POR JOSÉ MANUEL LÓPEZ GÓMEZ, CRONISTA OFICIAL DE FUENTECÉN (BURGOS)
El 16 de agosto de 1801 se administró la primera dosis frente a esta enfermedad en Burgos, un hecho inaudito cuya efeméride coincide con la emergencia por la variante símica.
La primera burgalesa de la historia que recibió una vacuna no necesitó pasar un día en la cama ni perdió paseo alguno en las dos semanas siguientes al pinchazo, que se produjo un 16 de agosto de 1801, en la capital. La niña tenía 5 años y su padre, Prudencio Valderrama, médico del Cabildo y del hospital de Barrantes, dejó por escrito con todo detalle la evolución de la pequeña, a la que acababa de proteger frente a una enfermedad devastadora en la época y hoy erradicada en todo el mundo gracias a la ciencia: la viruela humana.
Valderrama repitió el gesto con otras dos de sus hijas y, poco a poco, las bondades de la vacunación fueron llegando a más y más familias burgalesas hasta el punto de que, apenas un año después, el médico dejaba constancia de que se había administrado el fármaco al 10% de la población de la ciudad, entonces de unas 15.000 personas. «El inicio de la vacunación antivariólica en Burgos fue todo un éxito, teniendo en cuenta que la técnica era desconocida y que generaba reticencias, porque ya había antivacunas», explica el médico jubilado y apasionado de la historia sanitaria José Manuel López Gómez, gran divulgador del legado de Prudencio Valderrama y de las otras dos personas que hicieron posible que la provincia no se quedara atrás en la implantación de una medida sanitaria que, analizada con perspectiva, fue revolucionaria: Juana Manuela de Villachica y Laguno y el médico Ignacio María Ruiz de Luzuriaga.
A estos tres personajes «interesantísimos» ha dedicado López Gómez muchas horas de estudio y diversas publicaciones, en las que se basa este artículo sobre el aniversario de un hecho que coincide con la emergencia sanitaria mundial causada por otro virus de la familia de la viruela: el de la viruela del mono. Su incidencia aún se considera escasa en la provincia -diez casos confirmados a primeros de agosto- y más todavía la vacunación, porque en la misma fecha solo se le había administrado a una persona en todo Burgos. Y, aunque mejorada, el origen es común con la que Prudencio Valderrama le puso a su propia hija, en un arranque de valentía y prurito profesional.
López Gómez recuerda que, entonces, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, «la viruela era endémica y epidémica, extendidísima, muy grave y con impacto en un número elevadísimo de habitantes: afectaba mucho a niños, jóvenes y a las mujeres en el posparto». Además de las características marcas que dejaba en la cara, la enfermedad causaba secuelas orgánicas serias, entre las que se incluye ceguera, pero eran muchos quienes no sobrevivían. «La mortalidad era altísima», subraya el médico, experto en la Ilustración y conocedor de que, en este contexto, cualquier avance en la contención despertaba interés.
Así, explica que el comienzo de la inmunización frente a la viruela hay que buscarlo en una técnica «ancestral» que, según López Gómez, procede del Indostán y que era la inoculación. «Es distinta de la vacunación, porque se ponía, directamente, el virus de la viruela de un paciente que no la hubiera tenido muy florida», explica, añadiendo que este procedimiento llegó a oídos de la esposa del embajador de Gran Bretaña en Turquía, quien decidió emplearla con sus hijos. «¿Resultado? No se contagiaron», apunta López Gómez, destacando que cuando volvió a Inglaterra se empeñó en generalizar su experiencia en su entorno y consiguió «una cierta corriente de difusión de las prácticas inoculatorias, que pasó a Francia y también a España, pero aquí no tuvo una difusión muy grande hasta que, a finales del siglo XVII, enferman los hijos del rey, Carlos IV, y él decide que en todas las inclusas, casas de expósitos y de misericordia se crearan salas inoculatorias».
Esta decisión, sin embargo, coincidió en el tiempo con la publicación de Investigación sobre las causas y efectos de la vacuna de la viruela de las vacas, la obra que convirtió al inglés Edward Jenner en el padre de la inmunología al probar, por primera vez en la historia, que la viruela humana podía evitarse mediante la variante bovina del virus. «En años de investigación comprobó que las vaqueras que se contagiaban de la variante de las vacas, luego no desarrollaban la viruela humana». A partir de ahí se empezó a producir la linfa vacunal para inyectarla de inmediato en Inglaterra, luego en Francia y también en España. López Gómez detalla que a Madrid llegó en abril de 1801, gracias a que un alto funcionario le facilitó la linfa al médico de la corte, entonces en Aranjuez, y este se la facilitó a un amigo, también médico, «que se llamaba Ignacio María Ruiz de Luzuriaga y que fue una figura capital en la difusión de la vacuna de la viruela en España».
¿Cuál es el vínculo de este facultativo con Burgos? López Gómez sonríe al aclarar que «fue una señora, que merece un reconocimiento porque tuvo actuaciones importantes en materia sanitaria: Juana Manuela de Villachica y Llaguno». Era hija de un comerciante de lana de éxito que vivía en Burgos y sobrina de un alto funcionario en Madrid, con quien pasaba temporadas que le permitieron entablar relaciones con personalidades de la época, entre las que estaba Luzuriaga. Cuando la mujer, ya casada y radicada en Burgos, supo de la vacuna de la viruela, le propuso a su propio médico, Prudencio Valderrama, que la administrara en Burgos y, para ello, le pidió a Luzuriaga que enviara la linfa vacunal a la capital.
De todo ello hay constancia gracias a que la Real Academia de Medicina de Madrid conserva dos tomos manuscritos con todas las cartas que recibió Luzuriaga, material que López Gómez ha estudiado y transcrito en artículos. «Estas tres personas formaron un conglomerado que consiguió que aquello funcionara y se sabe que enseguida hubo inquietud del cirujano titular de Medina de Pomar, el de Espinosa de los Monteros…», explica López Gómez, antes de matizar que todo se trastocó con la Guerra de la Independencia, entre 1808 y 1814. «Quebró la estructura general del país y también la sanitaria», dice el médico.
Altibajos. A partir de ahí, la vacunación frente a la viruela fue a menos, como prueban las reiteradas noticias sobre epidemias que relata este periódico desde su primer ejemplar, el 1 de abril de 1891. La incidencia era tan alta que en enero de 1903 se promovió una campaña de vacunación y revacunación obligatoria que, sin embargo, no funcionó. Médicos como Florentino Izquierdo, de la Beneficencia burgalesa, lamentaban amargamente en Diario de Burgos que «en España se pierde todos los años la enorme cifra de 450 individuos por cada 100.000 habitantes a causa de la viruela y esto nos deshonra y avergüenza ante todas las naciones cultas y civilizadas». Llamaba así a participar de una medida que en 1919 volvió a hacerse obligatoria y, como indican en el servicio territorial de Sanidad, desde 1921 la vacunación ya fue «sistemática; se procedía en los primeros años de vida, en la escuela, en el servicio militar…».
La inmunización se generalizó gracias también a que la técnica de Jenner se depuró y los laboratorios crearon vacunas mejoradas con respecto a la linfa que se obtenía de las terneras y en mayor cantidad. Y, así, en Sanidad apuntan que en 1979 se certificó que la viruela había sido erradicada, algo que la Asamblea Mundial de la Salud aceptó oficialmente en 1980, cuando la vacuna de la viruela desapareció de los calendarios.
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