POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hay algo en las viejas bibliotecas universitarias que atrae al mismo tiempo que expulsa. Monumentalizadas en sus anaqueles abarrotados, se presentan ante los incautos ojos del visitante como obras maestras de impenetrable y prepotente perfección ilustrada. Amplias en su devenir, muestran una plétora de libros que, habiendo sido uno, han tornado su existir en una unidad ciclópea de difícil separación. Imposible es, sin embargo, concebir un centro educativo sin la presencia de armarios repletos de tesoros insondables, de lomos repujados y cortes dorados o con leyendas escritas. Bien apretados en sus filas, constituyen esa unidad que resulta harto difícil de cuestionar. Así lo pensó Juan de Herrera en el monasterio de San Lorenzo del Escorial, haciendo que todos los cortes delanteros fueran enlucidos en oro para integrar aquella multitud escrita en un todo arquitectónico. En otros casos, la diversidad hermosa y enriquecedora hace de la biblioteca un lugar sin parangón. En la vieja biblioteca de la universidad de Salamanca, la belleza es tal que difícil paso sería resaltar algo. Desde los estantes a las escaleras y escritorios pasando por la iluminación perfectamente pergeñada, las ansias de aprender poseen a todo el que allí entra para gastar una eternidad sentado sobre el texto iluminado. Quizás por eso, porque el tiempo se congela sentado frente a la alacena de los libros es por lo que hubieron de pintar en la esquina del claustro superior una retahíla de santas y patrones sagrados.
Siempre pensé que algún estudiante aburrido de aquel templo glorioso tuvo la feliz idea de asomarse a semejante y turbia esquina para iluminar el paso con alguna especia de grafiti fruto de la más absoluta y obsolescente creatividad. En la penumbra de un rincón perdido y olvidado de un claustro repleto de sentido y concentrado en cumplir con una misión superior, el burdo esperpento casi clandestino de unas imágenes sacralizadas en la negrura de aquel espacio sordo me puso una espina en el zapato que hube de sacar más pronto que tarde. Con la ayuda de algún bibliotecario salmantino llegué al convencimiento de que tan amenazantes figuras habían sido puestas allí para evitar que estudiantes concentrados depositaran allí los orines que las horas pasadas en escorzo sobre balda y pergamino acababan produciendo. Supongo que, apurados por el esfuerzo, carecían del tiempo suficiente para encontrar el urinario que fuera. Los seminaristas de la archidiócesis toledana, mucho más precavidos, destinaron una de las callejuelas retorcidas en la salida de la catedral hacia los mercadillos de la Plaza Mayor para localizar sus meadas.
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