POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Miedo da anunciar que en la fachada de la Catedral existe una escultura que representa, al menos según la tradición con su dosis de leyenda, a un obispo que huye por los tejados a lomos del diablo. Y produce cierto temor porque resulta probable que el fanático de turno decida arrancarlo como ya se hizo con el perdido esqueleto que, dentro de la capilla de Los Vélez, se burlaba de quien oficiaba las misas. Ambas piezas, en cualquier lugar del mundo, hubieran sido felices reclamos turísticos. En cualquier otro lugar, claro.
Pero la historia no tiene desperdicio y sí un protagonista de cuidado: el gran Pedro Fajardo, a quien el cronista del Emperador Carlos I describió como «caballero de buen juicio, y docto en las letras y diestro en las armas». De hecho, educado en la Corte, se sumó a la moda de componer canciones, e incluso pedía a su maestro que le escribiera en latín, para perfeccionar esa lengua, según refiere Antonio de los Reyes en una investigación publicada en ‘Murgetania’.
Sin embargo, tan elevada educación no mitigó un ápice su carácter bravo, lo que le granjeó no pocos encontronazos con la ciudad de Murcia y, de forma particular, con Juan Daza, el nuevo obispo de Cartagena. En 1503, Fajardo tomó parte en los enfrentamientos entre el Obispado y el Cabildo de Orihuela, cuando se desató una campaña de desobediencia contra el prelado y que culminó con el arresto del deán Martín de Selva, después de que un hermano del obispo hubiera detenido al caballero oriolano Juan de Rocafull, pariente de Fajardo.
Aquel episodio le costó a Fajardo un disgusto: el destierro perpetuo de la ciudad y su tierra que le impusieron los Reyes Católicos. La condena establecía que jamás podría volver a ser Adelantado. Aunque al año siguiente, muerta la Reina Isabel, su hija doña Juana lo perdonó. En palabras del futuro marqués, «aceptó mi humilde relación de perdón, levantándome el castigo y devolviéndome el cargo de Adelantado», como refiere el investigador Juan Díaz Casanova. Doña Juana llegaría más tarde a otorgarle el título de marqués de los Vélez, que ya había propuesto su madre, según De los Reyes.
A golpe limpio
Si la relación de Fajardo con el prelado Daza era pésima, no le iría a la zaga aquella que mantuvo con el obispo de Almería, el franciscano Diego Fernández de Villalán, que rigió la sede desde 1523 a 1556. Y no era el único. En 1525, el marqués no pudo ser más claro al escribirle a su secretario que «ya se me comenzaban a hinchar las narices del enojo de estas cosas del señor arzobispo» de Granada. El reparto de los diezmos, la construcción de templos en el marquesado y los intereses económicos de una parte y otra provocaron incontables disputas con el obispo Villalán, algunas de las cuales les sucedieron en los tribunales a ambos ya fallecidos.
Día tras día, los ánimos se caldeaban. Fajardo llegó a acusar al obispo de dilapidar el dinero de las obras de caridad en rameras y lujos excesivos. Mientras tanto, el prelado intentaba controlar algunos negocios del noble, como era el caso de la lana. Así que fue cuestión de tiempo que llegaran a las manos. Y el señor marqués, con sus dos metros de altura, le propinó una golpiza al obispo, quien decretó su excomunión en cuanto se hubo recuperado de la tunda recibida.
No se arredró Fajardo, de quien cuentan que incluso sentenció a quienes le proponían disculparse ante el obispo para que olvidara la excomunión que prefería ir al infierno antes que encontrarse con el prelado en el cielo. Y no solo eso. La leyenda añade que hizo esculpir en la capilla de los Vélez, en el más principal púlpito, un esqueleto risueño a modo de burla contra quien allí celebrara la eucaristía.
Otro autores sostienen que la calavera formaba parte de las honras fúnebres que organizó la ciudad por Fernando VI, y el erudito Fuentes y Ponte las atribuye a las exequias de Carlos III. Sea como fuere, en la década de los ochenta, algún inculto decidió retirar la pieza y algunos hasta dudan hoy de su existencia. Yerran.
Desparecido en los ochenta
La XVIII marquesa de los Vélez y XXI duquesa de Medina Sidonia, Luisa Isabel Álvarez de Toledo, escribió sobre el esqueleto que lo vio por vez primera en 1953 y después en 1968, pero durante una visita a la Catedral en 2005 «madrugué para visitarle, no pudiendo imaginar que la barbarie de la incuria, hubiese llegado al punto de arrancar la piedra de la piedra. Pero no estaba. Desapareció en silencio, sin que ni siquiera los murcianos, tan orgullosos de su capilla, se hubiesen dado cuenta».
Al curioso esqueleto se añadió otra figura, esta vez en el exterior de la capilla aunque en sitio discreto, que representa al obispo Villalán fuera de la misma, como si huyera por los tejados a lomos de un diablo. Comenta De los Ríos que la estatua, «sobre la hornacina [vacía] que no se merece» está representado con ropajes de «franciscano con la capucha y sin la mitra, por báculo lleva una vara, pero sin la clásica voluta». Además, lo tallaron con una faltriquera en la mano, como denuncia de su amor por el dinero.
Constató el autor que la pieza quizá se colocó en torno a 1526, en plena disputa con el prelado, y está sujeta a la capilla con engarces metálicos. Cuando se construyó la célebre cadena de piedra fue necesario alargar algún eslabón para respetar la escultura. Otros, en cambio, argumentan que, en realidad, representa la imagen del apóstol Santiago.
Curiosamente, como sucede con el esqueleto risueño, tampoco nadie sabe a ciencia cierta dónde descansan los restos del marqués. Unos mantienen que en su capilla de la Catedral, la que fue anegada durante la riada de San Calixto en 1651 y destruyó los enterramientos. Otros aseguran que en un templo de Vélez Blanco, también arrasado. Lo que nadie duda es que, pese al paso del tiempo, las leyendas en torno a tan ilustre personaje continúan sorprendiendo a propios y extraños. Sobre todo, a extraños.
Fuente: https://www.laverdad.es/