NOTICIA ENVIADA POR JUAN ANTONIO ALONSO RESALT, CRONISTA OFICIAL DE LEGANÉS (MADRID).
Hace 140 años llegaron a Burgos procedentes de un castillo de Alemania los restos del Rodrigo Díaz y su esposa Jimena que habían sido saqueados en Cardeña durante la ocupación francesa.
El Castillo de Sigmaringen es una imponente fortaleza erigida sobre un rocoso promontorio que abraza el Danubio en el sur de Alemania. Es conocido por haber sido la última sede del colaboracionista (con los nazis) gobierno francés de Pétain durante la II Guerra Mundial. Sin embargo, se conoce menos por otro episodio que lo vincula directamente con Burgos y con su más célebre hijo: el Cid Campeador. No en vano, esta barbacana fue durante lustros la morada de una parte de la osamenta del que en buena hora nació. Exactamente de los restos que se llevó del sepulcro del monasterio de San Pedro de Cardeña uno de aquellos jerarcas napoleónicos que ejercieron la rapiña durante la ocupación francesa: el príncipe Salm-Dyck, quien compartió el óseo botín con el barón de Lammardelle, otro que tal bailaba en lo tocante a esquilmar, expoliar y saquear con total impunidad.
Hete aquí que, décadas después de vaciar casi hasta el último cartílago del túmulo del de Vivar, llegó a España la noticia de que en un rincón remoto de Alemania, cercano a los Alpes, junto a otras reliquias se hallaba una urna que contenía restos del batallador medieval. Había sido el inquieto periodista y crítico de arte andaluz Francisco María Tubino, a la sazón miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, quien durante una estancia en Viena comisionado por el Estado español para una exposición internacional, recibió la información de que en cierto castillo alemán, propiedad del príncipe Carlos Antonio de Hohenzollern, existía una urna que contenía huesos de Rodrigo Díaz y su esposa.
Ni corto ni perezoso, este patriota hasta la médula «amante, como el primero, de las glorias de mi patria, y pronto siempre a rendirle los tributos de interés y celo que, como buen hijo, estoy obligado» realizó todas las gestiones oportunas para ser recibido en el Castillo de Sigmaringen, cuya impresionante estampa causó honda impresión al letraherido periodista: «Nada tan pintoresco y agreste como la silueta del castillo, vista a la conveniente distancia. Cuando sopla el huracán, que baja silbando de los Alpes no distantes, y los copos de nieve descienden impulsados por encontrados movimientos hasta cubrir montes y llanuras; cuando las selvas circunvecinas mugen, y el blanco y prolongado estandarte de los Hohenzollern azota los flancos de la Torre del Homenaje, en cuyo comedio se ostenta, el castillo parece un gigante de la leyenda feudal, que se enseñorea de todo aquel estrago, firme en la robustez de sus adarves y en el vigor de sus moradores».
Como contaría tiempo después en una impagable serie por entregadas publicada en la revista La ilustración española y americana, el príncipe Hohenzollern, que recibió al español, se mostró en todo momento obsequioso y educadísimo. Y sensible respecto a la insinuación realizada por el periodista de ‘devolver’ a España las reliquias, consciente de la figura histórica, e incluso mítica, del Cid. «Es liberal en sus ideas, amigo entusiasta y práctico de las luces y del progreso, de nobilísimos y humanitarios sentimientos, trabajador incansable en el bufete, hombre estudioso y muy dado a proteger todo pensamiento útil y toda idea recomendable (…) he encontrado en él la benevolencia del hombre superior y los hidalgos sentimientos del caballero», escribiría Tubino. El prócer germano ofreció todo tipo de facilidades para que fueran analizados los restos y anticipó que, si el dictamen resultaba positivo, no pondría reparo alguno en devolverlos siempre y cuando se lo solicitara el rey de España, Alfonso XII.
