquella noche en el teatro, cuando el público comenzó a protestar, Foronda se levantó de su asiento y, con ademán despótico y gesto decisivo, gritó: «No son seguidillas para repetirse, y no se repiten». En ese instante se situó en la puerta «con todos sus esbirros armados de carabinas, pistolas, estoques, cuchillos, navajas de muelle…». Pero Foronda calculó mal su reacción. Porque entre aquella multitud que porfiaba por abandonar el teatro se encontraba, casi en primera línea, el marqués de Camachos.
La muralla del Segura
Ambos se enzarzaron en una discusión en la cual, según ‘El Constitucional’, Foronda le advirtió de que allí no había más autoridad que la suya y que el pueblo, llano y no tan llano, vería el resto de la función a la fuerza. Aunque, al poco, desistió a regañadientes y ordenó que el teatro fuera desalojado «de uno en uno», lo que provocó nuevas protestas y la intervención del «alcalde primero constitucional». El episodio se zanjó, según el periódico, con un gran «disgusto entre hombres, mujeres y niños, y tirios y troyanos».
Esta crónica, inédita hasta ahora para los murcianos y ni les cuento para el resto, concluye con una puya que seguro desató las iras del impulsivo Foronda. El redactor destacaba el interés del político por presidir en el teatro cada vez que se le presentaba la ocasión. Y se sorprendía de que el Ayuntamiento de Murcia, órgano encargado de invitarlo, no lograra en cambio que asistiese «a muchas de sus sesiones [se refería a plenos municipales], algunas interesantes a esta capital y sus habitantes».
Para rematar la crítica, ‘El Constitucional’ recordaba que incluso el Consistorio había requerido a Foronda para «tratar de la obra o reparación de la brecha de la muralla del río Segura, que pone en peligro la ciudad y muy particularmente el hermoso paseo del Arenal». Pero Foronda no fue. Andaría dando escándalos en algún teatro.
Fuente: http://www.laverdad.es/