POR EDUARDO JUÁREZ VALERO,CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Común es no aceptar la novedad. Sorprendente e iconoclasta, rompe el equilibrio que mantenemos con el pasado, ofreciendo un horizonte de inquietante incertidumbre. A veces envuelta en violenta transformación, decidimos renegar de ella por la fractura que conlleva. En otras ocasiones, encauzados por un carril tradicional y costumbrista, renegamos de la promesa que atesora, por ínfima que sea. Agarrados a las cadenas que el pasado ha enroscado en nuestro ya arrugado gaznate, escurrimos el bulto ante la más mínima ocasión de renovación, no sea que el cambio nos haga afrontar un presente huero por siglos de indecente resignación. Y nos da lo mismo que la novedad cambie la totalidad de nuestro presente ya pasado ofreciendo una esperanza de mañana alentador o que, por su naturaleza incólume, proponga una verdadera metamorfosis social, económica, política, cultural. Dará igual. Nos aferraremos a ese ayer raído y ya agotado sobre el que depositamos la confianza de esa tranquilidad maldita alegada por los que no pretenden otra cosa que conservar hasta lo malo y destructivo, no sea que se pierda un statu quo rancio, obsoleto y esclavizador.
Que la Historia no cesa de clamar contra esta realidad inherente a la estulte resignación del individuo enamorado de sus grilletes.
Convencidos de que la libertad se hallaba en la sumisión completa y que otro decidiera por uno, la humanidad ha sido sometida por monoteísmos varios que lo mismo condenan a la creencia en una divinidad hegemónica que empujan a millones en defensa de un credo social, marchitos ambos por la injusticia de la intolerancia más cerril sustentada por ese privilegio disfrazado de justicia divina y social. Encadenados, pues, por la vieja y condenada rutina nos revolvemos contra cualquiera que sea la ocurrencia, empujando a los portadores de semejante oportunidad hacia una lucha desproporcionada que habremos de agradecer justo en ese momento en que, de ajada y sometida, haya tornado su esencia en una vieja evidencia. Con todo, algunos pocos, despreocupados del qué dirán, del cómo introducir aquello en la normalidad y convencidos de que su camino y decisión habrán de llevar beneficio al común empezando por ellos mismos, harán lo posible porque lo nuevo llegue a nuestras vidas y que salga el sol por las Peñas Buitreras.
He de suponer que Antonio García y Rufino Martín pensaron en aquello último, en el sol saliendo por las escarpadas peñas que acogen el arroyo del Chorro Chico, cuando se fueron en busca de aquel toro. Seguros de que ese morlaco representaba una oportunidad manifiesta de mejorar la cabaña vacuna del valle de Valsaín, se acercaron hasta las sernas del sexmo de San Martín, justo donde una vez estuviera la afamada y ya olvidada abadía de Santa María de Párraces. A medio camino entre Marugán y Muñopedro, los dos paisanos se llegaron hasta Bercial, donde les esperaba el chalanero que habría de venderles un toraco semental. De tranco divino, el bicho respondía al apellido limosín, inédito entre los pastores del bosque y pinar de Valsaín. Puede que las vacas serranas negras estuvieran abiertas a relacionarse con algún que otro torito charolés nacido más allá de los Pirineos, conocedoras de sus prietas y jugosas carnes criadoras de solomillos descomunales. No era así, por lo que respectaba a semejantes toros de tez colorada y terrosa. Esos ojos enmarcados en blanco a modo de antifaz poco se habían visto por estas lomas, más frecuentes al sur de Francia, donde los pastos son más verdes y las lluvias hace crecer las yerbas incluso en los largos y frescos veranos de lo que una vez fuera tierra visigoda. Convencidos de que aquel cornúpeta de asta revirada y poco ostentosa daría un pingüe beneficio a los ganaderos de este Real Sitio, llegaron a pronto acuerdo con el tratante de Bercial.
Ahora bien, como ocurre con todos los progresos nacidos del desconcierto, Antonio y Rufino cayeron en la cuenta de las dimensiones del cornudo en cuestión. Mirando lo exiguo de la furgoneta traída y el desentendimiento del anterior dueño, no vieron otra salida que entrar con la bestia astada por la trasera de aquella pobre Citroën, tan estrecha de miras como seguidora de semejante audacia. A base de empujón y berrido aderezados con mugidos preñados de pura incomprensión, mis paisanos consiguieron que el pobre animal hocicara ligeramente, de modo que la testuz de parca cornamenta pudiera encajarse al fondo de la furgoneta. Una vez acomodado el peso inerte de la bestia corrupia, empujar la culata del animal fue coser y cantar, hasta poder cerrar el portón trasero de un vehículo tan asombrado como la carga insólita allí depositada. Una hora más tarde, con casi cincuenta kilómetros a las costillas y un concierto de bramidos solfeados con algún que otro alarido humano, el primero de los morlacos limosines aterrizó la testuz medio quebrada entre los matojos hipócritas de té de burro que suelen aterciopelar el puente nuevo medio desvencijado en el antiguo parque del palacio de Valsaín.
He de entender, sin embargo, que aquella novedad sí trajo un mañana delicioso para aquellos amantes de la carne roja, para los negociantes asentados a la sombra del bosque de la Pinochera y del cerro Matabueyes; y, principalmente, para las vacas de mi Real Sitio, cansadas de la sosería sempiterna de tanto toraco charolés engreído por ese mucho músculo y poca cabeza o la insipidez de un ejército de chotetes serranos que, de ver solo esmirriados compañeros, han llegado a pensar que esa triste sombra es cuanto una buena vaca pueda llegar a desear.
En cualquiera de los casos, la presencia de un nuevo semental soliviantó la totalidad de aquella cabaña, tanto la procreadora como la beneficiaria en el punto que fuere, abriendo un hondo debate en torno a lo innecesario de transformar el aspecto del paisaje vacuno, de traer un verraco forastero sin avisar y, sobre todas las cosas, de no preparar al resto del común ante el cambio que tal decisión habría de suponer para la aburrida monotonía de un rebaño tan homogéneo como predecible.
Por lo que a un servidor respecta, sigo intrigado en cómo pudo aquella bestia descomunal transigir en un transporte tan peregrino sin derribar todo lo que se opusiera a su comodidad. He de entender que aquellas viejas ballestas del Citroën siempre tuvieron su aquel relajante, pero tanto como para adormecer a un empotrado semental limosín… Debió ser que, en aquella ocasión, lo nuevo abusó de la intriga y todos aquellos paisanos gozaron de un beneficio particular que jamás tendrá cualquiera que sea la innovación no augurada.