POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hoy, día de elección, más que nunca es preciso andarse con ojo; no sea que te claven la menta de burro en lugar del oloroso y delicado poleo. Esfuérzate, pues la mentira y la deshonestidad son tan diáfanas como ese aroma de la justicia que todos sabemos entender.
ARTÍCULO:
Es Eusebio Martín Merino un tipo formal. Dado a la broma fácil y al chascarrillo hiriente, no puede olvidar los setenta y cinco palos que soportan su sombrajo. Ya sea con la reflexión final mirando al infinito o con un rictus funcionarial impertérrito, su habitual tono de gracia tabernaria tiende a regresar hacia la corbata más impoluta por muy llenos de serrín que anden sus pantalones cortos. Puede estar Eusebio dos cafés enteros y parte de una copa de anís recordando las trastadas más surrealistas que uno pudiera imaginar, aquellas que dejarían a José Luis Cuerda atónito, para, rota la sonrisa y apaisada la carcajada, retomar la seriedad más solemne de cuantas puedan verse en el hemiciclo que sea. A veces, al calor de la candonga más atrevida, le viene la inspiración juvenil que encandilara a su querida Alicia hace ya un par de eones y lleva su comportamiento a la galantería canónica merecedora de la alabanza imperecedera.
Sin embargo, uno que es taimado las más de las veces, con frecuencia trata de encontrar ese punto de acidez picante en cualquier cosa que haga Eusebio.
En una ocasión, hace ya lustro y medio, estábamos en nuestro café tertulia de las mañanas ocupadas que apareció Eusebio con un ramo de yerbajos en sorprendente atadillo. Andábamos entonces ayuntados en el desaparecido Café del Vidriado que regentara Javier Bermejo en la esquina redonda que hacen la calle de Antonio Carral y la destartalada del Cuartel Nuevo. Detrás de una ce plateada descomunal en tremenda coyunda con una uve singular, se abría una pequeña sala de sillas transparentes y ambiente secular, bien proclive a la charla animada por un excelente café, cosa infrecuente por estos lares. Sentados estábamos Félix Montes, por entonces senador del reino; César Cardiel, tesorero municipal; Belén Nieva, interventora de las cuentas del concejo y este humilde Cronista, gastando de la labia interminable que le domina.
El caso fue que Eusebio, andando por el que fuera Parque del hoy perdido palacio de Valsaín, dio con una mata de lo que él entendió poleo natural. Vecino aquel matojo de mejoranas y cantuesos, tomillos verdes y algún romero despistado, el poleo, como el raro té de roca, ha venido aromatizando el pasear de mis vecinos del Paraíso desde hace centurias, haciendo que el restregar someramente las semillas que albergan unas diminutas flores destierre cualquier sombra maloliente de nuestro caminar. Supongo que Eusebio, sabiendo de la presencia en el café de Belén, quiso agasajar a la compañera con un ramillete de olorosa amistad nacida a la sombra de un puente sobre el río Valsaín. Para su desgracia, mi amigo decidió echar mano de una mata que, si bien parece ese poleo delicioso de fragancia dulce y balsámica tan cercano a la menta, era, en realidad, lo que mi Compadre, el Sr. Bellette, viene a llamar poleo borriquero y su hijo, el sherpa Juan Francisco Bellette, avisa como té de burro. De porte más alto y un tanto rastrero, el poleo borriquero se alza un metro más que el homónimo agraciado, presentando una floración similar, aunque más tendente al verde oscuro, un poco alejado de ese verde etéreo y pastel que el maravilloso poleo empieza a vestir en estos días de calor sofocante.
Avisado Eusebio de la confusión, iniciamos un debate sin fin en torno a la realidad de mi afirmación y la defensa de la identidad del atajo de yerbas aromáticas aún en la mano de mi amigo. Mientras Belén se divertía de discutir una mañana por algo que no tuviera que ver con pago público alguno, Eusebio aseguraba que aquello sí era poleo y serviría para entregar una infusión delicada y espirituosa para cualquiera que quisiera, lo que llevaba a Javier al escondite de la cocina por si alguien aludía a las pruebas demostrables. Félix se partía de la risa a la vez que César no veía argumento convincente en nuestro debate que le hiciera levantar acta en uno u otro término.
Obviamente, aleccionado que está uno por una plétora de atardeceres a la zaga de mi abuela, Doña María Marcos, mi Señor Padre, mis tías, Mari y Mariángeles, y mi abuelo regalado, Pierre Rapp, no me cabía la menor duda de que aquel matojo estaba sacado de un arbusto ribereño de poleo borriquero. En el fragor de la batalla, se me ocurrió enviar una fotografía al Sr. Bellette que, raudo en la respuesta, confirmó mi apreciación sin dar muchas opciones a Eusebio. Aquel trató de mantener un hilo de esperanza hasta que el calor empezó a hacer efecto en el ramillete de flores, tornándose el hasta entonces inspirador aroma en peste de acidez infame emparentada con los meados de cualquiera de los cuadrúpedos habitantes del parque serrano. Convencido hasta el último paisano que había parado aquella mañana en el Café del Vidriado, Eusebio llevó su fracasado ramo hasta la tina de basura más cercana, dejando que semejante bazofia recubierta de pétalos se familiarizara con sus pestilentes congéneres.
Y siendo el día de hoy jornada de crucial decisión para este país, andando como estamos entre votos y papeletas, urnas y compatriotas castigados en domingo veraniego por el bien del común, no dejo de pensar en la mentira que esconde la belleza agreste del poleo borriquero. Confundidos por la fragancia salerosa y amodorrante de un sinfín de promesas enganchadas a un voto, quizás seamos tan estúpidos de ver poleo donde, en realidad, subyace té de burro. Convencidos por un remedo de periodismo falaz tornado en altavoz desvergonzado de un buen fajo de privilegios prometidos, seremos capaces, una vez más, de depositar la confianza en quiénes nos regalan ramos ingentes de poleo borriquero con que llenar los salones exiguos de nuestras cada vez más angustiosas vidas. Sometidos a tamaña estulticia, caminaremos somatizados por la peste del té de burro desenmascarado hacia una cadena de promesas arteramente trovadas en una canción de la que éste que suscribe empieza a estar más que harto.
A ver si despertamos de una vez, queridos lectores, y dejamos que el poleo borriquero se quede arrumbado entre los lodazales donde las tollas infectas de falacia y desmemoria, de insensata mentira vestida de seda, amenazan con transforman nuestro escaso y dubitativo futuro en apestosa y repugnante realidad.