POR ANTONIO ORTEGA SERRANO, CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE HORNACHUELOS (CÓRDOBA)
En nuestra actual sociedad transformada, profanada diría yo, angustiada hasta el núcleo de una atroz ramplonería y de una refinada voluptuosidad, sátira al mismo tiempo con los sentimientos y las tradiciones religiosas, la Semana Santa ó Semana de Pasión, está perdiendo el hálito de incógnito maravilloso que nos invita a la abstracción y la preocupación para encontrarnos con las raíces iniciales de nuestra fe cristiana.
En esta escoria de desacralizar crecientemente e incredibilidad, surgen, en cambio, comunidades y grupos de creyentes que sienten con vigor y el empuje de la fuerza vivificadora del Evangelio de Jesús, revelador de la justicia del Reino del Cielo, de la misericordia y del perdón de Dios. Entre estas comunidades se encuentran las existentes en la villa de Hornachuelos, mi pueblo.
Hermandades y Cofradías con distinto nombre, pero con la misma vocación, que en otros lugares teológicos del testimonio de la fe en el corazón del mundo, en los que la fe, la esperanza y el amor se viven y comparten, se anuncian y se testifican, al estilo de las primeras comunidades cristianas.
Por otro lado y en sentido positivo, el laicismo, doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa, como es el caso del actual Presidente del Gobierno de España, ha contribuido a purificar algunas costumbres y ha favorecido una vivencia más auténtica de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
Los pasos, auténtica liturgia de masas y catequesis pública, hacen presente al hombre secular de hoy el Misterio salvador del Triduo Pascual. La celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, eje de la Semana Santa, se alza como faro de luz que alumbra y guía nuestros pasos y destino alumbrando la oscuridad de la noche terrenal.
La Semana Santa supone para la vida cristiana la más altísima expresión de fe individual y corporativa. Esto lo saben bien los Hermanos y Cofrades, porque Dios se hace especialmente presente en la vida de la Iglesia, invitándola a la oración, a la penitencia y al sacrificio, como medios para fortalecer la fe y el compromiso de la fe. Desde la atalaya de la cruz, Jesús revela que su Iglesia constituye en el mundo la unión comunidad hermanos, fundidos entre sí por el amor.
Una Iglesia de los que no se aman, no es, evidentemente, una Iglesia de Cristo. Un cristianismo sin amor sería simplemente una gran falsedad. La Semana Santa nos revela que la vida es camino de cruz, a partir de una entrega al servicio de los hermanos que es coincidente con el servicio a Dios.
La misión de Jesús debemos comprenderla en referencia al Dios de la gracia y de la exigencia. Jesús no viene a predicar verdades generales, sino a proclamar la inminencia del Reino y la Buena Nueva del Evangelio1.
La Cruz en la Semana Santa
La Cruz es el símbolo más emblemático y significativo de la Semana Santa, si nos detenemos ante el misterio de la Cruz, el gran misterio de la salvación, el gran motivo de reflexión para el creyente. Sobre la Cruz, núcleo y centro vital de la Semana Santa, sobre su significación y su mensaje, desearía recoger algunas enseñanzas, que uno siempre duda, en si lo que escribe llegará al corazón de otras personas, en puridad.
Se podría intentar conocer el signo de la cruz desde un enfoque semiológico para desvelar sus significantes y connotaciones, como el alfa y la omega, el cordero, la espiga y el pan; desde un enfoque semiótico, en la consideración de la Cruz como un signo, que, en la concepción de Humberto Eco, es sustituto de otro referente, en este caso, Cristo crucificado. Hay significación –según explica este autor- siempre que una cosa representa a otra en la percepción del destinatario o siempre que un código establezca una relación entre lo que representa y lo representado2.
Pero la Cruz refiere, evoca e ilumina mucho más que un signo codificado o críptico, más que un código con significantes, como tantos otros, o que una mera representación. Tampoco es resultado de un artificio o de una convención semiótica, como consecuencia de que “un grupo humano decide usar una cosa como vehículo de cualquier otra”3
Ni una mera correspondencia entre un significante y un significado, según la definición de signo de Saussure. Incluso habrá dificultad para inscribirla en alguno de los tipos de signos que clasifica Peirce: símbolos (relacionados arbitrariamente con su objeto) e índices (relacionados físicamente con su objeto). Sin duda, traspasa y trasciende todos estos conceptos, sin posibilidad de asirlo.