Un hombre de ciencia estudió aquellos fragmentos de huesos que descansaban en una urna que replicaba, a menor escala, el sepulcro de Cardeña del que fueron arrancados, confirmando que tenían «la antigüedad que se les reputaba». Por si acaso, se le facilitó a Tubino toda la documentación disponible, como un certificado firmado en París en 1811 por Salm-Dyck así como un diario inédito de éste en el que narraba con todo lujo de detalles el saqueo y posterior traslado a Francia de los restos del Campeador. Se supo que Salm-Dyck, viendo cercana su muerte, había entregado la urna a Hohenzollern en 1857 con la promesa de su conservación y su exhibición «en las ricas colecciones de objetos históricos, raros o preciosos» que éste poseía en Sigmaringen.
A su regreso, Francisco María Tubino pasó por San Pedro de Cardeña y por Burgos, empapándose de cuanto allí se sabía de los restos viajeros del Cid, y, ya en Madrid, se entrevistó con el Conde de Morphy, secretario particular del monarca español, quien medió para que ambos se entrevistaran. Alfonso XII, después de consultar con consejeros varios, resolvió solicitar oficialmente al príncipe Hohenzollern la cesión de los restos mortales de Rodrigo y de Jimena a través de una carta autógrafa del monarca que el propio Tubino se encargó de llevar personalmente a Sigmaringen. De regreso a España con la codiciada urna, el monarca celebró con entusiasmo el hecho. Y en marzo de 1883, hace 140 años, se produjo la solemne entrega de los restos a la ciudad de Burgos, en un acto que tuvo toda la solemnidad, el fasto y el boato de un hecho de enorme trascendencia histórica.
Aunque, como sí haría su hijo cuatro décadas después, el rey de España no presidió el acto de entrega de los restos mortales del Cid, la ciudad mostró sus mejores galas, según una crónica de la época: «La ciudad toda, sin excepción puede decirse, se hallaba adornada de vistosas colgaduras, tomando el aspecto solemne de una de sus más solemnes festividades. El comercio todo había cerrado sus puertas, y las gentes ocupaban los puntos que debía recorrer la cívica procesión, siendo difícil a las fuerzas del ejército que cubrían la carrera contenerlas en los límites marcados». Con quince cañonazos y un repique de campanas, una procesión cívico-militar recorrió la ciudad en dirección a la Catedral.Al son de la Marcha Real, escoltada por guardias civiles, a la carroza con la urna de los restos del Cid y de Jimena le seguían los representantes políticos y de todos los gremios de la ciudad, portando estos un estandarte o pendón.
Circundaba la carroza «una valiosa colgadura de terciopelo y oro, alternando los colores de la ciudad y del guerrero invicto, interpoladas a trechos, en grandes caracteres de oro, fechas memorables, y de las batallas principales que colocaron a tan grande altura el nombre de España en el azaroso periodo de la vida de nuestro héroe. Sobre esta base se levanta un primer cuerpo de estilo románico, de elegante ornamentación policroma, cimado de características almenas, decorado en su frente con las armas de la antigua Caput Castellae, circuidas, como las del guerrero castellano que a cada uno de sus lados se ostentan, de coronas de laurel y roble, símbolos de la gloria y de la fuerza. Soporta el perímetro que todo esto abraza en primer término, el león de Castilla, de tamaño natural, el cual aprisiona entre sus garras la enseña de los hijos del Islam. Tras éste, sobre un plinto elevado, aparece la urna marmórea que contiene los restos del Cid y Jimena, envuelta en parte por un rojo paño forrado en peñas-veras y orlado de una rica cenefa de pedrería. Arroja el plinto, de dos grandes broches, amplias cintas de los colores heráldicos de la Nación, su héroe y ciudad».
Las crónicas señalaban que «seis arrogantes caballos negros» arrastraban la carroza, y que al llegar ésta a la Catedral «fue colocada la urna en el trascoro, pasó la comitiva a la nave mayor y se cantó solemnísimo Te Deum. Concluido, organizóse de nuevo el cortejo y fue trasladada la urna a la casa del Ayuntamiento, donde estuvo expuesta en apropiada cámara, permitiéndose la entrada a cuantos quisieran ver los despojos. Allí permaneció hasta la tarde del 7. La noche del 6 vióse la ciudad iluminada, celebrándose el acontecimiento por el vecindario, con los testimonios de gozo de una verdade una fiesta patriótica».