EL OMBLIGO DE VENUS
Dic 11 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Ruinas palacio de Buengrado

No se pueden inventar las identidades. Nacidas de la nada, se edifican como carcasas vacías, agujeros rellenados de insidia y falsedad aderezados con una suerte de relato histórico que no lleva más que al desconocimiento supino de uno mismo. Ya se reduzca la complejidad identitaria a un simple adoctrinamiento sectario y litúrgico rayano en la creencia más mística o se convierta en un vano argumentario sacado de lugar, envuelto en obsoletos trapos de colores y sones insuflados de épica barata, la identidad así comprendida no durará más que la confianza plegada a ese voto circunstancial encerrado en una urna que, de transparente, nada ha de preservar.

En la loma opuesta, aquella que permite una vista íntegra de los vallejuelos que nos regala esta vida tan maravillosa y empecinada, se encuentra la dependencia de un contexto en el que uno se siente integrado y completo. Esa sensación que nos lleva a amar un entorno y a convertirlo en perentorio para nuestra salud mental no surge del adoctrinamiento interesado, de la machacona e innecesaria lección acerca de algo que, si no brota dentro de uno, nunca habrá de anidar en forma alguna. Las identidades, como tantos otros sentimientos, no se pueden entrenar o prever. El “fulmine” te alcanza en un momento determinado de la vida y, encapsulado en tu yo más profundo, queda ahí para siempre. Y no es una sensación excluyente, incapaz de dejar espacio para más. Las identidades pueden agolparse dentro de uno, haciéndonos más felices cuanto más permitimos que crezcan.

Este que suscribe lleva alimentando identidades desde la más tierna infancia, estando siempre a merced de que un nuevo rayo le fracture el interior para dejar un pequeño resquicio de esperanza. Me pasó en la infancia caminando entre pinos y rocallas con mi abuelo postizo, Pierre Rapp Llorente, y, años más tarde, con el seguro caminar entre verde vereda y pedregoso arrastradero de mi Compadre, el Sr. Bellette. Hace algunos meses, un destello de sol lluvioso me atrapó en el resquicio de la puerta de tras castillo, en la bellísima villa de Fuentidueña y hace unas semanas, congelado por una brisa húmeda a las afueras de Perosillo, sentí ese crecer a cobijo de las viejas ruinas de lo que una vez fuera palacio de Buengrado. Ya sea en el claustrillo inmenso de Santa María del Parral o sentado al solete cura membrillos del patio de la vicaría que alberga el monasterio de San Antonio el Real, siento cada vez más henchido mi pecho, repleto de identidades a las que espero honrar con la divulgación de un amor inconmensurable que noto cada vez más arraigado.

Y no crean, queridos lectores, que tengo visos de curación. Que este mal afecta de un modo incomprensible, llevando la identidad a identificar al identitario que se sabe incapaz de identificación alguna. Sin ir más lejos, hace unos días hube de detener mi caminar absorto en un latigazo de difícil explicación. Acababa de coronar el sempiterno secarral del camino hacia el puerto del Reventón. Siempre seco y arenoso, de roca suelta y fácil encharcado, aquella cuesta infame aún se ve más imposible desde que aquel fuego miserable consumiera en aquelarre bochornoso retama, jabino y piornal. Ahora bien, girando hacia la loma que se abre a la derecha, justo antes de enfilar el pedregal hacia la Fuente de los Infantes, un viejo sendero apeado entre escorrentías agrestes y rocalla triturada mostraba un tendido caminar hacia una vieja majada batida por centellas y tifones desde aquellos días en que el pastorear la sierra identificaba a los segovianos por encima de todas las cosas. Siguiendo los pasos de mi Compadre y de Juan Francisco Bellette Tapias, mi sherpa particular, pude alcanzar la perdida majada artillera para, una vez más, quedar prendado por la maravilla de un vallejo perdido en el corazón de la serranía.

A cubierto de la loma del viejo corral de los artilleros republicanos y flanqueado por la trinchera que levantó hace milenios el arroyo Carneros en su caer desde la vieja majada del Tío de Blas, el vallejo perdido sobrevive a la humanidad en frondoso frenesí de tejo abigarrado y tímido piornal. La vereda exigua recorre la angostura del valle perdido atravesando un brezal orgulloso. Enhiestos aquí y rotos en negrura ancestral por allá, los brezos empujaban mis pasos hacia los pinos achaparrados y sorprendidos por nuestra presencia, mientras la plenitud boscosa del monte de la Silla del Rey y el Moño de la Tía Andrea miraban asombrados cómo esos pocos peregrinos osados hollaban la húmeda tierra que aterciopela la tenue coraza del monte en ese Shangri-La.

Arrimado ya a la cima de la loma que cerraba el vallejo perdido, empeñado en que ni una sola palabra rompiera un silencio atrabiliario y primigenio, detuve mi paso en un pequeño peñasco, regalándome un último vistazo al viejo valle ignoto, antes de cruzar el muro de pinos que habría de llevarme hasta la senda del viejo cordel que ha conducido miles de rebaños hasta los altos puertos desde que Carlos III, allá por 1761, comprara el pinar y bosque de Segovia. El valle, despidiéndose de un servidor con un petrificante susurro, hizo que devolviera la mirada a la roca que retenía mi paso. Justo allí, entre un esquisto poblado por líquenes misérrimos y una blanca cuarcita, vi asomar un verdor lascivo y atávico. Rodeando la piedra mayor, de la negrura basal de aquella surgía una planta de dulce verde intenso y sedosa apariencia. Pasé los dedos por su convergente constitución y percibir que aquello era, como todo lo visto en el alucinante tránsito, una muestra más de lo mucho que hay donde nada parece haber. Humilde en su ser, la hermosa plantita, sombrerito invertido de bruja, ombligo de una Venus segoviana tan frecuente como desconocida por todo el que trasiega las cercanías, ató una vez más mi amor por todo lo que crece a este pasaje de imposible redención.

Y ya al calor del vino, entre la barra ardiente y el sofoco de un bar repleto de humanidad, no tuve por más que sonreír ante este nuevo argumento de la identidad que, día a año, va definiéndome. Sintiendo el sedoso paso de un vino dorado al sol del sur cortesía del Maestro Juan Pereira, comprendí el valor que las identidades han de aportar al individuo, múltiples y enriquecedoras, y la maldad zafia e ignorante, misérrima en su pobre y despreciable inutilidad, que subyace en las impostadas e inventadas; pues no hay palabra escrita ni lección entregada capaz de definir la sencillez del amor encerrado en el humilde ombligo de Venus que crece entre las rocas de un inmenso valle diminuto.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/el-ombligo-de-venus/?fbclid=IwAR2EvPUtRoBptzzM1MhFu89YQgXmEF61NjMhhCYRRX5PHjtNuboVH8PhmWY

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