No parece, por lo tanto, que se pueda establecer un paralelismo, aunque se hable ciertamente de signo y de señal. Ni quedarse en la memoria de la representación de la referencia por el referente, que, en este caso, lo trasciende todo. Existe una relación, al margen de estas razones y de lógica, que apela a las formas de conocimientos ligados a la fe y a la creencia cristiana.
El Culto a las Imagines
Algunos estudiosos modernos de la imagen, como Román Gubern, han distinguido una doble preocupación intelectual en la producción de imágenes en Occidente: la orientada al perfeccionamiento o función mimética de las apariencias ópticas visibles, que culminan en el hiperrealismo de la realidad virtual y que hace creer al espectador colocado ante una imagen que está ante el referente y no ante una copia.
Y la preocupación por el simbolismo, derivada, según este autor, del propio simbolismo paleocristiano y movida por una voluntad conceptual o de criptosimbolismo, como una imagen-laberinto.
Recuerda también Gubern que las imagines fueron deslegitimadas en el Antiguo Testamento para acabar con la idolatría pagana, para ser readmitidas después. Y quiere encontrar un antecedente del Buen Pastor en el Hermes pagano portando un carnero y la representación del Espíritu en la paloma de Venus.
En su opinión, la imagen recogida de La Verónica –que significa imagen verdadera- y la del Santo Sudario serían las primeras estampaciones figurativas.
Se sabe que la prohibición de la veneración de imágenes fue decretada por emperador bizantino León II en el año 730, desencadenándose una dura persecución iconoclasta.
Unas décadas después, en el año 787, el II Concilio ecuménico de Nicea decidió, tras una amplia controversia sobre el culto de las sagradas imágenes y basándose en la enseñanza de los santos padres y en la tradición universal de Iglesia, que se podía proponer a la veneración de los fieles, no sólo la Cruz, sino también las imágenes de la Virgen, de los ángeles y de los santos, en las iglesias, en las casas y en los caminos… Desde entonces la tradición se ha mantenido Oriente y en Occidente.
La Cruz como signo de contradicción, de humildad y de obediencia.
La Cruz es “signo de contradicción” y “desconcertante modelo”, por manifestarse la divinidad en el mayor despojamiento del hombre, en la condición de siervo, perseguido, humillado y muerto en la cruz.
Ya lo advirtió San Juan de la Cruz en sus avisos y sentencias espirituales: “Desea hacerte algo semejante en el padecer a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado, pues en esta vida si no es para imitarle no es bueno”4.
No existe mayor expresión o elocuencia: Jesús muerto en la Cruz nos habla desde “la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono”, como escribió también nuestro llorado Papa, hoy ya S. Juan Pablo II (Redentor hominis 7d). Es la inmensa soledad y abandono manifestado en las últimas palabras del crucificado: “Eli, Eli, lama sabachtani”. Abandonado o desamparado por el Padre. No cabría mayor dolor, si no se supiera Hijo de Dios.
Pero no se ha de buscar la contundencia de las palabras ni de las imágenes. Lo escribió San Pablo a los Corintios con gran fuerza descriptiva y con la fuerza del ejemplo: “Me envió Cristo… a predicar el Evangelio.
Y con las palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo… Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: Escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”5.
Se encuentra también estos signos de humanidad y contradicción, la prueba de obediencia, que había tenido su expresión en el Huerto de los Olivos: “Que pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mat, 39).
Como atestiguó después San Pablo a los Filipenses, Cristo “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte en la cruz” (Fip 2, 8-9).
La Cruz es signo de libertad
“Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente”, dice Jesús, según el Evangelio de San Juan (Jn 10, 18), resaltando la voluntad del sacrificado.
“Cristo crucificado –ha recordado Juan Pablo II en la Veritatis Splendor- revela el significado autentico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte de su misma libertad” (VS, 85b). Y también: “Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vinculo indisoluble entre libertad y verdad” (VS, 87d).
Puesto que el hombre buscó una rebelión radical, que lo llevó a rechazar el Bien y la Verdad para erigirse en principio absoluto de sí mismo, Cristo nos libertó, nos hizo libres. Como escribió San Pablo a los Gálatas: “la libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo en su libertador: para ser libres nos libertó” (Gál 5, 1) La libertad –añade Pablo- ha de dirigirse al servicio de unos a otros por la caridad (Gál 5, 13).
