POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA).
Tiene el bosque una magia insondable difícil de comprender. Vive entre cervunales aterciopelados de tacto sutil y claroscuros embriagadores de escaramujo y acerolo aderezados con brillantes destellos de grasilla y vedegambre cubiertas de terso rocío primaveral. Allí donde el saúco florece arrebatador asomando entre los frutos de los serbales solitarios, a la sombra de los negros tejos que expían su rareza salvaje para competir con pinos agrestes revirados por la hoja coriácea de rebollos conquistadores de todo; justo en ese lugar donde el piorno se transmuta en amarilla retama de fulgor domeñado por la luz de Monet entre lirios y tullerías, pasando del verde intenso de los tojos erizados al púrpura sibilino de la dedalera, uno va sintiendo cómo aquella fuerza ignota acaba por poseer voluntad y deleite en tamaña proporción que resulta impensable alejarse más de un instante de semejante orgía sensitiva.
Hechizados por un bosque que no vive sino en nuestro interior, medimos el poco tiempo compartido con ese siempre vivir lozano de pinos retorcidos en Majada Hambienta, acostados en Majalasna o despanzurrados en derredor del canchal de la Majada del Peñote, ansiando dejarlo todo para hollar sus caminos, ya sean de fina tierra de derrubio o afilada roca de pedregal. Sometidos por un amor ancestral que ha unido un millar de generaciones a la sombra hegemónica del macizo montañoso, los paisanos de quien suscribe estos torpes renglones han venido recorriendo incesantemente las arterias de este inmenso ser vivo cuyo palpitar sordo marca nuestra existencia. Atentos a ese diapasón vegetal de piedra y agua pulcra, cristalina y traviesa, buscamos cualquier excusa que permita imbuirnos una vez más en una búsqueda sin fin de placer insólito, de comunión entre humano y bosque rayano en la felicidad absoluta.
Así he podido conocer en estos últimos decenios a cantidad de vecinos apasionados por aquel Edén rodeado de incomprensión. Muchos de ellos, pastores de árboles, han dedicado su vida a recorrer loma y picacho hasta que el arrebol de un atardecer pletórico de la Segovia más maternal les pone de regreso a la insulsa realidad del vivir enclaustrados. Ya sea buscando pinos, saltando entre peña y roquedal, muchos desgastan cientos de suelas persiguiendo algo desconocido que vive en su interior. Otros, como mi añorado abuelo, Pedro Rapp, y Nabucodonosor, su inseparable grifón, vigilaban el solícito manar de fuentes y brotes límpidos de agua serrana. Caminando de brocal a chorro, pasando de escorrentía a caño y canaleja, mi añorado amigo, siempre cayado en mano, dejaba que agua y terruño se abrazaran en amorosa coyunda ancestral, legando semejante responsabilidad en una plétora de sucesores, enamorados de las aguas manantes y estantes cuya defensa encomendara Enrique IV y, antes que él, en el siglo XIII, el Rey Sabio, a los caballeros segovianos de capa negra y voluntad inquebrantable.
Existen otros guardianes del bosque que van aún más allá. Si bien protegen el caminar y facilitan el beber, se esfuerzan por abrirlo a la vecindad, sea esta parte del padrón o engrosen la nutrida visita ocasional que abarrota los bajíos cada vez que la metrópoli se libera de la presión con la que malvive. Vigilantes de sendas y vericuetos, trabajan incansables para que pie y bastón se acomoden al lento trasegar embelesado por la magia del elemental que nos llena de felicidad. Siempre preocupados porque sea leve el caminar, te los puedes encontrar afanados en someter un tronco derribado por el furioso temporal o abatido por el picoteo de los condenados barrenillos, peste de pino albar sentenciado en corro infame de seca muerte serrana.
Ejemplo de esta dedicación al disfrute del encantamiento serrano es mi querido amigo, Antonio Carreras. Siempre en la obsesión de compartir el deleite implícito en la sombra del tejo, la frescura del manantial y la sacralidad de la brisa que todo lo cura, Antonio no deja paso cerrado sin franquear. Ya sea mediante escalera de ramón caído por vendaval o puente de costero alineado con traviesa y clavo nuevo, no hay escorrentía que no permita vadear ni lata caída que no podamos salvar. A veces, mientras se pierde a la sombra de los viejos robles arrugados de tanto remontar, Antonio se para en aquella revuelta a descansar, listo para rematar la subida, y descubre un descomunal ocaso que corta el respirar. Preso de ese instante eterno, sube día tras noche para clavar asiento donde recuperar un bucle de absoluto deleite. En otras ocasiones, vista la dificultad del trasiego, deslinda el viejo paso para vadear el arroyuelo poseído por alguna ninfa mal encarada con un puente artesano que te empuje a seguir hacia el mirador de Majalapeña, la Caseta del Carretero o el vado del Carneros donde anidé mi alma hace ya más de un año.
Antonio no deja paso cerrado sin franquear. Ya sea mediante escalera de ramón caído por vendaval o puente de costero alineado con traviesa y clavo nuevo, no hay escorrentía que no permita vadear ni lata caída que no podamos salvar.
Y viendo a este elfo de los bosques y al ejército de queridos paisanos que le siguen en su vigilia, uno no deja de preguntarse en qué lugar queda la administración de este Paraíso, superada en pasión y presteza, en dedicación y desvelo perpetuo de todos y cada uno de los rincones que compone una diversidad única de belleza múltiple. Que en ese puente de Antonio Carreras sobre el arroyo Carneros hacia el acebal que alimenta la fuente del Chotete se esconde cierta desidia institucional. Esta, unida a una vocación equivocada que convierte vergel en cultivo, tiende a expulsar al ser humano de un sistema que, sin su presencia, perderá un equilibrio inmemorial. Antonio con sus puentes y pasos, Pierre con las fuentes liberadas, el tío Conrado con sus carteles y el regimiento incontable de guardianes del bosque, viene a constituir la defensa de un ser, de un vivir, que se mantiene de milagro, sometido a una explotación para la que no se constituyó. Quizás haya llegado el momento de que Estado y vecindad aprendan a compartir la magia que desprende un simple puente en el florido retamar del pinar de Valsaín.