POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
El día 11 de Diciembre de 1983, el diario “La Verdad” en su Suplemento Especial del Domingo, publica un reportaje de su corresponsal—con quien compartí la entrevista— con el uleano Genaro Cascales Abenza, alias “El Pitillo”, uno de los pocos supervivientes de la guerra de África. Aunque ya tiene 85 años goza de buena salud y su memoria es aceptable por lo que se presta, con ilusión, al interrogatorio que le efectuamos:
Comienza diciendo que cuando regresó del campo de concentración hacía más de un año que, para el pueblo, ya estaba muerto. Se habían oficiado los funerales, por el cura párroco Don Juan de Dios Zagalé Fernández, rezado varios rosarios y su novia ya estaba harta de ir vestida de luto. Por eso, cuando se enteraron de que estaba vivo; “que había resucitado”, y que era de los pocos supervivientes de Abd-el Krim, se organizó una suscripción popular en la que se recogieron, ¡qué barbaridad!, 200 pesetas. Al llegar al pueblo fue recibido con un volteo de campanas, le pasearon a hombros por las calles llenas de gente, en ambas aceras, a los sones de la banda de música de Ulea y acompañados de disparos de tracas y cohetes.
Genaro Cascales, “El Pitillo”, como se le conoce en el pueblo, a sus 85 años todavía sale a la huerta para cuidar la tahúlla de limoneros que se compró con lo recolectado, en toda España, para los prisioneros del Rif. A la huerta acude con su hijo y mientras podan, cavan, riegan, abonan y quitan “pollizos” o matorrales, su mente retrocede unos 50 años y revive el cautiverio de Busala. Cuando llegó a ese destacamento que tendría unos 900 barracones, se vio obligado a dormir “apelotonado” con los demás, casi unos encima de los otros; no había espacio para nada, ni aseos.
Le trataban peor que a esclavos y tenían que coger la hierba de los alrededores, si querían comer, porque los moros, de uvas a peras, nos daban unas tortas de cebada, tan pequeñas, que apenas nos quitaba el apetito. Comiendo hierbas del campo se pasó unos 22 meses.
Durante la entrevista que se efectuó en su casa, a las afueras del pueblo, cerca del molino, en el paraje de “La Capellanía” este anciano enjuto pero con gran vitalidad, pese al infierno de dos años de cautiverio, estaba jugando con Almudena, la nieta pequeña de tan solo 7 años, que ya empieza a venerar a su abuelo como a un personaje mítico. Al poco rato enseñó unas fotos de cuando hizo la “mili” en Alcoy. También muestra un número de la revista “Mundo Gráfico” del año 1926, con varios grabados en los que aparecen los pocos supervivientes del Rif, entre los que estaba él. Todos llevaban la cabeza rapada y estaban tan delgados que dentro de cada uniforme cabían dos o tres soldados más.
Prosiguió diciendo que de los que sobrevivieron a las emboscadas de los “moros”, la mayoría murieron de hambre y miseria. Como apenas comían y no había higiene, unos cayeron postrados por enfermedades (la sarna y la epidemia de piojos era muy corriente) y otros por no poderse llevar nada a la boca. En ese momento se levanta, deja a su nieta Almudena en el suelo y con gran energía dice en voz alta: ¡a muchos los mataron por intentar coger un mendrugo de pan de cebada! Los ojos de Almudena se cruzaron con los de su abuelo y él la acurrucó contra su cuerpo, pues al oír los gritos de su abuelo, la niña se asustó.
Un poco más sosegado prosiguió diciendo: para que se den una idea; de los 900 soldados que componíamos el destacamento solo quedamos 119. En la pequeña salita de la casa de “El Pitillo”, se reunieron la familia, los reporteros y algunos vecinos que querían escuchar sus aventuras. La verdad es que excepto los reporteros, todos sabían la historia pues la había contado infinidad de veces. Por algunos momentos se recordó las batallitas del abuelo que se leían en los tebeos de la infancia.
La nieta mayor comenta que se han dormido, muchas noches, con cierta nostalgia mientras contaba las odiseas que pasó para escapar de los moros, cuando lo hicieron prisionero por “hincharse de agua” en el río, o cuando se entretenía con algunos niños, también prisioneros, matando cientos y cientos de piojos…
Sentados junto a la casa, en compañía del sobrino de su mujer Pepe Ramírez Torrecillas, me comenta que el día que le hicieron la entrevista estaba muy “aturdido” y que “se quedaron muchas cosas en el tintero”. No importa, “Pitillo”; y los tres sonreímos al unísono. Prosiguiendo con el relato que publicó “La Verdad”, cuenta que cuando le enviaron desde Alcoy a Melilla, hacía ya varios años que había comenzado la guerra. No se acordaba si había jurado bandera o no. El caso es que se lo llevaron a varios campamentos, sin decirle dónde, y al mando del general Serrano comenzó a pegar tiros. De una forma jocosa, con su gracejo habitual contaba que aparecían moros por todos los lados y ¡”mira que caían”! .
Al poco se pone un tanto serio y comenta que estando en aquella batalla, sin saber donde, comunicaron la llegada del comandante Franco y llamó a 42 soldados para efectuar el relevo a unos compañeros que estaban “apostados” en un cabezo de Chentafa. Entre ellos estaba “el Pitillo”. El comandante Franco los llevó hasta el lugar del relevo y regresó con ellos.
Al rato se quedaron aislados y la llanura se llenó de enemigos. Durante varios días estuvieron atacando la posición y de los 42, que componían el relevo, quedaron 7 y paramas desgracia no tenían municiones, ni alimentos, ni agua… no teníamos de nada y esperaban su exterminio inmediato pero siguieron luchando hasta la extenuación.
En uno de los ataques estalló una bomba a su lado y cayó herido. Las esquirlas de metralla se le incrustaron en la espalda y sufrió una fuerte hemorragia, acompañada de “dolores rabiosos”. Mostrando la espalda al reportero le dijo: Aunque hace más de medio siglo aun me duele: creo que tengo metralla incrustada.
Los moros hacían los explosivos con pólvora y metralla y lo metían todo en un bote de leche condensada. No tenían mucha fuerza pero si te daban de lleno te mataban y si caían cerca te lisiaban. Una noche, los pocos que quedaban, intentaron escaparse bajando la montaña, siendo sorprendidos por un grupo emboscado. En la refriega que se formó mataron al teniente y unos pocos soldados. “El Pitillo” pudo escapar con el cabo y llegaron hasta el río. Necesitaban beber y cuánta sed no tendrían que bebieron hasta la saciedad quedando “amorrados” durante buen rato. Bebieron tanto porque no llevaban ninguna vasija y procuraban “reservarla en el cuerpo”, toda cuando pudieron. Comentaba que cómo iría que cada paso que daba la barriga le hacía un ruido raro: “le zurrían las tripas”.
Lo peor fue que después de andar un buen rato volvieron a tener sed y, al regresar al río, fueron capturados; en las proximidades de un campamento. Les desvalijaron y estuvieron presos en una cueva y varias kábilas, hasta que les llevaron al campo de concentración. “Allí les mantuvieron presos durante 22 meses hasta que se entregó Abd-el Krim y se acabó la guerra”.