POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Cierto día que fui a bañarme en un remanso de tranquilas y templadas aguas del Guadalquivir, estando paseando por un estrecho pasillo de hierbas secas y suelo arenoso que se abre dando paso desde el camino que enlaza con el pueblo hasta la pequeña playa de El Arenal, -nombre que yo le doy a un reducido espacio abierto, y rodeado de árboles frondosos que le proporcionan abundante sombra y que tiene por suelo una alfombra de arena- me sorprendí dolorida la planta del pie izquierdo, al pisar entre la arena un cuerpo extraño, puntiagudo y saliente que se me clavó produciéndome dolor, y en su extracción una gotita de sangre.
Después de tener en mis manos el elemento que me produjo el daño, una cápsula vegetal unida a su pedúnculo de origen, miré hacia arriba para relacionarla con su progenitor, y pude ver, que se trataba de un taray, fruto del taraje. Esta lamentable circunstancia motivó que fijara mi atención en el árbol, olvidado por su poco interés a nivel comercial en nuestro entorno, y que, sin embargo ha tenido mejor ventura en otros lugares.
El taraje o taray, arbusto que puede alcanzar la altura de seis metros se desarrolla en las zonas templadas y cálidas subtropicales, y presenta un tronco, poblado desde el suelo, de ramillas largas mimbreras con hojas verdes delgadas y puntiagudas, agrupadas en largas espigas laterales.
Las flores de color blanco se apiñan en racimos y sus semillas alargadas y pilosas aparecen encerradas en cápsulas. Las ramitas y corteza de color rojizo, poseen propiedades como refrescante y depurativas.
Este arbusto de origen africano sin protectores ni explotadores, ha emergido, Dios sabe cuando, en la ribera de nuestro río y llena con su exhuberancia y verdor el centro de la isla junto al paso de las Aceñas.
En botánica, Villa del Río se encuentra favorecido con esta especie gracias al paso del río Guadalquivir, que le ha preparado un suelo arenoso y le derrama el agua a sus pies, y junto con el calor del sol recibe todas las bendiciones para su reproducción y desarrollo sin obstáculos.
A cambio el taraje ofrece su belleza natural y exótica dejando pasar los rayos del sol entre su cuerpo de espinas proyectando una fina sombra sobre la arena, que hace las delicias a los que se tumban debajo de ella tras un buen sueño.
Y en los amaneceres cuando los rayos del sol atraviesan sus finas y verdes hojas, éstas descomponen el color rojizo de la estrella y le dan una nueva y agitada visión al iluminar las tranquilas y corrientes aguas del Guadalquivir.
En invierno, sus puntiagudas hojas se desprenden con rapidez de hielos y escarchas, lo que le hace resistente al frío y a las heladas y le favorece para que permanezca lúcida y fresca su copia tras las rociadas. Esta característica le ha propiciado el aprecio de personas en zonas más húmedas de nuestra geografía y sorprende a visitantes de zonas cálidas acostumbrados a ver los tarajes en las isletas de nuestro entorno, que esté este arbusto plantado y bien cuidado, dándosele forma ornamental para adornar paseos marítimos tan atractivos como los de la Magdalena y Sardinero en Santander y el de la Concha en San Sebastián.