POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA (ALICANTE), PRESIDENTE LA REAL ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE CRONISTAS OFICIALES (RAECO)
Dentro del ritual de algunas monarquías, tras fallecer el rey, para de alguna manera dar a conocer al pueblo la inexistencia de un interregno y la continuidad dinástica, se acostumbra a lanzar este lema que, por otro lado, se podría interpretar como la última vez en que se vitorea al monarca fallecido y primera que recibe su sucesor.
En siglos pasados la luctuosa noticia tardaba en llegar y era por conducto de misivas que la notificaban
Así, tal como nos narra el analista mosén Pedro Bellot, en 1410, se tuvo conocimiento a través de una carta desde Valencia en la que “con gemidos y dolor de corazón” se comunicaba el fallecimiento del rey de Argón y conde de Barcelona, Martín I.
Siglos después, la comunicación llegaba a través del Real Consejo y se autorizaba el gasto para hacer frente a las exequias, o bien por medio del propio sucesor a la Corona, como sucedió con Carlos IV, que notificó el fallecimiento de su padre el 14 de diciembre de 1788. Por lo general consistían en la proclamación de los lutos mediante un cortejo a fin de dar a conocer la luctuosa noticia a los vecinos, a las parroquias y a las órdenes religiosas. En ese cortejo aparecían pobres alumbrando y maceros y trompeta a caballo vistiendo de luto. Así mismo, se ordenaba el toque de campanas y la celebración de misas, que en las honras fúnebres de Mariana de Neuburg, segunda esposa de Carlos II, el 16 de julio de 1740, fueron 344 misas en la catedral que importaron 70 libras 16 sueldos.
Así mismo, se ordenaba que durante los días en que se llevaran a cabo las exequias que no se trabajase con las puertas abiertas, tal como se efectuó en 1516 con Fernando el Católico. Y en 1788, tras conocerse el fallecimiento de Carlos III, se mandaba que personas de “cualquier estado, edad, calidad y condición de las que componen el vecindario de esta población, su campo y huerta desde el mismo día por espacio de seis meses no toquen, ni permitan tocar instrumentos, que no se hagan bailes, juegos, festejos, ni diversión alguna que de indicio del más pequeño de alegría, con ningún motivo, ni pretexto, pues todos por el señalado tiempo deben dar y mandamos den las mayores muestras de dolor y tristeza”.
Al igual que en la proclamaciones reales, con motivo de las exequias era un buen momento para renovar el vestuario de los maceros, trompeta y pregonero, en este caso de luto, ya que iban de esta guisa asistían en el cortejo para la publicación de las honras fúnebres. Incluso se renovaban las banderolas de los clarines, para lo que, en 1740, se utilizó dos varas de “olandilla” negra, con ocasión de las exequias de la Reina Mariana de Neuburg. Así mismo, fue preciso alquilar caballos para los cuatro maceros, los dos clarineros y el pregonero, que importaron cada uno diez sueldos.
Así mismo, todos los miembros de la Ciudad vestían de bayeta negra por lo general, sin embargo, con motivo de las honras fúnebres dedicadas a Felipe II, en 1599, los oficiales vistieron con dos gramallas cada uno, “la una de refino y otra de bayeta”. De igual forma, que se pedía que todos aquellos que asistieran y tuvieran vestido negro que se lo pusieran, tal como acaeció en 1621, en las exequias de Felipe III. Y en las de Carlos III, se especificaba más, concretando que debían ir decentemente vestidos y las mujeres con mantos y mantillas negras.
Por otro lado, en estas últimas, ese día debían de permanecer cerradas las puertas y ventanas, se prohibió trabajar a los oficios, y los comerciantes, tenderos y “demás casas de vendeduría” debían abstenerse en hacer negocios.
Para las exequias que se celebraban en la catedral, se fabricaba un túmulo que era decorado con bayeta negra, escudos, e iluminado con gran profusión de velas. Así mismo se enlutaban los altares mayor y demás en los que se celebrarían misas en sufragio por el alma del Monarca, así como los púlpitos. El túmulo se montaba en el plano del templo y para su construcción la Ciudad, a través de comisarios redactaba los correspondientes capítulos, procediéndose después al remate. Concretamente, el que se fabricó para Felipe II costó la madera, 300 ducados y, en 1761, el de la Reina María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, fue rematado al maestro carpintero Joseph Romero, en 96 libras.
Dentro de la ceremonia de las exequias tenía preponderancia la oración fúnebre que era encargada a reputados predicadores como el canónigo magistral Joseph Claramunt Vives de Alulayes y Lillo, en las de Luis I, por lo que recibió diez libras.
Así, tras un tiempo prudencial en que se guardaba el luto por el rey muerto se procedía a la proclamación de su sucesor, con el consabido “Viva el Rey”.