POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Por debajo de los Espartales del arroyo Morete rompe una cumbre pedregosa de oscuro verdor. Oculta por la negrura intensa del Alto de los Poyales, la loma descarada presume su gallardía iluminada por la infinita arrebolada del otoño en el Real Sitio. Ora tenebrosa con el atardecer invernizo, ora candente en fuego cenital los largos días del estío, el roquedal vocifera su presencia en previsión del porvenir. A veces, durante los brillantes amaneceres que mayo regala en este Paraíso, la retama se despereza en su regazo, alumbrando el valle de un amarillo límpido y prístino, cuyo reflejo ilumina mi caminar como una vieja candileja raída en el callejón del Ciruelo. Otras mañanas ciegan mi caminar las jaras en flor, blancas relucientes con un brillo demoledor de rústico y anaranjado corazón. Un día, caminando con mi compadre, el Sr. Bellette, hacia la fuente de los Infantes, entre paso retorcido y resoplido terminal, vi cómo la delicada brecina alimentaba el blanco rosáceo de sutiles flores inolvidables en una escorrentía sudada desde el atolladero cercano al Mirador de Tere. Justo allí, pasado el banco, donde sueñan ya los robles un mañana tronzando piedra y criando bellota y los pinos reviran los troncos angustiados por el inmenso roquedal del Berrueco, los jabinos rompen la aguja entre la hoja pétrea y el piornal imagina un corro de rama corta y áspera que cubra la loma donde una vez manó la sangre pura del Poyo Judío por el caño que hiciera Pierre Rapp a la Fuente del Piojo.
Coronado por una verruga de granito enrojecido, esquistos ajigoleados por miedo al hielo rompedor, el Poyo Judío observa la humanidad que lo recorre con el gesto torcido por siglos de indiferencia. Dejado de lado por los caminos, su cima orgullosa no deja de protestar a cada paso que te aleja de su rocalla camino del puerto del Reventón. Unos pastores de árboles, siglos hace ya, abrieron un carril al candor de una trocha vacuna que llevara a la Majada del Tío Blas. Rodeando los Espartales por una mata agreste de pinos abrigados por la umbría más falaz, las reatas acortaban desde el hueco de las Peñas Buitreras hasta el paso de los Neveros, allá donde los concejos pelearon durante un siglo por el veraniego cervunal. Reforzadas las vacas por garrotes, las cabras por perros sevillanos y las ovejas por el honrado concejo que todo lo arrasaba, el Poyo segoviano, sin judío alguno que echarse al nombre, asistía petrificado a un devenir humano de pelea por el término y lucha por el pedregal.
Asentadas las mestas y sus derechos por encima de cualquier importancia terrenal, segovianos y madrileños pugnaron durante decenios por el derecho a transitar los pasos altos de la sierra, por la garantía de un pasto fresco y aseado en los días de calentura estival. Alfonso X, bolo de la vieja Castilla, hubo de mediar en tamaño despropósito, atendiendo al interés del común, digo del realengo, que engrosara las arcas regias con los dorados maravedíes recaudados por el nuevo concejo que acababa de crear. Privilegiado el concejo Segoviano con el barlovento serrano, el Poyo aún sin nombre quedó dentro del cuartel de Navalcaz, dejando a la vista el del río Pirón. Dominado el concejo por villanos, cuyos nobles linajes habían nacido entre arados y trillos, boñiga de asno y escoria de fragua, los cuarteles se adjudicaron a caballeros orgullosos de sus sexmos, prestos a estrujar todo beneficio que la tierra pudiera regalar.
Con cuarteles serranos gobernados por caballeros villanos, los peones segovianos hubieron de alojarse a la sombra del roquedal, bajo el pino retorcido y al frescor de la baña cervuna donde acababa hozando el jabalí ante la atenta mirada de alguna famélica garduña. Sacados, por tanto, de los arrabales segovianos, algunos de aquellos pobres paisanos, ministriles abandonados a la suerte del menesteroso, poblaron el valle de San Ildefonso y la Nava de Valsaín que tan bien cazara entre página y vinazo otro rey Alfonso casi un siglo más tarde. Dada la amplia presencia de judíos en la capital serrana, capaces de aglutinar en aljama una imponente judería, no resultaría extraño que, en alguno de aquellos cuarteles, se asentara una peonada hebraica que diera nombre al cerro pedregoso a cuya sombra se hubiera asentado tan singular comunidad.
Ahora, una cosa es suponer y otra demostrar. Supuesta la presencia de judíos alnados por algún caballero villano en el cuartel de Navalcaz a finales del siglo XIII, la documentación persistente debería demostrar la colonización de aquella rocalla que se enciende cada mañana con el arrebol matutino. Dado que nada ha prevalecido de pergamino y papel, podríamos buscar entre los casetones del cuartel o los templos erigidos para la espiritualidad de los paisanos entregados al verdear del pasto y el transitar del reato. Quizás, entre alguna de aquellas casuchas destartaladas, ermitas de los peones segovianos, hubo alguna de jardincillo revirado y sala alta sin espadaña donde leer el Talmud, desgranar la Torá y discutir la Cábala a la sombra de una encina de tronco ceniciento entre frondosos y frescos fresnos.
Nada de eso queda para el recuerdo que pueda fijar el apellido del viejo Poyo aplastado por el murallón segoviano. Mas, un poco más abajo del roquedal, donde el río Cambrones se une al Valsaín para pergeñar el Eresma, una piedra berroqueña guarda el recuerdo de una cruz y el sermón de un oscuro peregrino valenciano. Allí enhiesto, con el dedo en ristre como recita su imagen en un altarcillo del Real Sitio, al calor del terrible ¡bautismo o muerte!, arengó Vicente Ferrer a la peonada segoviana que, ya a principios del siglo XIV, había bautizado el Poyo Judío.
Pasados medio millar de inviernos, de primaveras candorosas entre frágiles aleteos de mariposas incólumes al desaliento; perdidos quinientos veranos de berceos secos y quebradizos y otros tantos otoños de pardos tonos verdes y enrojecidos por la vergüenza lacerante; ignoradas por un presente que nada recuerda, las lomas erizadas de helechos y albarejas aún gritan una presencia sólo recogida por un topónimo obsoleto a quién nadie pregunta, a quién nadie observa, a quién nadie importa si una vez felices judíos, solaces hebreas castellanas de tocado florido corrieron su libertad entre la fragancia sutil y cristalina de una mañana perdida a la sombra del Poyo Judío segoviano.