POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Cuando el ajetreo y la modernidad nos obliga a buscarnos la vida en otro lugar, me estoy refiriendo a la necesidad de salir del pueblo donde pasamos nuestra infancia y nuestra adolescencia, nos encontramos expuestos a transitar por un especie de exilio; entonces hallamos el sentido exacto de la palabra desarraigo, que no tiene que ver con las ciudades de acogida, sino más bien con la constatación de que vamos perdiendo paulatinamente el paisaje de nuestros juegos infantiles, los rostros de nuestros amigos de juventud y el de los primeros amores de la adolescencia.
Cuando una tarde nebulosa y fresca de junio, en tendido supino sobre el césped, contemplas el cielo; aunque lo veas cruzado por una banda de blancas palomas que tienen por fondo un cielo celeste veteado de blanco esplendoroso; si se apodera de ti la nostalgia, súbitamente estás visitando uno de los lugares que te reconcilian con tu infancia y hasta puede que paladees el tiempo.
Por eso quizás, en lo más recóndito de nuestro ser, se reedita el pasado y recordamos las empedradas avenidas, la plaza señorial, las calles que contemplaron nuestros juegos con el balón, la fachada de nuestra casa con la figura de nuestro padre silbando cuando nos llamaba, o las eras donde en verano montábamos en el trillo y se aventaba el trigo.
Atrapado en ese impac me viene a la memoria la era de mi abuela paterna María Josefa Sánchez Pérez. Una mujer cabal, capaz y muy activa. Después de enviudar, con tres hijas y dos varones tuvo valentía y fuerza suficiente para conducir el timón de su hogar y hacerlo prosperar, adquiriendo tierras y casas, hasta situar a cada uno de sus hijos en un hogar, y darles en herencia un pequeño patrimonio.
Mi abuela era todo un símbolo en Villa del Río, en mi niñez la recuerdo guapa, vestida con un refajo ancho negro y un delantal con grandes bolsillos; su pelo largo, canoso y rizado lo llevaba recogido en un gran moño y provista de una fuerte vara y un sombrero de paja que se ponía cuando iba a la era. Una mujer muy activa, cuando llegaba a la era recorría e inspeccionaba todo el chozo, situado al fondo, fabricado con grandes palos clavados en el suelo, cubierto y con apartamentos separados para las personas y enseres, y la escalera de palos para las gallinas, pollos y pavos, a los que atendía con mucha diligencia poniéndoles agua y retirándoles los huevos; y también con mucho carácter vigilaba el patio y les decía a los muleros y al personal de servicio cómo tenían que organizar las parvas de cereales para el trillo, aventar la paja y, recoger y envasar el grano que, en costales trasladaban a su casa al anochecer en carros y bestias de labor.
La era distaba poco de su casa, pues vivía en el Puente Montoro, hoy Avenida de Andalucía número 14, una casa grande propia de agricultores, en la que aún se conservan las cochiqueras de los cerdos en el fondo del patio; y la era la instalaba en los terrenos de María Pinilla Moyano y María López Pinilla, nietas herederas, lindando con el Hostal del Sol, pasándolo en la dirección a Córdoba.
En el verano por las tardes, se retiraba a la sombra de una gran morera, que limitaba con la carretera y sus propiedades, y hasta allí se desplazaban personas de notable cultura como don Manuel Jiménez para charlar con ella, pues era una señora de mucho saber, y los chiquillos que acudíamos a comer moras, Juan Polo, mis primos Antonio y Andrés, el Chocolate, etc. teníamos que tener su permiso si queríamos subirnos a la moreda para sacudirla o apedrearla desde abajo.
En 1890 se casó con Antonio Pinilla Mengíbar, introduciendo por primera vez el apellido Pinilla en nuestra comunidad y falleció en 1954, y tras Ella paulatinamente fueron desapareciendo muchas cosas: los niños montados en bicicleta, que hasta allí les llegaba el permiso de sus padres para retirarse del pueblo; los carros, que tirados por mulos volvían de las eras cargados con las lentejas, garbanzos, cebada o trigo limpio; el ir y venir de cuadrillas de campesinos que en época de siembra o recolección con sus risas y cánticos llenaban el espacio. También desaparecieron los labradores con los arados romanos que los enganchaban a un ubio que unía una yunta de mulos o bueyes y labraban la tierra en surcos; y las avecillas: vencejos, colorines, gorriones, jilgueros y avefrías, con sus alegres trinos, que les acompañaban estercoleando los excrementos de las bestias, y que muy vivaces y despiertas acudían rápidamente a comerse las larvas y gusanillos que nacían. Y los pajareros, listos cazadores de estas avecillas que, de trecho en trecho dejaban la costilla enterrada con un gusano o una alúa a flor de tierra, que sirviera de sebo al pajarillo.
También las cuadras, pues en las casas de labor con bestias, normalmente, existían corrales al fondo y habitaciones, ocupando las bestias la parte baja, y la alta se destinaba a guardar paja. La noche que se acordaba para este menester, previamente se ponían de acuerdo varias personas para la operación, y a la hora señalada, cuando se aproximaba el carro cargado de alpacas, en todas las casas del vecindario se cerraban puertas y ventanas, aunque se asfixiaran en el interior, pues sólo con la brisa de la calle, la paja y el polvo se desprendía y sin permiso de nadie, se colaba en todas las habitaciones y patios próximos. Los hombres que llevaban las angarillas de la paja, durante el trabajo, se protegían boca y nariz con un pañuelo atado detrás del cuello y cuando iban a transportar costales de granos sobre sus espaldas, se ponían un pañuelo con cuatro picos en la cabeza.
Mi abuela, no llegó a conocer ni disfrutar de la prosperidad que gozamos hoy; ni tampoco de que los coches se hayan apoderado de las calles; las cocinas eléctricas hayan sustituido a los fogones y las lavadoras a las pilas de piedra en patios comunes, pero pienso que, fue feliz sentándose a la puerta de su casa por las tardes, manteniendo charlas con sus vecinas, y comiéndose por Navidad los pollos tomateros que se criaban en su era y los lechones en sus cochiqueras. Vaya lo uno por lo otro.
Te felicito abuela por las ayudas y alegrías que repartiste y disfrutaste en esta vida. Tú no sentiste nunca la melancolía que produce el desarraigo, y tampoco el estrés que padece la humanidad actual con los estudios y las colocaciones. A tu manera fuiste feliz con tus cinco hijos, y afortunadamente te dieron muchos nietos a los que pudiste besar y repartir la calderilla de tu faltriquera.