POR MIGUEL ROMERO SAIZ, CRONISTA OFICIAL DE CUENCA.
“Se necesita la ayuda de un duende para dar en el clavo de la verdad creativa”. Tal vez esta frase que bien apadrinase Federico García Lorca cuando llegando a Cuenca, vio sus callejas y plazas, se empapó de la ciudad y sus tradiciones semanasanteras y compartió versos al lado de Federico Muelas, el “otro Federico”, el de Cuenca. Para Lorca el problema con que se centra la reflexión estética lorquiana es el problema del duende, porque sin él, no llega la inspiración que ha de romper las normas del equilibrio natural, las que salen de la normalidad para entrar en la excepcionalidad. Eso es privilegio de muy pocos.
Y es que el hombre, por norma general, se pasa el tiempo, la vida, buscando la felicidad sin darse cuenta que la lleva consigo. Y ese mismo duende que tanto reclama el poeta granaíno es el mismo que a Picasso se le acercase para motivar su estética pictórica, su maestría en el Arte, su rotunda exaltación del color.
Y aún ahondando en el espacio onírico de lo que pasó y de lo que existe, uno cuando pasea por los recovecos de ese Alfar de Pedro Mercedes, ahora vivo nuevamente y restaurado gracias a las instituciones políticas para servicio de los conquenses, ahondas en sus hornos, desde el más antiguo al que podría ser un poco moderno, desde las mesas del raspado hasta la silla del torno que tanto mantuviera en excelso lugar el gran maestro del barro y observas detrás de ti, una aura que envuelve ese mismo duende que allí habita, que inspirase a Pedro y que mientras su alma hiciera arte, Joselete ponía el cuerpo para realzarlo.
Y yo, que conocí al maestro con el que mantuve algún que otro diálogo, sin imaginar su esencia y su cultivo, ahora pasado el tiempo, me he dado cuenta de lo privilegiado que fuera por estar algún minuto a su lado, de mirarle sus ojos diminutos a través de aquellos lentes de grueso cristal y grandes en su interior por mirada honesta y profunda.
Hice texto para magnífica exposición –años atrás- y ahondé en sus frases, hice las mías, yuxtapuse sentimientos, los suyos en le recuerdo con los míos en vida, porque fue grande y lo será siempre, o yo por lo menos, así lo siento.
Y quiero expresar algunos de los textos que en aquella exposición de la Casa Zavala escribiera yo para él, recordando sus frases y su vida.
Él mismo dijo:
“… sin duda alguna, como he dicho otras veces, en mi alfar hay un duende, quizás porque sea el último alfar de los moros, seguro que merodea por aquí buscando una liberación, sostiene conversaciones conmigo, aunque sea en la imaginación…”
Y siguió en momentos claves de su actividad, hablando de ese duende:
“… mi “duende” y yo sabemos muchas cosas, hemos compartido noches de horno que eran madrugadas maravillosas, cuando el rescoldo de la lumbre parecía quedar satisfecho de la obra realizada horas antes con las lenguas de fuego acariciando el barro».
Aquellas ollerías que dejaron los habitantes de la Cuenca islámica, sintieron que el paso del tiempo, tal vez la historia, rompería el lazo que había unido a tierra y ciudad, a barro y agua. Sin embargo, Joselete y Pedro le dieron forma y aquel espacio, rincón, hogar, fábrica y taller era el reencuentro constante y diario con el Universo, con la luz y el fuego, con el torno y el pincel, con la masa y la gubia donde un raspado, pintado o trenzado daba el alma al cacharro que siempre nació con esmero de la mano sencilla de un buen artesano.
Por eso, en aquel día de mayo del 1948, Pedro Mercedes compraba el Alfar, mientras las hogueras del dos de mayo lanzaban al aire las chustas de una historia que sería eterna. Ni siquiera aquella primera hornada que hundiese su tejado fue suficiente para hacer debilitar un camino que ya no tenía retorno y sí, éxito como empeño real. Los barros traídos del Cerro de la Horca, de las Cañadillas o de Arcos de la Cantera llegaban yermos mientras la vida se la iban a dar con fulgurante sencillez, las manos de un sencillo alfarero, un tal Pedro Mercedes, hacedor de figuras infinitas como toros y toricos, cuencos, vasos, botijos, ladrillos, cántaros y cantaras, murales y tronos, o sencillos elementos de una universalidad del objeto que apremia en su forma para crecer como Arte, sin más letra que su A mayúscula.
Hasta el religioso encanto de la burguesía le hizo sentar su barro en ese Altar que bien crease.
“Esta es mi casa, Aquí se encierra toda mi felicidad, la familia y mi obra”.
“Cuando bajes al alfar y entres sentirás el olor de la tierra y notarás que huele a Dios«.
Y quisiera acabar como empecé, hablando de Duendes, y qué mejor que hacerlo de esta ciudad que nos embauca y nos hace sentirnos orgullosos y fieles.
Por eso, no iba a haber mejor ciudad donde la Naturaleza le embriague de belleza. Es la ciudad de los sentidos. En la Cuenca milenaria, el sabor lo provocan sus guisos, el olor las flores que enzarzan sus hoces, el color sus gigantes pétreos entre los chopos que el Júcar alimenta, la vista proviene de esa riqueza que el patrimonio ofrece entre guirnaldas edificadas, mientras que el gusto lo da, sentir en tus manos la obra de quien hizo de la cerámica el Arte universal del tiempo:
«Pedro Mercedes habitó entre el recuerdo y la sensación placentera de un estilo único para el mundo.»
FUENTE: https://eldiadigital.es/art/388795/un-duende-por-miguel-romero-saiz