RETÓRICA DEL CARRUSEL
POR PEPE MONTESERÍN CORRALES, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS).
[Publicado hoy en LNE. De PEPE MONTESERÍN]
Mi barraca de feria preferida era el carrusel, con caballitos o no, pero con cadenas, esos columpios que colgaban del dosel del techo y al girar la estructura permitían que cobráramos vuelo, vuelo en círculos, como halcones al acecho.
Ya existían barracas parecidas en Bizancio, y es similar la danza milenaria de los voladores de Papantla, en México. En un San Mateo de los años 60 subí a un carrusel que funcionaba a manivela, al lado de la sede de este periódico, en el entonces Campo de Maniobras. Norias aparte, tiradas por burros, uno de los carruseles más antiguos que se conservan en activo gira en el parque de Letná, en Praga, acompañado por su magnífico orquestrión, supongo que interpretando las variaciones de Bach o el Ludus Tonalis, de Paul Hindemith.
El carrusel representa el regreso del continuum, de lo idéntico, el ritornelo, el circuito primitivo, la alegría de dar vueltas; bis, tautología, epanáfora, samsara, eterno retorno, ecpirosis, la historia interminable, el cuento de la Buena Pipa… La repetición explícita produce placer.
Giramos, nos alejamos de la cuna lo que permiten las cadenas y volvemos como las golondrinas, como Ulises, como prometía en aquella canción el general MacArthur, marchitos como el tango de Gardel, como Pessoa, que regresaba a su Tajo y su Lisboa, o como Neruda, el poeta cíclico, el viajero inmóvil, que volvía siempre al punto de partida; o como Alicia la de Carroll, que por mucho que corriera permanecía en el mismo sitio.
Yira, yira…
Bien administrado el pleonasmo del tiovivo, para evitar un estancamiento de personalidad, corriendo lo bastante, lo que la pescadilla, sería la panacea para no envejecer; alfa y omega juntos, como en el bellísimo crismón del sarcófago de Ithacius, del Panteón de los Reyes, en la Catedral de Oviedo, principio y fin.
