POR JOSÉ LUIS DE TOMÁS, CRONISTA OFICIAL DE MANISES (VALENCIA)
A veces, algunas personas adineradas acaban por creerse superiores a sus semejantes. Tal parece que nadie les ha explicado que el cocodrilo sólo es fuerte en el agua.
Tan difícil es para ciertos ricos adquirir sabiduría, como para los sabios adquirir riqueza. Así lo dejó escrito Epicteto de Frigia, filósofo estoico del siglo I de la era cristiana. A lo mejor, va y es verdad que para disfrutar la riqueza del rico hace falta tener el hambre y la necesidad de los pobres. Decía Cela que las amas de cría, antes llamadas amas de leche, enjaezadas en ocasiones, como mulas de canónigo rico, ya han entrado en la vía muerta de los escalafones a extinguir. La leche de esas madres de alquiler salvó la vida de muchos niños.
Con los años, uno acaba por aprender que las horas de Dios todas son iguales, pero no todos las observan con los mismos ojos, ni las viven igual.
Cuentan las crónicas que, en cierta ocasión, allá por el año 1800, el cura de Canterbury recorría a pie los pueblos de la diócesis, en misión pastoral. Y aprovechaba las visitas para recoger, de paso, el dinero de las limosnas de los feligreses.
A mitad de camino entre dos poblaciones, aquella mañana se encontró a un individuo. Había un tablero de ajedrez en el suelo con las piezas perfectamente ordenadas. Como el preste llevaba las carnes fatigadas, se detuvo a conversar. Pero el vagabundo, mirando hacia el cielo, levantó la mano derecha y le impuso silencio. Un minuto después le explicó al cura que se hallaba jugando una partida de ajedrez con Dios.
El sacerdote calló, asombrado.
-¡Dios me acaba de dar jaque mate! –exclamó el vagabundo-. He perdido la partida.
-¿Se jugaban algo? –inquirió el cura, divertido.
-Debo entregarle todo el dinero de mi bolsa al primer cristiano que pase por aquí.
Y sin mediar más palabras, el desconocido le entregó al sacerdote las pocas monedas que llevaba y se alejó, cabizbajo.
El religioso se embolsó el dinero, a cambio de una oración misericordiosa por el pobre desventurado.
Una semana después, tras visitar todas las parroquias de la diócesis, el cura regresaba feliz a Canterbury.
El vagabundo, situado en mitad del camino, le vio llegar. Se desperezó con parsimonia los cueros y sonrió.
El sacerdote, al llegar a su altura, se detuvo, ofreciéndole a un tiempo los buenos días y la bendición. Pero el hombre del camino, volvió a levantar la mano derecha y a exigir silencio, mirando hacia las nubes que bajaban cerreras.
-¿Cómo va la partida de ajedrez con Dios? –le preguntó, al fin, el preste.
El vagabundo se frotó las manos, alborozado.
-¡He ganado! –exclamó-. Le acabo de dar jaque mate a Dios.
El preste sonrió al comprobar la inocencia del ignorante.
-¿Y qué pasa ahora? –quiso saber.
-Ahora Dios dispone que usted me entregue todo el dinero que ha recaudado por las iglesias. Y Dios me ha insistido en que le cobre el dinero a las buenas o a las malas.
La narración viene recogida en un libro anónimo francés del año 1821. El título de la obra ilustra, por sí solo, todo el contenido: “Historia de zorrastrones. O descubrimiento interesante de las frías y diabólicas astucias de los caballeros de industria, rateros, estafadores…”
La anécdota constituye una de las formas de actuar de la picaresca. El pícaro puede ser una especie de antihéroe. No pretende divertir con sus penas, sino narrar circunstancias de su propia vida para sobrevivir.
La picaresca nació en el siglo de oro de la literatura española, entre el Renacimiento y el Barroco. Autores importantes fueron: Quevedo con “La vida del buscón”; Mateo Alemán y su “Guzmán de Alfarache”; “EL lazarillo de Tormes”, obra anónima; Cervantes con ”Rinconete y Cortadillo”; Vélez de Guevara con “El diablo cojuelo”.
Tiene tantas leguas andadas la picaresca que iba a ser difícil buscarle la geografía a las raíces.
-¿Qué hay más en la vida, listos o tontos?
-Tontos, oiga usted, si no ¿de qué íbamos a vivir los listos?
Los pícaros han aprendido la lección al dictado de la vida. Unas veces lucen el carácter alegre y pajarero y otras componen el gesto amondongado, un tanto patanes y cebolludos, tirando a majaderos de tronío. Los hay recios y los hay baldragas.
Pícaros hay con aspecto rudo de alabardero sordo; los otros son regojos y canijos, con cara de miserere que, al decir del clásico, parecen más blandos que un flan de leche de burra. Algunos visten la figura para mejor representar el timo; otros, con el mismo fin, bizquean exageradamente, como si un paralís les hubiera dejado trabada la mitad de la cara.
Sabido es que el dinero no lo es todo en la vida.
El escritor franco alemán, Paul Henry, barón de Holbach (1723-1789), dejó escrito que “una cama de oro no cura al enfermo y el dinero en abundancia tampoco convierte en inteligente al malvado”.
Tenía razón el sabio:
“Acabada la partida de ajedrez, el rey y los peones regresan siempre a la misma caja”.