POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Pocas veces se fija uno en el Raso del Pino. Encrucijada de múltiples destinos, languidece en el desconocimiento de mil peregrinos anhelantes de la Caseta de Aránguez, de la Laguna de los Pájaros, del Risco de los Claveles o del pico de Peñalara. Otros, seguros de buscar casetas y chozos, llegándose hasta la Majada del Tío Blas, apenas dedican un momento a ese testero ralo que culmina casi los dos mil metros. De nada sirve que habite el lugar una increíble fuente manante de puro cristal a través de un tronco bien tallado o que, entre la caída hacia el Pinar del Accidente y el centro meteorológico, sobrevivan los viejos corrales que dieron posada a los ganados terminantes y trashumantes en el camino de los pastos frescos del verano en la cercanía del paso hacia Madrid.
Pradera preciosa de interés mundano, siempre fue la puerta del descalabro vegetal. Línea marcadora del final del bosque, mi hermano Paco, enamorado de un paseo sofocante hasta la Laguna de los Pájaros, siempre gustó de recordar que allí desaparecían los pinos. Es más, agarrando un vocablo que bien sabrá apreciar mi querido Ángel Luis Domínguez en su extenuadora tarea de contar palabras, Paco solía referirse a aquel desierto cenital como fuerapinos. Dando la sensación enfática de una orden implícita, el camino que salía y sale de la pradera del Raso del Pino en subida hacia la Fuente de las Mentiras del Tío Conrado Martín Merino empujaba a la transición nada sutil del pedregal descascarillado hacia el desierto montañero. Allí arriba, cruzada la línea de los últimos pinos retorcidos por el dolor que provoca el querer algo que no se puede asumir, el jabino rastrero acompañado del amarillento piornal tomaba protagonismo en un páramo idílico de soberbia e infecunda soledad. Ese fuerapinos que tanto impactara a mi hermano, ha sido imán para paseantes necesitados de paisaje abrupto, para pastores de cervunal extremo y, principalmente, para aventureros obligados a tomar la cima que corresponda por muy agreste que sea el desafío.
Enfilado por aquel sendero descarnado, uno podía tomar la vieja ruta perdida de la Majada Hambrienta o dirigirse en recto ascenso hasta el collado de los Neveros para acometer bien la subida a los descarnados Claveles del Guadarrama o al testero abotargado de Peñalara. Siguiendo el serpenteante vericueto poblado de esquistos fracturados, se alcanzaba el nacimiento de lo que más adelante sería el arroyo Carneros de mis entretelas, escondiendo a la derecha del avance no pocas acumulaciones de nieve petrificada, verdadero edén en estos días sofocantes del julio atronador. Alcanzado el paso desolador, se tomaba la vereda de la derecha para, dejando a un lado las sirenas escondidas en la temible rocalla, alcanzar aquella laguna repleta de ninfas perfectas ansiosas por envenenar al más taimado de los errabundos caminantes.
Claro que, ese viaje hacia la Arcadia guadarramista ha venido cambiando en los últimos treinta años. Seco y empedrado, el páramo ha seguido siendo un roquedal impresionante donde decenas de bóvidos taimados y arteros caballos siguen deleitándose los días del verano intenso con la fresca yerba alimentadas por los hielos filtrados durante el albur primaveral. Sin embargo, tras el muro de pinos retorcidos y angustiados por el frío intenso y el calor extremo, por la sequedad de una roca que no transpira más que ansia de agua bendita, ha surgido un Shangri-La de difícil explicación. Donde yacía seco el piornal estrujado por una ínfima gota sacada con engaño del cauce del Carneros, justo allí, en el lecho pedregoso utilizado por el jabino para extraer día a año la ínfima humedad en los días del estío, presume hoy un bosquete lozano de pinos hermosos, enhiestos y abigarrados en floresta juvenil de futuro esperanzado.
Agarrado al camino ancestral, el bosque que habita fuerapinos camino del Puerto de los Neveros mancha ya el horizonte serrano en la lejanía de una Segovia que empieza a ver verde intenso donde una vez imperó el marrón terroso de la lasca reventada por los hielos y el calor. Lejos de ser pinos atormentados por la desdicha de vivir donde no se vive, estos jóvenes crecen chatos y orondos en eterno y feliz abrazo, dando sombra y cobijo al serrano que por allí asoma.
Inexplicable para quien suscribe, durante un tiempo pensé que aquello era fruto de una laguna mental que el clima de nuestra sierra había regalado a ese hermoso transitar. Supongo que, puestos a entender, tendemos a asumir que la irrealidad debería ser la mejor de las explicaciones, dado que no precisa de conocimiento alguno. Mi querido Sherpa, Juan Francisco Bellette Tapias, vástago infatigable de mi Compadre, el Sr. Bellette y amante de la respuesta empírica argumentada en la experiencia demostrable, me hizo recordar aquellos pinos jóvenes y tiesos como velas en funeral agrupados en batallón de infantería sobre las praderas intensas de los Siete Picos. Bellos y hermosos, jóvenes y altozanos, los pinatos de Valsaín, a decir de Juan Francisco y su sentido de la ciencia, han ido tomando las cimas más abruptas empujados por la degeneración que el clima ha venido sufriendo durante esos treinta años largos que llevan del paseo que diera mi hermano Paco al presente descorazonador.
Hijos, por tanto, del denostado cambio climático, los viejos pinos retorcidos y acostados con las ramas en bandera imposible han sido relevados por jóvenes insensibles a un frío aterrado por el calor inmenso sencillamente porque aquel ha dejado de asustarlos desde la nuez. Afectados los ciclos climáticos, el régimen de lluvias errático y las temperaturas sometidas a un continuo y poco apreciable ascenso para aquellos que nada quieren asumir, la naturaleza va dibujando lentamente un cambio radical visible en pequeñas motas de polvo a las que poco o nada de caso hacemos, queridos lectores. Esa pinochera abigarrada en fuerapinos, esos fustes rectos como la inconsistencia humana apretados en la solana de Siete Picos nos describen un futuro de cálida desesperación y fronda trastocada donde no sé yo si habrá sitio para una humanidad descerebrada, sometida a un deseo de hoy sin saber que nos aplastará ese mañana que seguimos negando. Un mañana, digo, donde no será extraño avistar jóvenes rebollos en las alturas impensables de Peñalara.