POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Solemos caminar por el bosque con la mente en la meta propuesta. Metidos entre lomas y arrastraderos, majadas, escorrentías, quebradas y praderas, soslayamos indefinidamente la comprensión de aquello que nos acompaña. El bosque, traspasado por una historia sin fin en cada recodo ignorado, contempla indefenso la cada vez más reiterada desgana de quienes lo pueblan, aunque sea de forma intrascendente, dejando que su pasado quede atorado en un olvido sin fin. Fácil es ver a los paisanos no reconocer los lugares tradicionales donde generaciones de bosquimanos orgullosos de su hogar conocían cada palmo de yerba cubierta de rebollos rampantes. Capaces de reconocer hasta el olor que deja un tejo con el fruto abierto en la ladera de Valdeclemente o el resquemor que las campánulas moradas acostumbran a regalar en la subida hacia el Boquete de Majalgrillo a través de los Ceniceros, aquellos mis paisanos honraban su patria con un recuerdo reverencial de todo lo que constituía semejante Paraíso.
Algunos de aquellos dejaron vestigios de su amor por el bosque a modo de aguas manantes preservadas en brocal hermoso y singular, así pudiera el caminante venidero saciar la sed que el esfuerzo de la ladera regala. Otros, con ese sentido de lo comunitario exacerbado, quién sabe si como buenos segovianos, fueron plantando indicaciones y cartelas que permitieran a todo el que por allí caminara encontrarse dentro de un bosque donde perderse, según ocurre en la vida cotidiana. Ya fueran hitos empedrados a la vera del camino, rodales tatuados en los troncos de los mejores pinos progenitores, cartelas de blanco nuclear con letras decimonónicas regaladas por los vecinos de La Vereda o las insustituibles latas de sardinas del Tío Conrado Martín Merino, siempre enamorado de un paraje que nunca lo habrá de abandonar; el pinar de Valsaín y el robledal de San Ildefonso han venido indicando su ser con un patrimonio popular sin duda olvidado por aquellos que están elegidos para protegerlo.
Así, cada domingo que sigo los pasos de mi Compadre, el Sr. Bellette, tras la pista de la trocha que sea, acostumbramos a cruzar uno de esos vestigios patrimoniales olvidados en la conjunción del camino que llevaba al Nogal de la Calabaza con aquella vereda que sube hasta el Vado de los Tres Maderos. Acostado sobre el cruce de caminos, descansa en la penumbra que entrega el desconocimiento palmario una lápida de granito pobre labrada sobre una de sus facetas. Colocada allí hacia el año 1888, entiendo que indicaba el camino ascendente que llevaba hasta el paraje de la Cueva del Monje. Si uno se acerca lo suficiente, podrá recuperar el adjetivo “forestal” y el topónimo que espero nunca llegue a perderse. Para su desgracia, he de suponer que, en algún trajín del pinar sacando cándalos, fustes, ramones o copas y raigones, el pobre hito legendario quedó mutilado en su superioridad, aquella donde se indicaba con fruición el “camino” forestal que llevaba hasta una de las pradera más famosas de los bajíos del pinar de Valsaín. Honestamente, siempre preferiré la Majada del Tío Blas, la nueva, o las praderas increíbles de la Majada Hambrienta y de la Fuente del Intendente, donde la montaña áspera y rocosa, el pinar de un verdor obsceno y el cielo azul eléctrico se funden en un abrazo insensato y perturbador. Mas, en el año en que fue tallado aquel perfil de roca, la Cueva del Monje y el Prado Redondillo eran las estrellas de los caminantes lúdicos del Paraíso bendito.
En efecto, pasados tres años del fallecimiento de Alfonso XII, aquel rey celebrado por el romanticismo de cartón inventado por los años del franquismo y que, en realidad, protagonizó el enésimo golpe de Estado y llegó a prohibir el acceso de las mujeres a los estudios superiores, como bien explica mi querida Nieves Concostrina, la felicidad de la élite diletante que habitaba esporádicamente este Real Sitio acostumbraba a coger las de Villadiego camino de los altos del pinar. Allí reunidos en aquelarre de gusarapismo, que diría mi suegro, almorzaban las mañanas perfectas en un escenario sacado de un cuadro de Sorolla que bien podría haber recreado María Rubio Cerro. Sentados en corro protector sobre la infanta María Isabel de Borbón, aquella colonia veraniega de innumerables apellidos rimados en asonante gastaba su privilegio vital entre los atardeceres caducos de un bosque enmudecido y las sendas acomodadas al paso de caballos y carruajes de fina línea aristocrática. Entiendo que, no queriendo ver perdido a ninguno de aquellos paisanos capaces de alcanzar la Ventana del Diablo con chaqueta, chaleco, corbata y botitas de finos cordones encerados, los guardianes del bosque, pastores de aguas y gestores de la floresta, acostumbraron a marcar determinados pasos con esos vestigios pétreos encargados a algún cantero de Bernardos, Hontoria o Arcones; aunque, quizás algún vecino de Valsaín, artesano y mañoso, pudiera haberse encargado de la epigráfica leyenda con que fue marcada aquella lasca de esquistos, alguno de los que, durante décadas, se encargó de perfilar los restos de algún bolo fracturado por los hielos en la construcción de las marcas de las matas y cuarteles en que lleva más de tres siglos dividido el pinar.
Sea como queramos que sea, el cartel de granito languidece medio recostado en una de las riberas del camino, esperando, creo yo, que lo remate la próxima máquina que por allí arrastre pinos arrebatados al bosque sin el control que, entendemos quienes amamos todo aquello, regalaría una fábrica de maderas activa con todo su tradicional plantel de pastores de árboles. Seguros los pasos con su presencia, el trasiego de cada porción del Paraíso regalada al comercio maderero se haría con la vigilancia correspondiente, no dejándose las tripas de los pimpollos al aire con cada vaivén de la carga, según acostumbra a pasar en este presente un tanto atronador.
Quisiera éste que suscribe, queridos lectores, que todo ese patrimonio olvidado volviera a su ser o, al menos, recuperara cierto esplendor perdido; que todo el que pasara a su vera regalara un instante de atención, de modo que, sintiéndose atendido, brillara una vez más con su faceta tallada hacia un horizonte de comprensión, donde el pasado atesorado en el patrimonio inmortal nos hiciera más conscientes de lo que nos llevó hasta ese caminar, en ese cruce de veredas en el que, tarde o temprano, deberemos cada uno tomar una decisión definitiva.