La Cruz es signo de Paz
Si el nacimiento de Jesús venía anunciado con el deseo de “paz a los hombres de buena voluntad”, la cruz se convierte del mismo modo en signo de paz, de perdón (“perdónalos porque no saben lo que hacen”) y de conciliación. Es algo que parece tan difícil otra vez en nuestros días, en los que suena el estruendo de la guerra por tantos lugares del mundo, especialmente hoy también en los Santos Lugares y su entorno, donde hay tanta sangre derramada.
Para el hombre del presente que busca la paz en medio del estrépito de las calles, del ruido de los medios de comunicación y de publicidad, del interés y la vorágine de su vida diaria, de su mundo competitivo, de su angustiosa soledad y hasta de su falta de fe, la Cruz es el manantial de paz, lo escribió así mismo S. Juan Pablo II: “Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: Sólo la Cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida”6.
La Cruz es signo de amor e inclinación de Dios hacía los hombres
Cristo en la Cruz, Cristo que sufre, habla a todos los hombres, no sólo a los creyentes. “También el hombre no creyente –dice Juan Pablo II- podrá descubrir en Él la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor” (DM, 7d).
En la cruz Dios se comunica con el hombre y le llama a hacerse príncipe de la verdad y del amor.
“La Cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacía el hombre y todo lo que el hombre –de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos- llama su infeliz destino” (DM, 8b)
La Cruz en la justicia Divina
En la cruz de Cristo se revela la justicia Divina, la justicia “a medida” de Dios y tan difícil de entender a veces para el hombre, cuando contemplamos el sufrimiento y la muerte en tantos y tantos inocentes, como consecuencia del hombre, de las guerras, de las tragedias naturales o provocadas por el Hombre.
“El Padre no perdonó la vida a su Hijo” (DM, 7c) para “compensar los pecados del hombre con su sacrificio, dijo S. Juan Pablo II.
A propósito de la justicia en el mundo, resulta difícil, efectivamente responder a las preguntas que nos hacemos cuando contemplamos las injusticias, el hambre en las zonas más devastadas, el horror de la muerte, la violencia, la desolación, cuando no entendemos que los pobres, los niños, los más desfavorecidos sean siempre los que más sufren y los que pagan las consecuencias de todos los males; ¿cómo entenderlo?
Algunos autores, cuando se preguntan por qué Dios no resuelve los problemas del Hombre o por qué consiente las tragedias que asolan cada día a la Humanidad, devuelven la pregunta al hombre.
Emmanuel Mounier, Dijo: 7 “Dios es el Padre pero Él no es paternalista. Él desea que la liberación del hombre sea fruto de su esfuerzo, el genio y el sufrimiento del hombre, para que él pueda saborear un día el pleno fruto de esta labor, estos esfuerzos y este amor, y no recibido como un predominante regalo del “Cielo”8
La Cruz signo de unidad en Cristo y de igualdad y amor entre los hombres
El signo de la Cruz de unidad en Cristo y de igualdad: “Todos hijos de Dios por la fe en Cristo, que murió por todos. En consecuencia, “no hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús”, como indica San Pablo en los Gálatas (Gál 2, 26-28)
El mensaje de Cristo va más allá de la igualdad: reclama el amor a los demás, el gran tema del que seremos examinados al caer de la tarde, al atardecer de la vida, como se recoge en el cántico.
- S. El Papa Juan Pablo II, en la Sollicitudo rei socialis, arroja su luz sobre el gran mensaje: “El prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio, incluso extremo: dar la vida por los hermanos” (SR, 40b)
En fin, la Cruz es igualmente más que otras muchas imágenes y expresiones de gran riqueza, por mucho que iluminen el entendimiento: es el nuevo Arca de la Alianza, venerado en el Antiguo Testamento, como símbolo de Dios (1 Sam 4,6). Es el árbol de la vida, el árbol glorioso, fuente que no cesa, resplandor, el lugar donde “mirarán al que atravesaron” Jn 19, 37), victoria sobre la muerte, principio de vida nueva.
En definitiva, más allá de la interpretación por imágenes y por símbolos, a la que parece abocar la comunicación actual, global y virtual; más allá de la belleza plástica o estética lograda en creaciones artísticas de honda inspiración cristiana; más allá del propio poder simbólico de la cruz, el signo más extendido y seguido de la Humanidad; más allá de todo ello está la Verdad de la Cruz, la vida de Cristo sacrificado para el perdón de los hombres, el amor de Dios a la Humanidad expresado a través del sacrificio del Hijo.
La Cruz es más que una representación, porque es idéntica con su referente, con aquel misterio doloroso de la muerte, y el misterio glorioso de la Resurrección, que siguen irradiando luz y esperanza para todos los hombres.